Por Eugenio Trías (ABC, 28/03/09):
Dos palabras parecen imantar los discursos de los periódicos en estos tiempos de turbulencias: Crisis, Dios. ¿Habrá quizás alguna secreta vinculación entre estos dos vocablos, emparentados en suscitar la más sonora incertidumbre?
Ambas expresiones, crisis, Dios, se unen en dos escalas -ciertamente distintas y distantes- de lo que nos vincula a unos con otros y -a todos- con el conjunto de Lo Que Hay: el crédito. Resbala la razón, la reflexión, sólo subsisten inferencias razonables basadas en el crédito de una confianza lejana. O damos crédito a una palabra, expresión de cosa ignota que provoca dudas, nostalgias, desesperaciones, angustias, vértigos, o rompemos y rasgamos toda credencial y nos encontramos con el más desolado vacío.
Vacío sistémico, vacío de valores, vacío de sentido; eso que suele conducir a lo que desde Jacobi se llama nihilismo. O hay sistema o sólo nos podemos hospedar en sus grietas; en ellas se aloja el comienzo de la catástrofe o el germen de una profunda transformación. Eso son las crisis en la vida personal y colectiva. Son cambios -que hacen época- en la economía del sentido.
Hay crisis de época que se sienten y resienten como tales. La señal es ésta: se ignora por completo el fundamento-abismo del que deriva. Éste aparece como mysterium tremendum por razón de esa supina ignorancia. Si lo que llamamos Dios fuese tan sólo eso, deberíamos salir a la calle y arrojarnos al suelo en señal de adoración: estaríamos hoy, ahora, ante una manifestación del viejo Dios de la Ira o del Señor de las Tormentas.
La humanidad ha sido capaz de tener alguna previsión sobre ese Dios. En cambio no hay luz que nos haga comprensible la crisis de época que vivimos. Su carácter principal es la imposibilidad de trazar nexos entre antecedentes y consecuentes. El lugar de las previsiones lo ocupa la más conspicua oscuridad. Si se trata de un túnel, no hay indicio luminoso del escenario que se espera a la salida, si hay salida.
Las épocas se reconocen a posteriori. Barroco era un término de joyeros que significaba perla defectuosa, deforme. Poco a poco se extendió el uso del término al mundo del arte y, finalmente, significó una época. ¿Qué era nos aguarda? Está claro que la transformación es radical y altera valores, formas de vida, modos de ser y de existir.
Estamos pasando página a una época del mundo. Lo que llamábamos genéricamente postmodernismo ha sufrido de pronto un extraño colapso de prematuro envejecimiento. Hoy leer a Baudrillard resulta insufrible. Sostuvieron los postmodernos que el nihilismo nos invadía. Pero le daban un sesgo afirmativo que ahora nos parece una completa irresponsabilidad.
Hay circunstancias personales que son siempre, objetivamente, mutaciones críticas, de crisis: Crisis de pubertad, por ejemplo; iniciación a la vida fértil. En las sociedades tradicionales las crisis se acoplaban a las edades de la vida y eran siempre ritualizadas mediante un ceremonial detallado. En el mundo moderno subsisten vestigios ceremoniales, pero no poseen ya la fuerza que tuvieron en otros tiempos.
El nacimiento es el paradigma mismo de una crisis traumática, como estudió Otto Rank. Puede ser saludado con alborozo o iniciarse con el estigma de un rechazo. La agonía, la muerte, tienen carácter de crisis extrema. ¿Crisis respecto a la incertidumbre de una vida futura? ¿Crisis en referencia a la Nada que al decir de muchos nos aguarda? ¿O al horror de una agonía que exige y merece todos los paliativos, incluidos los más extremos?
En las actuales discusiones sobre Dios, sobre las actitudes al respecto, creyentes, agnósticas, ateas, materialistas, no se debate ese eslabón que une la cuestión de Dios y la cuestión relativa a la vida tras la muerte. Kant advirtió con claridad en sus críticas el vínculo indisociable entre la Idea-límite (Grenzidee) de Inmortalidad y la de Dios.
En referencia a esa crisis final que es la muerte se libra un doble debate agónico: ¿Puede apostarse por una vida futura? ¿Es posible apostar también, en la misma jugada pascaliana, por un Dios que no tiene por qué ser ya nunca más la abstracción de las teologías de siempre, sino más bien el que intuyen algunas palabras vivas, o escrituras iluminadas, tanto en oriente como en occidente?
Palabras místicas de todas las religiones, sin acepción de iglesia o credo. Palabras vibrantes que valen más que todos los teologemas existentes, y que sus contextos confesionales.
En un lejano texto, de finales de los años setenta, Tratado de la pasión, hablé de «un Dios que padece y sufre». Un Dios que crea -y se recrea- porque previamente padece: el Dios Pasión. Un Dios cuya vida amorosa se prueba en su capacidad de aunar padecimiento y vida gozosa. Y que irradia esa naturaleza en aquel ser creado «a nuestra imagen y semejanza». La humana conditio sería un reflejo viviente de la vida divina.
¿Un Dios vivo, capaz de transformaciones vitales, o de sus propias y específicas metamorfosis? ¿Un Dios que proyecta su propia complejidad crítica (personal, trinitaria) sobre nuestras vidas, o sobre la historia del mundo?
Posteriormente he hablado de ese Dios con una expresión que me es muy grata: «Dios del límite». Límite en sentido «fractal»: irregularidad inherente a lo que límite describe: orilla, costa, frontera entre países, cuenca fluvial, orografía terrestre. Eso implica turbulencia. Pero allí puede descubrirse también sentido: un inventario de formas capaces de hallar regla en la misma irregularidad.
Formulé la idea de límite en los años ochenta, con plena independencia contemporánea con la consolidación de esa concepción fractal de la naturaleza formulada por Benoît Mandelbrot.
Usé esta inspiración limítrofe para entender nuestra humana conditio. «Somos los límites del mundo». «Nuestra condición es fronteriza». Fuimos creados, según testimonio genesíaco, «a imagen y semejanza nuestra» (en plural).
Se trata de un Dios que encierra dentro de sí su propia irregularidad: no es uno y único: es plural. Es un Dios Viviente. Fue un impresionante hallazgo la formulación trinitaria.
No basta con elevar a infinita potencia unos cuantos atributos positivos. Ni entender el límite como asíntota del cálculo infinitesimal. Si en algo ha cambiado nuestra comprensión del mundo es en esto. Lo regular en lo irregular tiene en la modernidad el rango que para el tomismo tuvieron los trascendentales.
Quizás a escala divina -para nosotros incomprensible- ese límite -regular/irregular- es suma virtud, fuerza y potencia. Podría decirse que Dios se pone a prueba, y nos pone a prueba, en su capacidad vital nunca reglamentada en términos convencionales. Y que halla en la máxima afirmación de vida y complejidad que puede imaginarse y pensarse su mejor credencial.
Ese höchste Wert -«valor máximo»- es el amor, siempre por encima de reglas y legislaciones. El amor es mucho, muchísimo más que perfección en sentido convencional, años luz de las atributos medievales del ens, bonum, res, pulchrum, verum. El amor jamás está a salvo de irregularidades y turbulencias. Ni en nosotros ni, posiblemente, en Dios mismo (y en su compleja estructura «personal»).
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Dos palabras parecen imantar los discursos de los periódicos en estos tiempos de turbulencias: Crisis, Dios. ¿Habrá quizás alguna secreta vinculación entre estos dos vocablos, emparentados en suscitar la más sonora incertidumbre?
Ambas expresiones, crisis, Dios, se unen en dos escalas -ciertamente distintas y distantes- de lo que nos vincula a unos con otros y -a todos- con el conjunto de Lo Que Hay: el crédito. Resbala la razón, la reflexión, sólo subsisten inferencias razonables basadas en el crédito de una confianza lejana. O damos crédito a una palabra, expresión de cosa ignota que provoca dudas, nostalgias, desesperaciones, angustias, vértigos, o rompemos y rasgamos toda credencial y nos encontramos con el más desolado vacío.
Vacío sistémico, vacío de valores, vacío de sentido; eso que suele conducir a lo que desde Jacobi se llama nihilismo. O hay sistema o sólo nos podemos hospedar en sus grietas; en ellas se aloja el comienzo de la catástrofe o el germen de una profunda transformación. Eso son las crisis en la vida personal y colectiva. Son cambios -que hacen época- en la economía del sentido.
Hay crisis de época que se sienten y resienten como tales. La señal es ésta: se ignora por completo el fundamento-abismo del que deriva. Éste aparece como mysterium tremendum por razón de esa supina ignorancia. Si lo que llamamos Dios fuese tan sólo eso, deberíamos salir a la calle y arrojarnos al suelo en señal de adoración: estaríamos hoy, ahora, ante una manifestación del viejo Dios de la Ira o del Señor de las Tormentas.
La humanidad ha sido capaz de tener alguna previsión sobre ese Dios. En cambio no hay luz que nos haga comprensible la crisis de época que vivimos. Su carácter principal es la imposibilidad de trazar nexos entre antecedentes y consecuentes. El lugar de las previsiones lo ocupa la más conspicua oscuridad. Si se trata de un túnel, no hay indicio luminoso del escenario que se espera a la salida, si hay salida.
Las épocas se reconocen a posteriori. Barroco era un término de joyeros que significaba perla defectuosa, deforme. Poco a poco se extendió el uso del término al mundo del arte y, finalmente, significó una época. ¿Qué era nos aguarda? Está claro que la transformación es radical y altera valores, formas de vida, modos de ser y de existir.
Estamos pasando página a una época del mundo. Lo que llamábamos genéricamente postmodernismo ha sufrido de pronto un extraño colapso de prematuro envejecimiento. Hoy leer a Baudrillard resulta insufrible. Sostuvieron los postmodernos que el nihilismo nos invadía. Pero le daban un sesgo afirmativo que ahora nos parece una completa irresponsabilidad.
Hay circunstancias personales que son siempre, objetivamente, mutaciones críticas, de crisis: Crisis de pubertad, por ejemplo; iniciación a la vida fértil. En las sociedades tradicionales las crisis se acoplaban a las edades de la vida y eran siempre ritualizadas mediante un ceremonial detallado. En el mundo moderno subsisten vestigios ceremoniales, pero no poseen ya la fuerza que tuvieron en otros tiempos.
El nacimiento es el paradigma mismo de una crisis traumática, como estudió Otto Rank. Puede ser saludado con alborozo o iniciarse con el estigma de un rechazo. La agonía, la muerte, tienen carácter de crisis extrema. ¿Crisis respecto a la incertidumbre de una vida futura? ¿Crisis en referencia a la Nada que al decir de muchos nos aguarda? ¿O al horror de una agonía que exige y merece todos los paliativos, incluidos los más extremos?
En las actuales discusiones sobre Dios, sobre las actitudes al respecto, creyentes, agnósticas, ateas, materialistas, no se debate ese eslabón que une la cuestión de Dios y la cuestión relativa a la vida tras la muerte. Kant advirtió con claridad en sus críticas el vínculo indisociable entre la Idea-límite (Grenzidee) de Inmortalidad y la de Dios.
En referencia a esa crisis final que es la muerte se libra un doble debate agónico: ¿Puede apostarse por una vida futura? ¿Es posible apostar también, en la misma jugada pascaliana, por un Dios que no tiene por qué ser ya nunca más la abstracción de las teologías de siempre, sino más bien el que intuyen algunas palabras vivas, o escrituras iluminadas, tanto en oriente como en occidente?
Palabras místicas de todas las religiones, sin acepción de iglesia o credo. Palabras vibrantes que valen más que todos los teologemas existentes, y que sus contextos confesionales.
En un lejano texto, de finales de los años setenta, Tratado de la pasión, hablé de «un Dios que padece y sufre». Un Dios que crea -y se recrea- porque previamente padece: el Dios Pasión. Un Dios cuya vida amorosa se prueba en su capacidad de aunar padecimiento y vida gozosa. Y que irradia esa naturaleza en aquel ser creado «a nuestra imagen y semejanza». La humana conditio sería un reflejo viviente de la vida divina.
¿Un Dios vivo, capaz de transformaciones vitales, o de sus propias y específicas metamorfosis? ¿Un Dios que proyecta su propia complejidad crítica (personal, trinitaria) sobre nuestras vidas, o sobre la historia del mundo?
Posteriormente he hablado de ese Dios con una expresión que me es muy grata: «Dios del límite». Límite en sentido «fractal»: irregularidad inherente a lo que límite describe: orilla, costa, frontera entre países, cuenca fluvial, orografía terrestre. Eso implica turbulencia. Pero allí puede descubrirse también sentido: un inventario de formas capaces de hallar regla en la misma irregularidad.
Formulé la idea de límite en los años ochenta, con plena independencia contemporánea con la consolidación de esa concepción fractal de la naturaleza formulada por Benoît Mandelbrot.
Usé esta inspiración limítrofe para entender nuestra humana conditio. «Somos los límites del mundo». «Nuestra condición es fronteriza». Fuimos creados, según testimonio genesíaco, «a imagen y semejanza nuestra» (en plural).
Se trata de un Dios que encierra dentro de sí su propia irregularidad: no es uno y único: es plural. Es un Dios Viviente. Fue un impresionante hallazgo la formulación trinitaria.
No basta con elevar a infinita potencia unos cuantos atributos positivos. Ni entender el límite como asíntota del cálculo infinitesimal. Si en algo ha cambiado nuestra comprensión del mundo es en esto. Lo regular en lo irregular tiene en la modernidad el rango que para el tomismo tuvieron los trascendentales.
Quizás a escala divina -para nosotros incomprensible- ese límite -regular/irregular- es suma virtud, fuerza y potencia. Podría decirse que Dios se pone a prueba, y nos pone a prueba, en su capacidad vital nunca reglamentada en términos convencionales. Y que halla en la máxima afirmación de vida y complejidad que puede imaginarse y pensarse su mejor credencial.
Ese höchste Wert -«valor máximo»- es el amor, siempre por encima de reglas y legislaciones. El amor es mucho, muchísimo más que perfección en sentido convencional, años luz de las atributos medievales del ens, bonum, res, pulchrum, verum. El amor jamás está a salvo de irregularidades y turbulencias. Ni en nosotros ni, posiblemente, en Dios mismo (y en su compleja estructura «personal»).
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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