Por José M. de Areilza Carvajal, Cátedra Jean Monnet - Instituto de Empresa (ABC, 03/09/08):
A pesar de la situación de emergencia creada por el ciclón tropical «Gustav» en EE.UU., la convención republicana se reúne en estos días para nombrar oficialmente a John McCain candidato a la Casa Blanca. El lanzamiento de la candidatura es también una ocasión para preguntarse por la identidad y los valores de la formación política heredera de Abraham Lincoln tras la controvertida presidencia de George W. Bush. Una manera de hacerlo es recordar a William F. Buckley Jr., el gran intelectual norteamericano desaparecido hace unos meses, la figura más valorada por los votantes republicanos después de Ronald Reagan. Sin embargo, no es una persona muy conocida en España, tal vez porque casi nunca quiso ocupar un cargo público y se dedicó por completo a la batalla de las ideas dentro de Estados Unidos. Su trabajo como periodista y escritor estuvo dedicado nada menos que a transformar con éxito el pensamiento político de su tiempo. Henry Kissinger lo ha descrito como el «Moisés» que hizo posible la llegada de los suyos a la tierra elegida. Tuve la suerte de conocerlo en 1990 en Nueva York gracias a la amistad entre nuestras familias y me impresionó por su vitalidad, sentido del humor y fabuloso estilo de vida. Por entonces ya se había convertido en una celebridad. Su leyenda agrupaba elementos tan diversos como su influencia sobre el ideario de los republicanos, sus viajes a vela por todo el mundo, su cuidado y original uso del lenguaje y su intensa vida social.
La carrera de este escritor brillante, polifacético, polémico e independiente, está ligada a su revista National Review, que fundó en 1955 con tan sólo 29 años. En esa época Bill Buckley era un joven republicano, crítico con la deriva del presidente Eisenhower hacia el intervencionismo económico y preocupado por la naturalidad con la que el establishment republicano había abandonado el mundo de la cultura y del pensamiento en manos de los intelectuales demócratas, con frecuencia abiertos a la influencia de la izquierda europea. Pero Bill Buckley estaba igualmente lejos de algunos representantes de la derecha norteamericana, racistas, extremistas o tentados por el aislacionismo en cuestiones internacionales. Por educación y familia, unía en su persona la tradición del catolicismo irlandés, la desconfianza hacia el Estado como solución para todo, un decidido anti-comunismo, una cultura cosmopolita, adquirida desde muy joven, y una obsesión por la claridad del lenguaje. Su padre y su abuelo habían sido exitosos empresarios y abogados en la industria del petróleo de Texas. Bill, el sexto de diez hermanos, demostró desde muy pequeño un talento innato para el debate. Antes de abrazar el periodismo, fue oficial en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, trabajó un año para la CIA en México y estudió en la universidad de Yale -su primer libro fue una crítica de la corrección política en sus aulas-.
A mediados de los cincuenta, Bill Buckley atrajo a la redacción de su revista a personalidades excluidas del movimiento republicano por ser judíos, ex comunistas o ex troskistas. Políticos como Barry Goldwater o su protegido Ronald Reagan -originalmente miembro del Partido Demócrata- encontraron en la nueva publicación inspiración, provocación intelectual y contenidos novedosos. El columnista del New York Times, David Brooks, relata cómo siendo estudiante en la Universidad de Chicago publicó una sátira feroz sobre Bill Buckley, justo antes de una conferencia del periodista en dicha ciudad. Al terminar la conferencia, Buckley añadió: «Y si está un tal David Brooks entre el público, me gustaría ofrecerle trabajo en mi revista». Ese día comenzó una larga colaboración entre ambos. En la redacción, lo importante eran la solidez de las ideas, la explicación racional de las propuestas políticas y la confrontación intelectual con los demócratas y no pocas veces con los propios republicanos. Bill Buckley supo aprovechar la irrupción de la televisión en la política y en 1966 creó el programa de debate Firing Line, produciendo a lo largo de treinta años los primeros debates políticos televisivos con altura intelectual e interés para el gran público. Sus intervenciones y las de sus invitados solían ser largas y sesudas, pero nunca aburridas.
Tal vez su característica más admirable fue una increíble capacidad de amistad con todo tipo de personas. Es bien conocida su estrecha relación con John K. Galbraith, con el que no podía estar más en desacuerdo en cuestiones económicas -ambos rivalizaban año tras año por conseguir el mejor espacio para sus libros en la librería de Gstaad-. Bill Buckley solía celebrar en su casa semanalmente cenas en las que juntaba a amigos y conocidos para debatir los temas de actualidad, en las que nunca daba prioridad a la política frente a la literatura, la filosofía o la historia. Participé en alguna de estas veladas y pude comprobar cómo se discutía vivamente en torno a la mesa sin aceptar los dogmatismos de ningún tipo, ni siquiera los propios del mundo republicano.
Por otro lado, Bill Buckley fue un trabajador infatigable. Además de editar National Review, publicar una columna semanal sindicada en trescientos periódicos y participar en numerosos debates televisivos, escribía un libro al año, siempre desde su refugio alpino, navegaba alrededor del mundo a vela por etapas y tocaba muy bien el clavicordio. Para poder explorar esa parte de la realidad que sólo se conoce a través de la literatura, dio a luz con gran éxito a una docena de novelas de espías, en torno a episodios de la Guerra Fría sobre los que ofrecía una mirada distinta.
La llegada al poder de Ronald Reagan en 1979 supuso la puesta en práctica de buena parte del pensamiento de Bill Buckley, que había defendido la lucha contra el comunismo hasta producir su agotamiento económico, a la vez que formulaba un tipo de conservadurismo compasivo no muy distinto de las prácticas de los old tories ingleses, capaz de hacer compatible la sensibilidad social con la liberalización de la economía norteamericana. El presidente Reagan se benefició de la naturalidad con la que Bill Buckley había agrupado desde sus inicios dos tipos de conservadurismo bien distintos y con ciertas incompatibilidades filosóficas, el de tipo económico y el basado en una visión moral. A pesar de las contradicciones entre libertarios y conservadores clásicos, el antiguo gobernador de California supo apoyarse en ambos grupos. El doble mandato del Ronald Reagan y su rotundo triunfo en la Guerra Fría facilitó la expansión de las ideas conservadoras, que influyen hoy en todo el espectro político norteamericano.
Al final de su vida Bill Buckley hizo gala una vez más de independencia y fue crítico con la falta de realismo de George W. Bush respecto de Irak. En el fondo, los neo-conservadores, que se decían sus hijos y le rendían tributo, se han apartado de su inclinación moderada a la hora de defender valores sustantivos y conformar mayorías sociales.
El legado de Bill Buckely se agranda a medida que se hace más necesario dotar de nuevo contenido utópico y politizar el discurso público a ambos lados del Atlántico. Como ha sugerido hace poco Tony Judt, en estos primeros años del siglo XXI damos mucha más importancia al olvido que al recuerdo real de la historia. Estaríamos atravesando una época insulsa, que documenta los numerosos errores cometidos durante el siglo XX, pero que no aprende ni interioriza sus lecciones. El final del segundo mandato de George W. Bush simboliza este desconcierto e incapacidad de entender tendencias, contextos y conflictos. Es urgente volver a pensar en nuestro tiempo sobre el uso de la fuerza, el papel del Estado, la política y el mercado. No estaría nada mal tomar como referencia, también en España, el espíritu de Bill Buckley y su combinación de atractivo personal y de ideas. Uno de los autores que más admiraba, Edmund Burke, resume en sus famosas «Reflexiones sobre la revolución en Francia» esta manera más ilustrada de ver el mundo: «Nuestra paciencia conseguirá mucho más que nuestra fuerza… debemos compensar, equilibrar, reconciliar, ser capaces de unir en un conjunto armónico las anomalías
A pesar de la situación de emergencia creada por el ciclón tropical «Gustav» en EE.UU., la convención republicana se reúne en estos días para nombrar oficialmente a John McCain candidato a la Casa Blanca. El lanzamiento de la candidatura es también una ocasión para preguntarse por la identidad y los valores de la formación política heredera de Abraham Lincoln tras la controvertida presidencia de George W. Bush. Una manera de hacerlo es recordar a William F. Buckley Jr., el gran intelectual norteamericano desaparecido hace unos meses, la figura más valorada por los votantes republicanos después de Ronald Reagan. Sin embargo, no es una persona muy conocida en España, tal vez porque casi nunca quiso ocupar un cargo público y se dedicó por completo a la batalla de las ideas dentro de Estados Unidos. Su trabajo como periodista y escritor estuvo dedicado nada menos que a transformar con éxito el pensamiento político de su tiempo. Henry Kissinger lo ha descrito como el «Moisés» que hizo posible la llegada de los suyos a la tierra elegida. Tuve la suerte de conocerlo en 1990 en Nueva York gracias a la amistad entre nuestras familias y me impresionó por su vitalidad, sentido del humor y fabuloso estilo de vida. Por entonces ya se había convertido en una celebridad. Su leyenda agrupaba elementos tan diversos como su influencia sobre el ideario de los republicanos, sus viajes a vela por todo el mundo, su cuidado y original uso del lenguaje y su intensa vida social.
La carrera de este escritor brillante, polifacético, polémico e independiente, está ligada a su revista National Review, que fundó en 1955 con tan sólo 29 años. En esa época Bill Buckley era un joven republicano, crítico con la deriva del presidente Eisenhower hacia el intervencionismo económico y preocupado por la naturalidad con la que el establishment republicano había abandonado el mundo de la cultura y del pensamiento en manos de los intelectuales demócratas, con frecuencia abiertos a la influencia de la izquierda europea. Pero Bill Buckley estaba igualmente lejos de algunos representantes de la derecha norteamericana, racistas, extremistas o tentados por el aislacionismo en cuestiones internacionales. Por educación y familia, unía en su persona la tradición del catolicismo irlandés, la desconfianza hacia el Estado como solución para todo, un decidido anti-comunismo, una cultura cosmopolita, adquirida desde muy joven, y una obsesión por la claridad del lenguaje. Su padre y su abuelo habían sido exitosos empresarios y abogados en la industria del petróleo de Texas. Bill, el sexto de diez hermanos, demostró desde muy pequeño un talento innato para el debate. Antes de abrazar el periodismo, fue oficial en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, trabajó un año para la CIA en México y estudió en la universidad de Yale -su primer libro fue una crítica de la corrección política en sus aulas-.
A mediados de los cincuenta, Bill Buckley atrajo a la redacción de su revista a personalidades excluidas del movimiento republicano por ser judíos, ex comunistas o ex troskistas. Políticos como Barry Goldwater o su protegido Ronald Reagan -originalmente miembro del Partido Demócrata- encontraron en la nueva publicación inspiración, provocación intelectual y contenidos novedosos. El columnista del New York Times, David Brooks, relata cómo siendo estudiante en la Universidad de Chicago publicó una sátira feroz sobre Bill Buckley, justo antes de una conferencia del periodista en dicha ciudad. Al terminar la conferencia, Buckley añadió: «Y si está un tal David Brooks entre el público, me gustaría ofrecerle trabajo en mi revista». Ese día comenzó una larga colaboración entre ambos. En la redacción, lo importante eran la solidez de las ideas, la explicación racional de las propuestas políticas y la confrontación intelectual con los demócratas y no pocas veces con los propios republicanos. Bill Buckley supo aprovechar la irrupción de la televisión en la política y en 1966 creó el programa de debate Firing Line, produciendo a lo largo de treinta años los primeros debates políticos televisivos con altura intelectual e interés para el gran público. Sus intervenciones y las de sus invitados solían ser largas y sesudas, pero nunca aburridas.
Tal vez su característica más admirable fue una increíble capacidad de amistad con todo tipo de personas. Es bien conocida su estrecha relación con John K. Galbraith, con el que no podía estar más en desacuerdo en cuestiones económicas -ambos rivalizaban año tras año por conseguir el mejor espacio para sus libros en la librería de Gstaad-. Bill Buckley solía celebrar en su casa semanalmente cenas en las que juntaba a amigos y conocidos para debatir los temas de actualidad, en las que nunca daba prioridad a la política frente a la literatura, la filosofía o la historia. Participé en alguna de estas veladas y pude comprobar cómo se discutía vivamente en torno a la mesa sin aceptar los dogmatismos de ningún tipo, ni siquiera los propios del mundo republicano.
Por otro lado, Bill Buckley fue un trabajador infatigable. Además de editar National Review, publicar una columna semanal sindicada en trescientos periódicos y participar en numerosos debates televisivos, escribía un libro al año, siempre desde su refugio alpino, navegaba alrededor del mundo a vela por etapas y tocaba muy bien el clavicordio. Para poder explorar esa parte de la realidad que sólo se conoce a través de la literatura, dio a luz con gran éxito a una docena de novelas de espías, en torno a episodios de la Guerra Fría sobre los que ofrecía una mirada distinta.
La llegada al poder de Ronald Reagan en 1979 supuso la puesta en práctica de buena parte del pensamiento de Bill Buckley, que había defendido la lucha contra el comunismo hasta producir su agotamiento económico, a la vez que formulaba un tipo de conservadurismo compasivo no muy distinto de las prácticas de los old tories ingleses, capaz de hacer compatible la sensibilidad social con la liberalización de la economía norteamericana. El presidente Reagan se benefició de la naturalidad con la que Bill Buckley había agrupado desde sus inicios dos tipos de conservadurismo bien distintos y con ciertas incompatibilidades filosóficas, el de tipo económico y el basado en una visión moral. A pesar de las contradicciones entre libertarios y conservadores clásicos, el antiguo gobernador de California supo apoyarse en ambos grupos. El doble mandato del Ronald Reagan y su rotundo triunfo en la Guerra Fría facilitó la expansión de las ideas conservadoras, que influyen hoy en todo el espectro político norteamericano.
Al final de su vida Bill Buckley hizo gala una vez más de independencia y fue crítico con la falta de realismo de George W. Bush respecto de Irak. En el fondo, los neo-conservadores, que se decían sus hijos y le rendían tributo, se han apartado de su inclinación moderada a la hora de defender valores sustantivos y conformar mayorías sociales.
El legado de Bill Buckely se agranda a medida que se hace más necesario dotar de nuevo contenido utópico y politizar el discurso público a ambos lados del Atlántico. Como ha sugerido hace poco Tony Judt, en estos primeros años del siglo XXI damos mucha más importancia al olvido que al recuerdo real de la historia. Estaríamos atravesando una época insulsa, que documenta los numerosos errores cometidos durante el siglo XX, pero que no aprende ni interioriza sus lecciones. El final del segundo mandato de George W. Bush simboliza este desconcierto e incapacidad de entender tendencias, contextos y conflictos. Es urgente volver a pensar en nuestro tiempo sobre el uso de la fuerza, el papel del Estado, la política y el mercado. No estaría nada mal tomar como referencia, también en España, el espíritu de Bill Buckley y su combinación de atractivo personal y de ideas. Uno de los autores que más admiraba, Edmund Burke, resume en sus famosas «Reflexiones sobre la revolución en Francia» esta manera más ilustrada de ver el mundo: «Nuestra paciencia conseguirá mucho más que nuestra fuerza… debemos compensar, equilibrar, reconciliar, ser capaces de unir en un conjunto armónico las anomalías
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