Por Monika Zgustova, escritora (EL PAÍS, 02/09/08):
A finales de agosto, Praga recordaba que, 40 años atrás, la invadieron los tanques rusos y acabaron así con un proceso de liberación llamado la Primavera de Praga. Este triste aniversario coincidió con otra invasión rusa, la de Georgia, la primera guerra rusa como país no totalitario contra una nación extranjera independiente.
También este mes de agosto, el mundo entero recordó a Alexandr Solzhenitsin, superviviente del gulag y escritor que puso en evidencia la represión comunista. Solzhenitsin dedicó a ello toda su obra, tanto de ensayo como de ficción, dando testimonio de la brutalidad del totalitarismo soviético que le había tocado vivir para que en el futuro semejantes aberraciones pudieran evitarse y para que nunca más nadie tuviera dudas sobre Stalin y sus métodos. Desgraciadamente, en su país el legado del escritor se ha tenido en cuenta demasiado poco tiempo.
El año pasado, Vladímir Putin presentó ante los maestros rusos el nuevo manual de historia, destinado a las escuelas de todo el país. El libro describe a Stalin como “el gobernador ruso del siglo XX de más éxito”, quien supo extender el imperio ruso más allá que cualquier zar y llegó a convertir Rusia en una superpotencia nuclear. Las matanzas de Stalin se describen en el manual como “medio necesario, si bien excesivo, para mantener la disciplina”. No es de extrañar, pues, que los alumnos de hoy en día, al preguntarles por Stalin, contesten, en el lenguaje actual, que a su parecer se trataba de un “exitoso gestor” (udachnyi manazher) y no nos puede sorprender que en la escala de valores de esos jóvenes nociones como “éxito imperial”, “gran potencia militar” o “patriotismo ruso” ocupen los primeros puestos.
En tiempos que hoy parecen remotos, cuando la bandera roja ondeaba en lo alto del Kremlin, los rusos sondeaban su lugar en el mundo a base de valorar la importancia de sus enemigos. Cuanto más potente era el enemigo exterior, más fuerte se sentía tanto el gobernante como el ciudadano ruso. En este sentido, la guerra fría, en la que la entonces Unión Soviética compartía el papel protagonista con los Estados Unidos, fue una época gloriosa para los rusos. Y Vladímir Putin fue un aplicadísimo alumno de esa escuela que era la guerra fría, y hoy es un fiel seguidor de sus prácticas.
En 2001, durante su primer encuentro con el presidente americano, Putin se preocupó por impresionar a su interlocutor, y con él a una gran parte de Occidente, presentándose como un hombre franco y fidedigno. Y desempeñó tan bien su papel que Bush comentó entonces que había visto “el alma” de Putin, y que era la de una persona digna de crédito. Seis años más tarde,en su discurso del Día de la Victoria sobre el nazismo (9 de mayo), el presidente ruso hizo una alusión en la que comparaba a los Estados Unidos con el Tercer Reich. Algo más tarde, enseñó los dientes también a Europa amenazándola con volver a tenerla como objetivo de los misiles nucleares rusos. Y este verano atacó a Georgia, un país independiente que busca su lugar en la esfera occidental.
¿Qué ha cambiado en esos siete años? Hoy, Putin está molesto y agresivo. Su resentimiento se debe al hecho de que la OTAN se ha expandido hasta las fronteras rusas acogiendo como miembros a los países que pertenecieron al gélido y sombrío club soviético. Está resentido porque es consciente de que se le han escapado los antiguos países y territorios satélites, los cuales los rusos siguen considerando como su inviolable área de influencia. Y, sobre todo, se siente agraviado por el escudo antimisiles que los Estados Unidos han contratado y proyectan instalar muy pronto en Polonia y la República Checa, dos de los países del antiguo Pacto de Varsovia. Pero la gota que colmó el vaso fue la proclamación de Kosovo como país independiente. De modo que cuando Georgia atacó a Osetia del Sur, Rusia se lanzó a imitar lo que Europa había hecho en Kosovo: proclamarla país independiente, eso sí, tras una guerra relámpago para mostrar sus músculos y contentar la opinión pública rusa, amante de las demostraciones de fuerza. Y los rusos no cesan de aplaudir a sus gobernantes disfrutando del cóctel que éstos han mezclado para ellos: la centralización del Estado, una buena dosis de nacionalismo y el retorno al estatus de potencia mundial, todo ello espolvoreado con guiños cómplices, los cuales pretenden hacer patente, aunque superficialmente, la atención del Estado hacia distintas esferas de la vida pública: la cultura, la ciencia, la educación, las obras públicas.
¿Qué más ha cambiado en esos años? Rusia ha visto una Europa necesitada de sus recursos energéticos y, en esa materia, la mantiene en jaque: abre y cierra el grifo del petróleo y del gas a su antojo, ignorando los pactos, como lo hizo este mes de julio con la República Checa, al recortar a la mitad el suministro contratado después de que ésta firmara el convenio para instalar en su territorio el mencionado radar antimisil norteamericano. Además, Rusia se ha afianzado en su antioccidentalismo. “Otra vez, la victoria será nuestra” es una expresión que usa cada vez más a menudo a lo largo del último año el canal estatal de la televisión rusa.
El país que, hace dos décadas, se liberó de la ideología comunista, del régimen totalitario y acabó con la guerra fría, tras perder su relevancia internacional se sumió en la frustración. La Rusia de hoy, liberada de su complejo de inferioridad, es un país deslumbrado por su papel en el escenario internacional. Los que hoy sienten este orgullo son la gran mayoría de los rusos, incluso los que antes eran disidentes del régimen soviético.
Si durante los tiempos soviéticos el movimiento disidente era fuerte, bien organizado y de prestigio entre una parte importante de la sociedad urbana, la disidencia de la Rusia de hoy se limita a voces sueltas de individuos valientes y contestatarios, voces mal vistas por la inmensa mayoría. Mientras que Occidente lloró el asesinato de la periodista disidente Anna Politkovskaya, en Rusia su entierro pasó sin resonancia. Sólo Putin dijo cínicamente que la influencia de Politkovskaya en Rusia era mínima. Y, desgraciadamente, tenía razón.
Putin está haciendo lo que la gran mayoría de la población rusa espera de sus gobernantes: que gobiernen el país con mano de hierro y que hagan que el mundo entero respete a Rusia como una potencia. Y en este sentido Putin merece la aprobación de sus conciudadanos.
Una Rusia unida en su sólido apoyo a la mano de hierro de sus gobernantes es una Rusia que goza de más fuerza interna que cualquier otro país. Y aunque esa Rusia que nunca duda infunde miedo a nuestra Europa siempre llena de dudas, no deberíamos dejarnos intimidar por ella. Rusia tiene en Europa sus intereses inmediatos y de largo alcance, y se aprovecha de la falta de adhesión europea aventajando con sus recursos energéticos ahora a uno ahora a otro, practicando aquí su política de divide y vencerás, tal como lo había hecho durante 40 años con sus países satélites. Hasta el presente, los europeos han aceptado su peligroso juego: Alemania con su conducto de petróleo a través del Báltico, Hungría con otro que pasa por los Balcanes. Sin embargo, en el marco existente, cualquier estrategia miope por parte de Europa podría resultar, a la larga, catastrófica.
A finales de agosto, Praga recordaba que, 40 años atrás, la invadieron los tanques rusos y acabaron así con un proceso de liberación llamado la Primavera de Praga. Este triste aniversario coincidió con otra invasión rusa, la de Georgia, la primera guerra rusa como país no totalitario contra una nación extranjera independiente.
También este mes de agosto, el mundo entero recordó a Alexandr Solzhenitsin, superviviente del gulag y escritor que puso en evidencia la represión comunista. Solzhenitsin dedicó a ello toda su obra, tanto de ensayo como de ficción, dando testimonio de la brutalidad del totalitarismo soviético que le había tocado vivir para que en el futuro semejantes aberraciones pudieran evitarse y para que nunca más nadie tuviera dudas sobre Stalin y sus métodos. Desgraciadamente, en su país el legado del escritor se ha tenido en cuenta demasiado poco tiempo.
El año pasado, Vladímir Putin presentó ante los maestros rusos el nuevo manual de historia, destinado a las escuelas de todo el país. El libro describe a Stalin como “el gobernador ruso del siglo XX de más éxito”, quien supo extender el imperio ruso más allá que cualquier zar y llegó a convertir Rusia en una superpotencia nuclear. Las matanzas de Stalin se describen en el manual como “medio necesario, si bien excesivo, para mantener la disciplina”. No es de extrañar, pues, que los alumnos de hoy en día, al preguntarles por Stalin, contesten, en el lenguaje actual, que a su parecer se trataba de un “exitoso gestor” (udachnyi manazher) y no nos puede sorprender que en la escala de valores de esos jóvenes nociones como “éxito imperial”, “gran potencia militar” o “patriotismo ruso” ocupen los primeros puestos.
En tiempos que hoy parecen remotos, cuando la bandera roja ondeaba en lo alto del Kremlin, los rusos sondeaban su lugar en el mundo a base de valorar la importancia de sus enemigos. Cuanto más potente era el enemigo exterior, más fuerte se sentía tanto el gobernante como el ciudadano ruso. En este sentido, la guerra fría, en la que la entonces Unión Soviética compartía el papel protagonista con los Estados Unidos, fue una época gloriosa para los rusos. Y Vladímir Putin fue un aplicadísimo alumno de esa escuela que era la guerra fría, y hoy es un fiel seguidor de sus prácticas.
En 2001, durante su primer encuentro con el presidente americano, Putin se preocupó por impresionar a su interlocutor, y con él a una gran parte de Occidente, presentándose como un hombre franco y fidedigno. Y desempeñó tan bien su papel que Bush comentó entonces que había visto “el alma” de Putin, y que era la de una persona digna de crédito. Seis años más tarde,en su discurso del Día de la Victoria sobre el nazismo (9 de mayo), el presidente ruso hizo una alusión en la que comparaba a los Estados Unidos con el Tercer Reich. Algo más tarde, enseñó los dientes también a Europa amenazándola con volver a tenerla como objetivo de los misiles nucleares rusos. Y este verano atacó a Georgia, un país independiente que busca su lugar en la esfera occidental.
¿Qué ha cambiado en esos siete años? Hoy, Putin está molesto y agresivo. Su resentimiento se debe al hecho de que la OTAN se ha expandido hasta las fronteras rusas acogiendo como miembros a los países que pertenecieron al gélido y sombrío club soviético. Está resentido porque es consciente de que se le han escapado los antiguos países y territorios satélites, los cuales los rusos siguen considerando como su inviolable área de influencia. Y, sobre todo, se siente agraviado por el escudo antimisiles que los Estados Unidos han contratado y proyectan instalar muy pronto en Polonia y la República Checa, dos de los países del antiguo Pacto de Varsovia. Pero la gota que colmó el vaso fue la proclamación de Kosovo como país independiente. De modo que cuando Georgia atacó a Osetia del Sur, Rusia se lanzó a imitar lo que Europa había hecho en Kosovo: proclamarla país independiente, eso sí, tras una guerra relámpago para mostrar sus músculos y contentar la opinión pública rusa, amante de las demostraciones de fuerza. Y los rusos no cesan de aplaudir a sus gobernantes disfrutando del cóctel que éstos han mezclado para ellos: la centralización del Estado, una buena dosis de nacionalismo y el retorno al estatus de potencia mundial, todo ello espolvoreado con guiños cómplices, los cuales pretenden hacer patente, aunque superficialmente, la atención del Estado hacia distintas esferas de la vida pública: la cultura, la ciencia, la educación, las obras públicas.
¿Qué más ha cambiado en esos años? Rusia ha visto una Europa necesitada de sus recursos energéticos y, en esa materia, la mantiene en jaque: abre y cierra el grifo del petróleo y del gas a su antojo, ignorando los pactos, como lo hizo este mes de julio con la República Checa, al recortar a la mitad el suministro contratado después de que ésta firmara el convenio para instalar en su territorio el mencionado radar antimisil norteamericano. Además, Rusia se ha afianzado en su antioccidentalismo. “Otra vez, la victoria será nuestra” es una expresión que usa cada vez más a menudo a lo largo del último año el canal estatal de la televisión rusa.
El país que, hace dos décadas, se liberó de la ideología comunista, del régimen totalitario y acabó con la guerra fría, tras perder su relevancia internacional se sumió en la frustración. La Rusia de hoy, liberada de su complejo de inferioridad, es un país deslumbrado por su papel en el escenario internacional. Los que hoy sienten este orgullo son la gran mayoría de los rusos, incluso los que antes eran disidentes del régimen soviético.
Si durante los tiempos soviéticos el movimiento disidente era fuerte, bien organizado y de prestigio entre una parte importante de la sociedad urbana, la disidencia de la Rusia de hoy se limita a voces sueltas de individuos valientes y contestatarios, voces mal vistas por la inmensa mayoría. Mientras que Occidente lloró el asesinato de la periodista disidente Anna Politkovskaya, en Rusia su entierro pasó sin resonancia. Sólo Putin dijo cínicamente que la influencia de Politkovskaya en Rusia era mínima. Y, desgraciadamente, tenía razón.
Putin está haciendo lo que la gran mayoría de la población rusa espera de sus gobernantes: que gobiernen el país con mano de hierro y que hagan que el mundo entero respete a Rusia como una potencia. Y en este sentido Putin merece la aprobación de sus conciudadanos.
Una Rusia unida en su sólido apoyo a la mano de hierro de sus gobernantes es una Rusia que goza de más fuerza interna que cualquier otro país. Y aunque esa Rusia que nunca duda infunde miedo a nuestra Europa siempre llena de dudas, no deberíamos dejarnos intimidar por ella. Rusia tiene en Europa sus intereses inmediatos y de largo alcance, y se aprovecha de la falta de adhesión europea aventajando con sus recursos energéticos ahora a uno ahora a otro, practicando aquí su política de divide y vencerás, tal como lo había hecho durante 40 años con sus países satélites. Hasta el presente, los europeos han aceptado su peligroso juego: Alemania con su conducto de petróleo a través del Báltico, Hungría con otro que pasa por los Balcanes. Sin embargo, en el marco existente, cualquier estrategia miope por parte de Europa podría resultar, a la larga, catastrófica.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario