Por Vicente Carrion Arregui, profesor de Filosofía (EL CORREO DIGITAL, 28/03/09):
No se alarmen. No quiero hablarles de aquel chaval que empezó a fumar porros y acabó atracando farmacias, ‘yonqui’ perdido, sino de esta jovencita que ha pasado de ser una estudiante ejemplar a no poder terminar la ESO, reactiva a toda recomendación familiar que no sea complacer sus antojos. No ignoro que una cosa puede llevar a la otra pero es tan evidente que no por fumar porros se convierte uno en marginado social, delincuente, maltratador o abusador sexual -por probable que sea la asociación de todas estas conductas con las drogas- que más que incidir en el incierto futuro del joven porrero me interesa abundar en el vertiginoso presente de quienes se inician tan a la ligera en prácticas de alto riesgo. Hablamos de cerca del 40% de los dos millones y medio de jóvenes entre 14 y 18 años, de los cuales ’sólo’ el 10% corren riesgo de convertirse en adictos de por vida, según el último Informe del Plan nacional sobre Drogas. Es a ese 90% restante al que quiero referirme para advertirles del daño innecesario que se hacen a sí mismos y a sus familiares creyendo que el cánnabis ensancha sus horizontes vitales cuando en realidad los limita.
No se alarmen. No quiero hablarles de aquel chaval que empezó a fumar porros y acabó atracando farmacias, ‘yonqui’ perdido, sino de esta jovencita que ha pasado de ser una estudiante ejemplar a no poder terminar la ESO, reactiva a toda recomendación familiar que no sea complacer sus antojos. No ignoro que una cosa puede llevar a la otra pero es tan evidente que no por fumar porros se convierte uno en marginado social, delincuente, maltratador o abusador sexual -por probable que sea la asociación de todas estas conductas con las drogas- que más que incidir en el incierto futuro del joven porrero me interesa abundar en el vertiginoso presente de quienes se inician tan a la ligera en prácticas de alto riesgo. Hablamos de cerca del 40% de los dos millones y medio de jóvenes entre 14 y 18 años, de los cuales ’sólo’ el 10% corren riesgo de convertirse en adictos de por vida, según el último Informe del Plan nacional sobre Drogas. Es a ese 90% restante al que quiero referirme para advertirles del daño innecesario que se hacen a sí mismos y a sus familiares creyendo que el cánnabis ensancha sus horizontes vitales cuando en realidad los limita.
La idea de que las drogas expanden la conciencia y pueden favorecer el autoconocimiento, la creatividad y la comunicación tuvo sus valedores en la cultura hippie pero no ha resistido ni las evidencias de los estudios médicos (con la excepción de sus propiedades paliativas de determinados dolores) ni, sobre todo, las del deterioro vital de sus paladines, machacados en cuerpo y alma al cabo de los años por las sustancias que iban a liberarles. Es obvio que las drogas deparan momentos memorables -y en ello radica su peligrosidad: en lo mal que puede uno sentirse cuando se pasa su efecto-, por lo que puede ser muy placentero su consumo ocasional. Pero de ahí a defender su conveniencia hay mucho trecho. En todo caso, lo que decidan hacer los adultos con su existencia es cuestión de cada cual. Convivir con los porros no me parece tan diferente a convivir con el alcohol, el tabaco o los psicofármacos, sólo que no veo ventaja alguna en hacer apología de tales limitaciones personales de la libertad, sobre todo cuando se proyecta sobre los jóvenes una falsa idea sobre los paraísos artificiales contenidos, en este caso, en el cánnabis. El derecho a desconectar de las complicaciones vitales por medio de estupefacientes legales o ilegales que podamos concedernos como adultos no es extensible a los menores de edad porque las drogas pueden provocar daños estructurales en sus circuitos cerebrales y en sus personalidades incipientes.
Ahora bien, no por ser conscientes de los perjuicios de su consumo hemos de negar el manifiesto placer que provocan. Si así lo hiciéramos daríamos argumentos a sus defensores por ignorar lo que todo adicto considera principal: la inmediatez de su disfrute. En mi opinión, una sólida prevención antidroga ha de reconocer en ellas el poderío de hacer intolerable la vida en su ausencia porque todo parece absurdo cuando llega el bajón. Pues es la intensidad del bajón lo que provoca esa permanente ansiedad por reproducir la experiencia añorada al precio que sea: económico, laboral o desatendiendo los compromisos o traicionando las confianzas que haga falta. Pasa con las drogas más duras, sí, pero con los porros también.
Una de las características principales de un buen porro es el sentimiento de bienestar que provoca. Sea por la intensidad perceptiva que realza la belleza del paisaje o la plenitud del momento presente, suscitando sentimientos de paz y armonía con el entorno, sea por la fluidez con que se desinhiben las emociones y ocurrencias, posibilitando experiencias de comunicación interpersonal de gran impacto, como si quedara al alcance de la mano la intimidad propia y ajena. No es de extrañar así que se haya incrementado tanto su consumo entre los jóvenes (se ha cuadruplicado desde 1994), tan atentos a tejer lazos amistosos libremente elegidos, tan urgidos por salir del cascarón familiar, tan inseguros a la hora de ensayar sus primeros escarceos sexuales. Lamento quitarle lírica a esos momentos del sábado noche en que el tiempo se detiene mientras alguien lía un canuto, preludio fijo de risas y franquezas, pero no puedo sino afirmar que la felicidad que esas caladas procuran es sólo aparentemente inocua pues, en realidad, el gusto por reproducir esos momentos a posteriori, liando ya tus propios porros, puede ser extraordinariamente dañino para los estudios y para la vida familiar.
Es muy difícil resistirse a un fogonazo de placer inducido por algo tan sencillo como unas cuantas inspiraciones. ¿Qué tiene de malo sentirse bien?, se dicen la mayoría de los chavales que lo experimentan. Que cuando se pasa el efecto en vez de sentirte ‘normal’ te vas a sentir ‘mal’, contesto, con lo que empezarás a organizar tus días, tu economía y tus rutinas en función de repetir las experiencias placenteras, primero el próximo fin de semana, luego entre semana, luego a diario después de clase, luego en los recreos, luego haciendo piras, luego decidiendo que es una tontería estudiar, trabajar u obedecer cuando se tiene tan claro dónde y con quiénes está la fuente del placer.
Afortunadamente no siempre el consumo de porros provoca el fracaso escolar, pero creo que sí se produce siempre una peligrosa distorsión en la identidad personal, en la imagen que uno tiene de sí mismo. El placer de fumar un porro supone una inflación egoica que suscita calma, aparente lucidez, aceptación personal y sentimientos de omnipotencia. En edades adolescentes, ya de por sí máximas en egocentrismo, la idea que el porrero se hace de sí mismo es tan estupenda que le hace sospechar de la estupidez del sistema educativo y de todo lo que suene a esfuerzo, responsabilidad y ejercicio de la voluntad. Pasados sus efectos, queda la ansiedad, la desgana, el sentimiento de ser muy poca cosa, el desajuste entre las ideaciones y la capacidad para materializarlas, en fin, que los porros tensan extraordinariamente el abanico de estados interiores y por eso son proclives a desencadenar psicosis, trastornos bipolares, ‘borderlines’ y demás. Pero sin llegar a la patología psíquica, algo siempre se quiebra entre el consumidor de porros y su entorno educativo y familiar. Hay un secreto que nadie sino él conoce: «no hay mejor momento en la vida que el de fumarse un porro», y hay que desarrollar toda una cadena de autojustificaciones, mentiras, ocultaciones, broncas y engaños para encontrar esos momentos de aparente encuentro con el bienestar ‘auténtico’. El joven porrero necesita crear una nueva frontera hacia sus familiares y educadores porque ha puesto bajo sospecha los códigos educativos en los que se había criado. El natural proceso de rebeldía generacional en aras de su afirmación personal se distorsiona completamente por influjo del cannabis. Toda la lógica del esfuerzo, la autosuperación, la atención a las necesidades ajenas, el disfrute de las rutinas domésticas y de los placeres sencillos se viene abajo ante el arrebato explosivo del colocón. La comprensión ‘auténtica’ de sus colegas desbanca de pronto el laborioso influjo de padres y educadores porque le dicen a nuestro aprendiz de adicto lo que quiere oír: que no pasa nada, que los porros no enganchan, que los puede dejar cuando quiera.
Y no es verdad. Claro que el cánnabis no genera una adicción física tan intensa como otras drogas pero su influjo psicológico en el desarrollo adolescente puede ser muy intenso. Y no tanto por sus efectos más obvios en la memoria, en la concentración mental, en la somnolencia o en los altibajos emocionales, sino porque altera completamente la relación del joven con su propia fuerza de voluntad, auténtico motor de su realización futura, y también porque le confunde extraordinariamente en el ámbito afectivo: pasan a ser queridos quienes posibilitan sus amoríos con los porros y se convierten en enemigos todos los que rechazamos que pueda derivarse otro beneficio de sus juegos peligrosos que el de darse cuenta por sí mismo de qué peligroso era el juego del que ha escapado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Ahora bien, no por ser conscientes de los perjuicios de su consumo hemos de negar el manifiesto placer que provocan. Si así lo hiciéramos daríamos argumentos a sus defensores por ignorar lo que todo adicto considera principal: la inmediatez de su disfrute. En mi opinión, una sólida prevención antidroga ha de reconocer en ellas el poderío de hacer intolerable la vida en su ausencia porque todo parece absurdo cuando llega el bajón. Pues es la intensidad del bajón lo que provoca esa permanente ansiedad por reproducir la experiencia añorada al precio que sea: económico, laboral o desatendiendo los compromisos o traicionando las confianzas que haga falta. Pasa con las drogas más duras, sí, pero con los porros también.
Una de las características principales de un buen porro es el sentimiento de bienestar que provoca. Sea por la intensidad perceptiva que realza la belleza del paisaje o la plenitud del momento presente, suscitando sentimientos de paz y armonía con el entorno, sea por la fluidez con que se desinhiben las emociones y ocurrencias, posibilitando experiencias de comunicación interpersonal de gran impacto, como si quedara al alcance de la mano la intimidad propia y ajena. No es de extrañar así que se haya incrementado tanto su consumo entre los jóvenes (se ha cuadruplicado desde 1994), tan atentos a tejer lazos amistosos libremente elegidos, tan urgidos por salir del cascarón familiar, tan inseguros a la hora de ensayar sus primeros escarceos sexuales. Lamento quitarle lírica a esos momentos del sábado noche en que el tiempo se detiene mientras alguien lía un canuto, preludio fijo de risas y franquezas, pero no puedo sino afirmar que la felicidad que esas caladas procuran es sólo aparentemente inocua pues, en realidad, el gusto por reproducir esos momentos a posteriori, liando ya tus propios porros, puede ser extraordinariamente dañino para los estudios y para la vida familiar.
Es muy difícil resistirse a un fogonazo de placer inducido por algo tan sencillo como unas cuantas inspiraciones. ¿Qué tiene de malo sentirse bien?, se dicen la mayoría de los chavales que lo experimentan. Que cuando se pasa el efecto en vez de sentirte ‘normal’ te vas a sentir ‘mal’, contesto, con lo que empezarás a organizar tus días, tu economía y tus rutinas en función de repetir las experiencias placenteras, primero el próximo fin de semana, luego entre semana, luego a diario después de clase, luego en los recreos, luego haciendo piras, luego decidiendo que es una tontería estudiar, trabajar u obedecer cuando se tiene tan claro dónde y con quiénes está la fuente del placer.
Afortunadamente no siempre el consumo de porros provoca el fracaso escolar, pero creo que sí se produce siempre una peligrosa distorsión en la identidad personal, en la imagen que uno tiene de sí mismo. El placer de fumar un porro supone una inflación egoica que suscita calma, aparente lucidez, aceptación personal y sentimientos de omnipotencia. En edades adolescentes, ya de por sí máximas en egocentrismo, la idea que el porrero se hace de sí mismo es tan estupenda que le hace sospechar de la estupidez del sistema educativo y de todo lo que suene a esfuerzo, responsabilidad y ejercicio de la voluntad. Pasados sus efectos, queda la ansiedad, la desgana, el sentimiento de ser muy poca cosa, el desajuste entre las ideaciones y la capacidad para materializarlas, en fin, que los porros tensan extraordinariamente el abanico de estados interiores y por eso son proclives a desencadenar psicosis, trastornos bipolares, ‘borderlines’ y demás. Pero sin llegar a la patología psíquica, algo siempre se quiebra entre el consumidor de porros y su entorno educativo y familiar. Hay un secreto que nadie sino él conoce: «no hay mejor momento en la vida que el de fumarse un porro», y hay que desarrollar toda una cadena de autojustificaciones, mentiras, ocultaciones, broncas y engaños para encontrar esos momentos de aparente encuentro con el bienestar ‘auténtico’. El joven porrero necesita crear una nueva frontera hacia sus familiares y educadores porque ha puesto bajo sospecha los códigos educativos en los que se había criado. El natural proceso de rebeldía generacional en aras de su afirmación personal se distorsiona completamente por influjo del cannabis. Toda la lógica del esfuerzo, la autosuperación, la atención a las necesidades ajenas, el disfrute de las rutinas domésticas y de los placeres sencillos se viene abajo ante el arrebato explosivo del colocón. La comprensión ‘auténtica’ de sus colegas desbanca de pronto el laborioso influjo de padres y educadores porque le dicen a nuestro aprendiz de adicto lo que quiere oír: que no pasa nada, que los porros no enganchan, que los puede dejar cuando quiera.
Y no es verdad. Claro que el cánnabis no genera una adicción física tan intensa como otras drogas pero su influjo psicológico en el desarrollo adolescente puede ser muy intenso. Y no tanto por sus efectos más obvios en la memoria, en la concentración mental, en la somnolencia o en los altibajos emocionales, sino porque altera completamente la relación del joven con su propia fuerza de voluntad, auténtico motor de su realización futura, y también porque le confunde extraordinariamente en el ámbito afectivo: pasan a ser queridos quienes posibilitan sus amoríos con los porros y se convierten en enemigos todos los que rechazamos que pueda derivarse otro beneficio de sus juegos peligrosos que el de darse cuenta por sí mismo de qué peligroso era el juego del que ha escapado.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
1 comentario:
No estoy de acuerdo, viva los porros.
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