Por Guillem López-Casasnovas, catedrático de Economia de la UPF (EL PERIÓDICO, 23/03/09):
Es discutible que el debate de la crisis deba centrarse con tanta intensidad como se hace hoy en día en el mercado de trabajo. Su flexibilización, los cambios en la regulación, los ajustes en los convenios, las prácticas de revisarlos y las cláusulas de indexación salarial están en la picota. Pero, en realidad, lo que hace buena una economía es la productividad y no la presión ejercida sobre los salarios. Y la productividad se basa en los costes unitarios, es decir los costes por unidad producida (de output), no solo de los elementos necesarios para hacerla (inputs). En este sentido, es de sobras conocido que la evolución de los costes y del output no solo depende de lo que ocurra con los salarios.
Para la competitividad, el coste laboral es, sin duda, importante, pero también lo son la retribución del capital, los márgenes de intermediación, los costes financieros y del resto de consumo, y la fiscalidad. Si hoy tenemos un modelo con una productividad tan pobre, seguro que no es atribuible exclusivamente a los trabajadores. Me pregunto qué se ha hecho de las plusvalías tan exageradas que han tenido las rentas del capital durante casi dos décadas. ¿Quizá se han reinvertido para hacer posibles cambios en la estructura productiva y en la renovación necesaria de los equipamientos que apuntalaron mejor la economía?
LAS RENTAS que han surgido del esfuerzo productivo, ¿a qué se han dedicado? ¿No tienen algunos empresarios parte también de responsabilidad? Si el rendimiento del capital tuviera que subir al ritmo de la productividad financiera, ¿cuál debería ser el tipo de interés hoy vigente? ¿Guardaron proporción los dividendos y los márgenes con los incrementos de los costes salariales unitarios? ¿Cuándo veremos a un empresario de banca que se comprometa a trabajar por un euro y participación futura de beneficios, si los hay? ¿Es aceptable continuar inyectando liquidez a las entidades financieras sin garantizar el crédito a las empresas? ¿Es coherente pedir, desde la protección que ofrece la función pública, el libre despido? ¿Es legítimo pedir esfuerzos adicionales a los trabajadores cuando el Estado no acaba de ejercer el suficiente control fiscal sobre los que guardan fuera del país (en paraísos fiscales) el capital que aquí amasaron?
Para que las propuestas de política económica sean efectivas deben fundamentarse en un discurso creíble. Las confusiones son, en este sentido, varias. Que se destruyan puestos de trabajo quizá sea necesario, y cuanto más pronto, mejor. A menudo, lo que se entiende en Europa por rigidez del mercado de trabajo es lo contrario: la resistencia a ir al paro, retrasar los ajustes de plantillas. Esta es, además, la actuación más practicada ante una crisis de oferta, cuando sobra producción, tal como hemos tenido en el sector de la construcción en nuestro país. Intentar ralentizar el desempleo en este u otro sector puede ser tan difícil como inútil. Si el argumento de la ayuda pública es no perder empleo, el subsidio será injusto (premiará a los peores), ineficiente (porque no es selectivo) y de un coste prohibitivo (alguien tendrá que pagar tarde o temprano). Pan para hoy, hambre para mañana.
Parece lógico, por lo tanto, que quien pide ayudas tenga que ofrecer algo más que salvar el empleo a corto plazo: un programa de reestructuración viable, mayor eficiencia energética, compromisos de reinversión futura, etcétera. Además, en una crisis también de demanda (consumo) como la actual, no debería preocupar tanto el nivel de paro en sí mismo, sino de dónde procede. Si las indemnizaciones son demasiado elevadas, puede provocar que una reconversión, que por otra parte busca hacer viable la empresa, termine en concurso de acreedores, con el cierre irreversible de la empresa. Para evitar esto sí deberán dedicarse todos los esfuerzos necesarios. Si este no es el caso, probablemente, no.
Es cierto que todos estos procesos de destrucción de empleo afectarán a la demanda. Pero fomentar el consumo puede hacerse más razonablemente desde los subsidios de desempleo (ampliándolo, si cabe) que manteniendo salarios en empresas que no tienen futuro. Si lo que queremos es mantener el consumo, valdrá la pena subsidiar a parados y no erosionar excesivamente el poder adquisitivo de los trabajadores. En este sentido, es muy discutible que, si hasta hace poco se proponía que los aumentos de sueldos no tuvieran en cuenta las variaciones de los precios energéticos (es decir, que solo se computara la inflación subyacente), no se haga ahora, cuando, si se detraen las variaciones del precio del petróleo en la inflación, aún estamos con un IPC positivo.
POR OTRO lado, la garantía de una cláusula de revisión salarial a finales de año tampoco debería dar miedo. Otra cosa es que, en las actuales circunstancias, estas salvaguardas deba soportarlas exclusivamente la empresa. Hay que evitar que, por una circunstancia como esta, la reconversión de una empresa viable termine en cierre, lo que supondría la pérdida definitiva de una parte del mercado, es decir, la capacidad de la empresa (know how) para estar presente en él y, acto seguido, el deterioro del capital humano del trabajador y social del país.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Es discutible que el debate de la crisis deba centrarse con tanta intensidad como se hace hoy en día en el mercado de trabajo. Su flexibilización, los cambios en la regulación, los ajustes en los convenios, las prácticas de revisarlos y las cláusulas de indexación salarial están en la picota. Pero, en realidad, lo que hace buena una economía es la productividad y no la presión ejercida sobre los salarios. Y la productividad se basa en los costes unitarios, es decir los costes por unidad producida (de output), no solo de los elementos necesarios para hacerla (inputs). En este sentido, es de sobras conocido que la evolución de los costes y del output no solo depende de lo que ocurra con los salarios.
Para la competitividad, el coste laboral es, sin duda, importante, pero también lo son la retribución del capital, los márgenes de intermediación, los costes financieros y del resto de consumo, y la fiscalidad. Si hoy tenemos un modelo con una productividad tan pobre, seguro que no es atribuible exclusivamente a los trabajadores. Me pregunto qué se ha hecho de las plusvalías tan exageradas que han tenido las rentas del capital durante casi dos décadas. ¿Quizá se han reinvertido para hacer posibles cambios en la estructura productiva y en la renovación necesaria de los equipamientos que apuntalaron mejor la economía?
LAS RENTAS que han surgido del esfuerzo productivo, ¿a qué se han dedicado? ¿No tienen algunos empresarios parte también de responsabilidad? Si el rendimiento del capital tuviera que subir al ritmo de la productividad financiera, ¿cuál debería ser el tipo de interés hoy vigente? ¿Guardaron proporción los dividendos y los márgenes con los incrementos de los costes salariales unitarios? ¿Cuándo veremos a un empresario de banca que se comprometa a trabajar por un euro y participación futura de beneficios, si los hay? ¿Es aceptable continuar inyectando liquidez a las entidades financieras sin garantizar el crédito a las empresas? ¿Es coherente pedir, desde la protección que ofrece la función pública, el libre despido? ¿Es legítimo pedir esfuerzos adicionales a los trabajadores cuando el Estado no acaba de ejercer el suficiente control fiscal sobre los que guardan fuera del país (en paraísos fiscales) el capital que aquí amasaron?
Para que las propuestas de política económica sean efectivas deben fundamentarse en un discurso creíble. Las confusiones son, en este sentido, varias. Que se destruyan puestos de trabajo quizá sea necesario, y cuanto más pronto, mejor. A menudo, lo que se entiende en Europa por rigidez del mercado de trabajo es lo contrario: la resistencia a ir al paro, retrasar los ajustes de plantillas. Esta es, además, la actuación más practicada ante una crisis de oferta, cuando sobra producción, tal como hemos tenido en el sector de la construcción en nuestro país. Intentar ralentizar el desempleo en este u otro sector puede ser tan difícil como inútil. Si el argumento de la ayuda pública es no perder empleo, el subsidio será injusto (premiará a los peores), ineficiente (porque no es selectivo) y de un coste prohibitivo (alguien tendrá que pagar tarde o temprano). Pan para hoy, hambre para mañana.
Parece lógico, por lo tanto, que quien pide ayudas tenga que ofrecer algo más que salvar el empleo a corto plazo: un programa de reestructuración viable, mayor eficiencia energética, compromisos de reinversión futura, etcétera. Además, en una crisis también de demanda (consumo) como la actual, no debería preocupar tanto el nivel de paro en sí mismo, sino de dónde procede. Si las indemnizaciones son demasiado elevadas, puede provocar que una reconversión, que por otra parte busca hacer viable la empresa, termine en concurso de acreedores, con el cierre irreversible de la empresa. Para evitar esto sí deberán dedicarse todos los esfuerzos necesarios. Si este no es el caso, probablemente, no.
Es cierto que todos estos procesos de destrucción de empleo afectarán a la demanda. Pero fomentar el consumo puede hacerse más razonablemente desde los subsidios de desempleo (ampliándolo, si cabe) que manteniendo salarios en empresas que no tienen futuro. Si lo que queremos es mantener el consumo, valdrá la pena subsidiar a parados y no erosionar excesivamente el poder adquisitivo de los trabajadores. En este sentido, es muy discutible que, si hasta hace poco se proponía que los aumentos de sueldos no tuvieran en cuenta las variaciones de los precios energéticos (es decir, que solo se computara la inflación subyacente), no se haga ahora, cuando, si se detraen las variaciones del precio del petróleo en la inflación, aún estamos con un IPC positivo.
POR OTRO lado, la garantía de una cláusula de revisión salarial a finales de año tampoco debería dar miedo. Otra cosa es que, en las actuales circunstancias, estas salvaguardas deba soportarlas exclusivamente la empresa. Hay que evitar que, por una circunstancia como esta, la reconversión de una empresa viable termine en cierre, lo que supondría la pérdida definitiva de una parte del mercado, es decir, la capacidad de la empresa (know how) para estar presente en él y, acto seguido, el deterioro del capital humano del trabajador y social del país.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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