Por Juana Vázquez, catedrática de Lengua y Literatura, periodista y escritora (EL PAÍS, 02/09/08):
La Revolución de mayo de 1808, con el pueblo de Madrid pidiendo la venida de Fernando VII, al grito de “Vivan las caenas” -grito que reivindicaba lo más rancio de las esencias españolas-, fue una falsa Revolución. Pues la consecuencia de la misma, consistió en la presencia de un rey absolutista, que trajo “la década ominosa”, uno de los periodos más oscuros de la historia española, y cortó de raíz lo poco que la Ilustración había calado en España.
Esta contrarrevolución hizo desaparecer la incipiente liberalización femenina, impulsada por los ilustrados y también por la llegada de los primeros Borbones, que con sus costumbres afrancesadas, más abiertas y modernas que las españolas, propiciaron la participación de las féminas en la vida pública.
Con la nueva monarquía y el movimiento ilustrado, un afán incontrolado de modernidad se registró en ciertos sectores minoritarios de la alta sociedad. Sobre todo con Carlos III, y la acción política e intelectual de su ministro ilustrado Campomanes, que transformó, en más de 50 años de febril actividad, un país atrasado en esperanza de otro más cercano a la Europa de la Ilustración.
Todo ello propiciaría el nacimiento de la mujer moderna, una mujer que sale de su encierro de siglos, deja atrás la vergüenza y el decir modoso ante el otro sexo -influenciada por siglos de adoctrinamiento católico-, y comienza a ser consciente de su propio cuerpo como sujeto de seducción y no como “templo del Espíritu Santo”, ni motivo de pecado, que era lo que le inculcaba constantemente su “director espiritual”.
Por tanto, cuando las petimetras ilustradas se echan a la calle, prescinden de las mantillas y velos con los que semiocultaban el rostro sus antepasadas, así como de las “dueñas”, eternas vigilantes de la decencia femenina fuera de casa. En los paseos con sus cortejos -una especie de amantes que imponía la moda francesa-, dejan atrás la rigidez y modestia secular y exhiben su coquetería en movimientos y gracejos corporales: “¿De qué sirve un vestido bueno -decían- si no se trata con marcial manejo? El desenfado en ropa y conversación es lo que nos hace bien vistas”.
Era, pues, moda “hablar con desenfado, tratar a todos con libertad y desechar los melindres de lo honesto, que eso de tender la ropa hasta el suelo y ocultar los semblantes de la gente con el tapado, exprimir las palabras con el rojo pudor de la vergüenza y no presentarse a todas horas y tiempos en los paseos públicos con cuatro o cinco cortejantes, sólo se usaba en las antiguas damas españolas: allá cuando España estaba cerrada a todo comercio extranjero, en tiempo de las golillas”. Son, pues, conscientes de que viven un nuevo tiempo abierto a Europa -y sobre todo a Francia- que exige unas nuevas formas de comportamiento más moderno.
Estas petimetras tan desinhibidas, daban normas a sus “amantes”, y lo hacían seguras de sí mismas, y muy lejos de la mojigatería de siglos pasados, cuando se encontraban cara a cara con el otro sexo. Así le informa una de ellas a su futuro cortejo: “Aun cuando yo no esté presente, usted ha de venir por las mañanas a tomar conmigo el chocolate y tal vez a abrocharme la cotilla, lo mismo por las tardes para sacarme a los paseos…”. Una apertura en la complicidad de hombre y mujer inconcebible, un siglo atrás.
Nuestras afrancesadas dieron otro gran paso hacia la liberalización femenina, de puertas para dentro. Lo primero que hicieron fue salir de los estrados, en donde secularmente estaban encerradas, con sus criadas e instrumentos de labor: bordados, calados, encajes, etcétera. Y se desplazaron a los salones, cambiando a las criadas por cortejos y petimetres. Allí se hacían las tertulias donde mostraban su “sabiduría” de la cosa pública, dejando atrás los problemas y conversaciones sobre el manejo de casa, hijos y familia. La mujer es la reina de muchas de las tertulias dieciochescas, y decide los temas literarios o menos literarios, con los que van a pasar la tarde en agradable trato.
Y cuando el eclesiástico de turno, critica su forma de actuar, ella responde que su vida social “no se opone” a ser una mujer decente. El “no se opone” sería una frase a la que acudirían nuestras petimetras cuando los sacerdotes tronaban desde los púlpitos contra los cortejos y sus modas fatuas. Y es que las afrancesadas no gustaban del eclesiástico español “de siete suelas”. Ellas hacían buenas migas con los abates italianos que, en último término, eran otros petimetres y acompañantes más, algo por lo que muchos de ellos sufrieron expulsión de la Iglesia.
Esta apertura y modernidad ganadas por las féminas españolas, al amparo de las costumbres parisinas, y del tímido movimiento ilustrado, las seccionaría el absolutismo del “Vivan las caenas”. También terminaría con la incipiente modernización de nuestro país y la igualdad en la educación propiciada por Campomanes, en su proyecto “utópico” de una sola escuela para los dos sexos, donde aprendieran lo mismo el hombre que la mujer.
Todo esto se fue al garete, hace ahora 200 años. Y una, que teme las involuciones enmascaradas, so pretexto de defensa de la patria, recuerda con preocupación la contrarrevolución de mayo de 1808, que hizo perder a las mujeres un siglo en el camino hacia la modernidad, y que festejó la Comunidad de Madrid por todo lo alto el pasado mes de mayo.
La Revolución de mayo de 1808, con el pueblo de Madrid pidiendo la venida de Fernando VII, al grito de “Vivan las caenas” -grito que reivindicaba lo más rancio de las esencias españolas-, fue una falsa Revolución. Pues la consecuencia de la misma, consistió en la presencia de un rey absolutista, que trajo “la década ominosa”, uno de los periodos más oscuros de la historia española, y cortó de raíz lo poco que la Ilustración había calado en España.
Esta contrarrevolución hizo desaparecer la incipiente liberalización femenina, impulsada por los ilustrados y también por la llegada de los primeros Borbones, que con sus costumbres afrancesadas, más abiertas y modernas que las españolas, propiciaron la participación de las féminas en la vida pública.
Con la nueva monarquía y el movimiento ilustrado, un afán incontrolado de modernidad se registró en ciertos sectores minoritarios de la alta sociedad. Sobre todo con Carlos III, y la acción política e intelectual de su ministro ilustrado Campomanes, que transformó, en más de 50 años de febril actividad, un país atrasado en esperanza de otro más cercano a la Europa de la Ilustración.
Todo ello propiciaría el nacimiento de la mujer moderna, una mujer que sale de su encierro de siglos, deja atrás la vergüenza y el decir modoso ante el otro sexo -influenciada por siglos de adoctrinamiento católico-, y comienza a ser consciente de su propio cuerpo como sujeto de seducción y no como “templo del Espíritu Santo”, ni motivo de pecado, que era lo que le inculcaba constantemente su “director espiritual”.
Por tanto, cuando las petimetras ilustradas se echan a la calle, prescinden de las mantillas y velos con los que semiocultaban el rostro sus antepasadas, así como de las “dueñas”, eternas vigilantes de la decencia femenina fuera de casa. En los paseos con sus cortejos -una especie de amantes que imponía la moda francesa-, dejan atrás la rigidez y modestia secular y exhiben su coquetería en movimientos y gracejos corporales: “¿De qué sirve un vestido bueno -decían- si no se trata con marcial manejo? El desenfado en ropa y conversación es lo que nos hace bien vistas”.
Era, pues, moda “hablar con desenfado, tratar a todos con libertad y desechar los melindres de lo honesto, que eso de tender la ropa hasta el suelo y ocultar los semblantes de la gente con el tapado, exprimir las palabras con el rojo pudor de la vergüenza y no presentarse a todas horas y tiempos en los paseos públicos con cuatro o cinco cortejantes, sólo se usaba en las antiguas damas españolas: allá cuando España estaba cerrada a todo comercio extranjero, en tiempo de las golillas”. Son, pues, conscientes de que viven un nuevo tiempo abierto a Europa -y sobre todo a Francia- que exige unas nuevas formas de comportamiento más moderno.
Estas petimetras tan desinhibidas, daban normas a sus “amantes”, y lo hacían seguras de sí mismas, y muy lejos de la mojigatería de siglos pasados, cuando se encontraban cara a cara con el otro sexo. Así le informa una de ellas a su futuro cortejo: “Aun cuando yo no esté presente, usted ha de venir por las mañanas a tomar conmigo el chocolate y tal vez a abrocharme la cotilla, lo mismo por las tardes para sacarme a los paseos…”. Una apertura en la complicidad de hombre y mujer inconcebible, un siglo atrás.
Nuestras afrancesadas dieron otro gran paso hacia la liberalización femenina, de puertas para dentro. Lo primero que hicieron fue salir de los estrados, en donde secularmente estaban encerradas, con sus criadas e instrumentos de labor: bordados, calados, encajes, etcétera. Y se desplazaron a los salones, cambiando a las criadas por cortejos y petimetres. Allí se hacían las tertulias donde mostraban su “sabiduría” de la cosa pública, dejando atrás los problemas y conversaciones sobre el manejo de casa, hijos y familia. La mujer es la reina de muchas de las tertulias dieciochescas, y decide los temas literarios o menos literarios, con los que van a pasar la tarde en agradable trato.
Y cuando el eclesiástico de turno, critica su forma de actuar, ella responde que su vida social “no se opone” a ser una mujer decente. El “no se opone” sería una frase a la que acudirían nuestras petimetras cuando los sacerdotes tronaban desde los púlpitos contra los cortejos y sus modas fatuas. Y es que las afrancesadas no gustaban del eclesiástico español “de siete suelas”. Ellas hacían buenas migas con los abates italianos que, en último término, eran otros petimetres y acompañantes más, algo por lo que muchos de ellos sufrieron expulsión de la Iglesia.
Esta apertura y modernidad ganadas por las féminas españolas, al amparo de las costumbres parisinas, y del tímido movimiento ilustrado, las seccionaría el absolutismo del “Vivan las caenas”. También terminaría con la incipiente modernización de nuestro país y la igualdad en la educación propiciada por Campomanes, en su proyecto “utópico” de una sola escuela para los dos sexos, donde aprendieran lo mismo el hombre que la mujer.
Todo esto se fue al garete, hace ahora 200 años. Y una, que teme las involuciones enmascaradas, so pretexto de defensa de la patria, recuerda con preocupación la contrarrevolución de mayo de 1808, que hizo perder a las mujeres un siglo en el camino hacia la modernidad, y que festejó la Comunidad de Madrid por todo lo alto el pasado mes de mayo.
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