Por Jorge Edwards (EL PAÍS, 30/03/09):
La elección y la posterior instalación en el cargo de presidente del Senado de Chile de Jovino Novoa pasó, por fin, sin pena, sin incidentes mayores y sin demasiada gloria. Mejor así. Algunos parlamentarios del oficialismo intentaron desplegar banderitas, otros se retiraron antes, pero algunos, en calidad de honrosas excepciones, se acercaron a darle la mano al presidente recién elegido. Eran representantes de antiguas costumbres políticas, de viejos hábitos republicanos. Cualquier persona que haya tomado una taza de té en el Senado de nuestra prehistoria, como es mi caso, sabe de qué está hablando cuando se refiere a nuestras remotas costumbres civilizadas. Si las personas que colaboraron con el régimen militar estuvieran impedidas de participar en cargos actuales, tendríamos una situación enteramente anómala: una sociedad dividida en ciudadanos de primera clase y en otros de segunda. Ninguna transición democrática, seguida de un proceso auténtico de reconciliación, se puede hacer en esta forma.
Si usted está condenado por la justicia, no puede optar a cargos públicos, cualquiera que sea su afiliación política, pero si fue elegido senador en forma legítima y después escogido por sus pares para presidir la institución, no tiene sentido protestar y rasgarse las vestiduras.
El cargo de presidente del Senado, claro está, es altamente simbólico, tiene ilustres predecesores y un alto rango protocolar. Pero el hecho de que lo haya alcanzado por breve tiempo un ex funcionario de la dictadura no me parece tan grave. Es un indicio de la normalización de la vida política chilena, de su no demasiado gloriosa velocidad de crucero.
Todo lo anterior no significa que hubiera votado por Novoa en caso de ser miembro del Senado. No me gustan las fotografías del desaparecido brigadier general con sus jóvenes colaboradores: sus colores sepia, sus rayas de los pantalones tan bien marcadas, sus expresiones de beatitud sumisa. A pesar de mi estimación personal por Jovino, habría votado por alguna cara nueva, diferente, no contaminada por aquella atmósfera mediocre, confusamente cuartelaria. En resumen, no me escandalizo por lo sucedido, no despliego banderas, pienso que el debate político del país debe continuar en sus cauces normales, pero, si hubiera dependido de mí, y esto, incluso, por razones simbólicas y estéticas, habría preferido una elección diferente, más orientada al futuro, menos conectada con algunas de las sombras del pasado.
No sé si esta cuestión se le pasó por la cabeza a alguno de los electores. Si tuvo un segundo de duda, digamos, en el momento de pronunciar su voto en voz alta. Pero la elección fue normal, la calidad de senador de Jovino es legítima, y tenemos que guardar un poco de compostura cívica. Alguien, a propósito de todo esto, mencionó el caso de Manuel Fraga en España. Nos quiso decir que Fraga, ex ministro de Francisco Franco, no habría podido ser elegido en su país, en estos tiempos de democracia, a un cargo de tan alta significación.
Pues bien, el ejemplo no me convence en absoluto. Manuel Fraga, hasta hace muy poco, era nada menos que presidente de una de las autonomías regionales más importantes, la de Galicia. Tenía más poder efectivo que el que adquiere ahora Jovino con su campanilla y con su mazo para abrir y cerrar las sesiones. Lo que importa de verdad es otra cosa. Lo que importa es que Manuel Fraga, ex colaborador destacado de la dictadura franquista, respetó las reglas de la democracia que se instaló en su tierra después de la muerte de Franco. Lo serio consiste en aceptar esta conversión, en seguir una política de asimilación y de integración, no una de exclusión y de menosprecio.
Tener un sentimiento de superioridad moral porque formamos parte de tal bando y no de tal otro me parece un enfoque más bien simplista de la vida política. El problema central de las revoluciones del siglo XX fue una paradoja cruel, inexorable, muy bien analizada desde los más diversos ángulos, y, sobre todo, desde el ángulo interno, doloroso, de la disidencia. Muchas políticas aplicadas en nombre del progreso, de la igualdad, de la justicia, pero llevadas a la práctica en forma ideologizada, irreflexiva, fanatizada, produjeron, de hecho, terribles retrocesos sociales, culturales, humanos. La colectivización forzada de la tierra, por ejemplo, en los años más cruentos del estalinismo, llevó a formas indescriptibles de barbarie, a hambrunas donde se practicó una antropofagia masiva. Esto no son invenciones, no son productos de la propaganda. La apertura de los archivos de la KGB y del Kremlin de los años de Stalin revelan cada día datos mayores, más escalofriantes. Nuestro Pablo Neruda escribió sus tristemente famosas Odas a Stalin en marzo y abril de 1953, poco después de conocer la muerte del Padre de los Pueblos, en años de Guerra Fría encarnizada, mal comunicada, desorientadora. En octubre de 1970, en vísperas de la concesión del Premio Nobel de Literatura, fue entrevistado en la Embajada en París, para la revista L’Express, por el gran periodista Édouard Bailby. Estuve presente en la sala del segundo piso de la Embajada donde tuvo lugar la conversación; puedo dar mi testimonio personal. Por lo demás, es fácil encontrar el texto en los archivos de aquellos meses. Bailby preguntó con insistencia, con conocimientos precisos, sobre los crímenes de Stalin y sobre la actitud del poeta militante a ese respecto. En un momento determinado, el poeta y embajador respondió: “Je me suis trompé” (”Me he equivocado”). En el dichoso, democratizado Chile de ahora, nadie sería capaz de contestar como Neruda: ni en el PC, ni en la UDI, ni en el PS, ni en el Juntos Podemos o en el Libres Marchamos, en francés, inglés, castellano o cualquier idioma, “je me suis trompé”. Nadie se equivoca ni se ha equivocado nunca. Los equivocados siempre son los otros, los de la trinchera opuesta. Estamos rodeados de inquisidores severos, catones criollos, que nunca demostraron ni siquiera un comienzo de inquietud frente a los atropellos a los derechos humanos que se producían en los sectores de sus simpatías, en la Cuba de los Castro, por ejemplo, o en los muy recientes socialismos reales de la mitad del mundo. El clima de acusación, de recriminación, que se empezó a crear en estos días a propósito de la renovación de la presidencia del Senado me pareció penoso, y ahora me alegro de que haya sido una nube pasajera, una tempestad en un vaso de agua.
A veces me dicen, o me tratan de decir: y usted, ¿qué se mete? Me limito a sonreír, y a veces me encojo de hombros. Fui diplomático de carrera, y después de pelearme con Fidel Castro, no me habría costado mucho ser embajador del pinochetismo. Pero nunca soñé con aceptar esa alternativa. Escribí en Le Monde que después del golpe de 1973 la democracia desaparecería de la vida chilena durante largos años. A los pocos días recibí un decreto supremo que declaraba que no pertenecía al servicio exterior chileno. Nadie me expulsaba, pero se constataba que “no pertenecía”.
En la práctica, quedé exiliado de Chile y, a consecuencia de mi testimonio sobre Cuba, exiliado del grueso del exilio chileno. Fue, aunque no lo crean ustedes, una situación estupenda, porque me quedé solo, pero bien acompañado, y encontré un refugio perfecto en el mundo de la edición catalana. Ahora, entre muchos otros planes, tengo el de contar esta historia. Ya ven los lectores, y ya pueden tomar nota los criticones agazapados: me sobra tema, ¡tengo cuerda para un buen rato!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La elección y la posterior instalación en el cargo de presidente del Senado de Chile de Jovino Novoa pasó, por fin, sin pena, sin incidentes mayores y sin demasiada gloria. Mejor así. Algunos parlamentarios del oficialismo intentaron desplegar banderitas, otros se retiraron antes, pero algunos, en calidad de honrosas excepciones, se acercaron a darle la mano al presidente recién elegido. Eran representantes de antiguas costumbres políticas, de viejos hábitos republicanos. Cualquier persona que haya tomado una taza de té en el Senado de nuestra prehistoria, como es mi caso, sabe de qué está hablando cuando se refiere a nuestras remotas costumbres civilizadas. Si las personas que colaboraron con el régimen militar estuvieran impedidas de participar en cargos actuales, tendríamos una situación enteramente anómala: una sociedad dividida en ciudadanos de primera clase y en otros de segunda. Ninguna transición democrática, seguida de un proceso auténtico de reconciliación, se puede hacer en esta forma.
Si usted está condenado por la justicia, no puede optar a cargos públicos, cualquiera que sea su afiliación política, pero si fue elegido senador en forma legítima y después escogido por sus pares para presidir la institución, no tiene sentido protestar y rasgarse las vestiduras.
El cargo de presidente del Senado, claro está, es altamente simbólico, tiene ilustres predecesores y un alto rango protocolar. Pero el hecho de que lo haya alcanzado por breve tiempo un ex funcionario de la dictadura no me parece tan grave. Es un indicio de la normalización de la vida política chilena, de su no demasiado gloriosa velocidad de crucero.
Todo lo anterior no significa que hubiera votado por Novoa en caso de ser miembro del Senado. No me gustan las fotografías del desaparecido brigadier general con sus jóvenes colaboradores: sus colores sepia, sus rayas de los pantalones tan bien marcadas, sus expresiones de beatitud sumisa. A pesar de mi estimación personal por Jovino, habría votado por alguna cara nueva, diferente, no contaminada por aquella atmósfera mediocre, confusamente cuartelaria. En resumen, no me escandalizo por lo sucedido, no despliego banderas, pienso que el debate político del país debe continuar en sus cauces normales, pero, si hubiera dependido de mí, y esto, incluso, por razones simbólicas y estéticas, habría preferido una elección diferente, más orientada al futuro, menos conectada con algunas de las sombras del pasado.
No sé si esta cuestión se le pasó por la cabeza a alguno de los electores. Si tuvo un segundo de duda, digamos, en el momento de pronunciar su voto en voz alta. Pero la elección fue normal, la calidad de senador de Jovino es legítima, y tenemos que guardar un poco de compostura cívica. Alguien, a propósito de todo esto, mencionó el caso de Manuel Fraga en España. Nos quiso decir que Fraga, ex ministro de Francisco Franco, no habría podido ser elegido en su país, en estos tiempos de democracia, a un cargo de tan alta significación.
Pues bien, el ejemplo no me convence en absoluto. Manuel Fraga, hasta hace muy poco, era nada menos que presidente de una de las autonomías regionales más importantes, la de Galicia. Tenía más poder efectivo que el que adquiere ahora Jovino con su campanilla y con su mazo para abrir y cerrar las sesiones. Lo que importa de verdad es otra cosa. Lo que importa es que Manuel Fraga, ex colaborador destacado de la dictadura franquista, respetó las reglas de la democracia que se instaló en su tierra después de la muerte de Franco. Lo serio consiste en aceptar esta conversión, en seguir una política de asimilación y de integración, no una de exclusión y de menosprecio.
Tener un sentimiento de superioridad moral porque formamos parte de tal bando y no de tal otro me parece un enfoque más bien simplista de la vida política. El problema central de las revoluciones del siglo XX fue una paradoja cruel, inexorable, muy bien analizada desde los más diversos ángulos, y, sobre todo, desde el ángulo interno, doloroso, de la disidencia. Muchas políticas aplicadas en nombre del progreso, de la igualdad, de la justicia, pero llevadas a la práctica en forma ideologizada, irreflexiva, fanatizada, produjeron, de hecho, terribles retrocesos sociales, culturales, humanos. La colectivización forzada de la tierra, por ejemplo, en los años más cruentos del estalinismo, llevó a formas indescriptibles de barbarie, a hambrunas donde se practicó una antropofagia masiva. Esto no son invenciones, no son productos de la propaganda. La apertura de los archivos de la KGB y del Kremlin de los años de Stalin revelan cada día datos mayores, más escalofriantes. Nuestro Pablo Neruda escribió sus tristemente famosas Odas a Stalin en marzo y abril de 1953, poco después de conocer la muerte del Padre de los Pueblos, en años de Guerra Fría encarnizada, mal comunicada, desorientadora. En octubre de 1970, en vísperas de la concesión del Premio Nobel de Literatura, fue entrevistado en la Embajada en París, para la revista L’Express, por el gran periodista Édouard Bailby. Estuve presente en la sala del segundo piso de la Embajada donde tuvo lugar la conversación; puedo dar mi testimonio personal. Por lo demás, es fácil encontrar el texto en los archivos de aquellos meses. Bailby preguntó con insistencia, con conocimientos precisos, sobre los crímenes de Stalin y sobre la actitud del poeta militante a ese respecto. En un momento determinado, el poeta y embajador respondió: “Je me suis trompé” (”Me he equivocado”). En el dichoso, democratizado Chile de ahora, nadie sería capaz de contestar como Neruda: ni en el PC, ni en la UDI, ni en el PS, ni en el Juntos Podemos o en el Libres Marchamos, en francés, inglés, castellano o cualquier idioma, “je me suis trompé”. Nadie se equivoca ni se ha equivocado nunca. Los equivocados siempre son los otros, los de la trinchera opuesta. Estamos rodeados de inquisidores severos, catones criollos, que nunca demostraron ni siquiera un comienzo de inquietud frente a los atropellos a los derechos humanos que se producían en los sectores de sus simpatías, en la Cuba de los Castro, por ejemplo, o en los muy recientes socialismos reales de la mitad del mundo. El clima de acusación, de recriminación, que se empezó a crear en estos días a propósito de la renovación de la presidencia del Senado me pareció penoso, y ahora me alegro de que haya sido una nube pasajera, una tempestad en un vaso de agua.
A veces me dicen, o me tratan de decir: y usted, ¿qué se mete? Me limito a sonreír, y a veces me encojo de hombros. Fui diplomático de carrera, y después de pelearme con Fidel Castro, no me habría costado mucho ser embajador del pinochetismo. Pero nunca soñé con aceptar esa alternativa. Escribí en Le Monde que después del golpe de 1973 la democracia desaparecería de la vida chilena durante largos años. A los pocos días recibí un decreto supremo que declaraba que no pertenecía al servicio exterior chileno. Nadie me expulsaba, pero se constataba que “no pertenecía”.
En la práctica, quedé exiliado de Chile y, a consecuencia de mi testimonio sobre Cuba, exiliado del grueso del exilio chileno. Fue, aunque no lo crean ustedes, una situación estupenda, porque me quedé solo, pero bien acompañado, y encontré un refugio perfecto en el mundo de la edición catalana. Ahora, entre muchos otros planes, tengo el de contar esta historia. Ya ven los lectores, y ya pueden tomar nota los criticones agazapados: me sobra tema, ¡tengo cuerda para un buen rato!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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