Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 18/03/09):
Hubo un tiempo lejano, en que el Mediterráneo –medium terrarum– era el centro comercial del mundo. A partir del siglo XVI, este centro se desplazó al Atlántico hasta que –hace cuatro días– ha pasado al Pacífico. Y, dentro de este proceso, la secular hegemonía europea se ha debilitado durante el último medio siglo –tras las dos guerras civiles que asolaron Europa de 1914 a 1918 y de 1939 a 1945–, hasta llegar a su actual e inexorable ocaso. Tres años sirven como hitos de esta erosión.
AÑO 1953. Es sabido que el control de los yacimientos de petróleo por las potencias occidentales determinó el reparto del espacio árabe liberado del Imperio Otomano tras la primera guerra mundial, así como el mantenimiento en Irán de un régimen prooccidental encarnado en la dinastía Pahlevi, que aseguraba a los británicos una posición de privilegio en la zona, causa a su vez del creciente resentimiento de los iranís. Lo que explica que en 1951, en plena efervescencia descolonizadora, el doctor Mossadeq –primer ministro iraní elegido democráticamente– nacionalizase el petróleo. No obstante, solo dos años después, la CIA restableció el orden natural de las cosas, según el dogma occidental: la Anglo-Iranian Oil Company –antecesora de la British Petroleum– recuperó lo suyo y el sah Pahlevi estableció una dictadura virtual que duró hasta el triunfo, en 1979, de la revolución islamista del ayatolá Jomeini. En resumen, solo gracias a su primo americano, Gran Bretaña logró prolongar por la fuerza, durante 26 años, su control del petróleo iraní.
Año 1956. Por aquel entonces, la decadencia de Gran Bretaña como potencia mundial era ya inevitable, pero el Partido Conservador aún estaba dispuesto a desenfundar el hacha de guerra cada vez que surgía una ocasión para ello. Así sucedió cuando el presidente egipcio Nasser nacionalizó el canal de Suez. La tarde en que el primer ministro británico –Anthony Eden– recibió la noticia, convocó en Downing Street a los jefes de las Fuerzas Armadas para ordenarles la invasión de Egipto, con el pretexto de que la antorcha de las libertades no se apagara en Oriente Medio. Le respondieron que tal cosa era imposible en menos de seis semanas, lo que hubiera debido bastar para disuadirle de la operación, pues mes y medio es mucho tiempo para una gran potencia. Pero Eden no cejó y, tras presentar a Nasser como una especie de Mussolini levantino, puso en marcha una compleja operación conjunta con Francia, con la complicidad de los israelís, por la que paracaidistas franco-británicos ocuparían la zona del canal para separar a los Ejércitos beligerantes de Israel y Egipto e impedir así una confrontación que británicos y franceses habían programado previamente al efecto.
La Administración americana montó en cólera ante esta campaña emprendida sin consultarla, y el presidente Eisenhower –embarcado en la campaña para su reelección– rechinó los dientes, como era su costumbre, y ordenó al Tesoro norteamericano que comenzase a vender libras esterlinas. En vista de esta poderosa razón, Eden –que no era precisamente un hombre de gran fortaleza– reculó y puso fin a su vida política. El resultado de todo ello fue el fracaso más ignominioso, “una réplica tragicómica –al decir de Simon Schama– de los peores momentos de Gladstone, cuando, en nombre de la preservación del libre comercio y de la civilización frente a la amenaza de la anarquía desencadenada por una rebelión nacionalista, se impuso en Egipto una ocupación militar británica”. A partir de entonces, Gran Bretaña quedó fuera de combate como gran potencia europea capaz de imponer sus intereses por la fuerza.
AÑO 2007. Con la caída del comunismo en 1989, pareció que se había alcanzado el fin de la historia. Estados Unidos –Imperio anglosajón en el que se ha encarnado el último episodio de la hegemonía blanca en el mundo– quedó como único poder universal y, durante dos décadas, ha intentado imponer unilateralmente sus intereses, así como los occidentales, en la medida que coincidían con los propios. Pero, de repente, terminó la fiesta. Estalló la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y se sucedieron noticias alarmantes, que ponían de relieve que la crisis no era un simple episodio cíclico –connatural a la economía como a cualquier manifestación de la vida humana–, y se inscribía en la relación de acontecimientos que, por su magnitud, marcan una cierta inflexión en la historia. En efecto, cuando termine la crisis ya nada será igual. En primer lugar, será imposible cualquier ensayo de política unilateral: el multilateralismo será inevitable, por el simple protagonismo de unos países emergentes que resultarán determinantes a la hora de configurar el esquema de un futuro orden mundial. Y, en segundo término, EEUU –que será por su fuerza militar y, sobre todo, por su adelanto tecnológico el primus inter pares– ya no seguirá teniendo como hasta ahora una relación preferente con Europa, sino con China.
Hace pocos años, el entonces presidente del Banco Mundial sentenció que el futuro estaba ya escrito: “China –dijo– será la fábrica; la India, la oficina; Estados Unidos, el laboratorio y el cuartel, y Europa, la residencia de la tercera edad”. Pues eso.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hubo un tiempo lejano, en que el Mediterráneo –medium terrarum– era el centro comercial del mundo. A partir del siglo XVI, este centro se desplazó al Atlántico hasta que –hace cuatro días– ha pasado al Pacífico. Y, dentro de este proceso, la secular hegemonía europea se ha debilitado durante el último medio siglo –tras las dos guerras civiles que asolaron Europa de 1914 a 1918 y de 1939 a 1945–, hasta llegar a su actual e inexorable ocaso. Tres años sirven como hitos de esta erosión.
AÑO 1953. Es sabido que el control de los yacimientos de petróleo por las potencias occidentales determinó el reparto del espacio árabe liberado del Imperio Otomano tras la primera guerra mundial, así como el mantenimiento en Irán de un régimen prooccidental encarnado en la dinastía Pahlevi, que aseguraba a los británicos una posición de privilegio en la zona, causa a su vez del creciente resentimiento de los iranís. Lo que explica que en 1951, en plena efervescencia descolonizadora, el doctor Mossadeq –primer ministro iraní elegido democráticamente– nacionalizase el petróleo. No obstante, solo dos años después, la CIA restableció el orden natural de las cosas, según el dogma occidental: la Anglo-Iranian Oil Company –antecesora de la British Petroleum– recuperó lo suyo y el sah Pahlevi estableció una dictadura virtual que duró hasta el triunfo, en 1979, de la revolución islamista del ayatolá Jomeini. En resumen, solo gracias a su primo americano, Gran Bretaña logró prolongar por la fuerza, durante 26 años, su control del petróleo iraní.
Año 1956. Por aquel entonces, la decadencia de Gran Bretaña como potencia mundial era ya inevitable, pero el Partido Conservador aún estaba dispuesto a desenfundar el hacha de guerra cada vez que surgía una ocasión para ello. Así sucedió cuando el presidente egipcio Nasser nacionalizó el canal de Suez. La tarde en que el primer ministro británico –Anthony Eden– recibió la noticia, convocó en Downing Street a los jefes de las Fuerzas Armadas para ordenarles la invasión de Egipto, con el pretexto de que la antorcha de las libertades no se apagara en Oriente Medio. Le respondieron que tal cosa era imposible en menos de seis semanas, lo que hubiera debido bastar para disuadirle de la operación, pues mes y medio es mucho tiempo para una gran potencia. Pero Eden no cejó y, tras presentar a Nasser como una especie de Mussolini levantino, puso en marcha una compleja operación conjunta con Francia, con la complicidad de los israelís, por la que paracaidistas franco-británicos ocuparían la zona del canal para separar a los Ejércitos beligerantes de Israel y Egipto e impedir así una confrontación que británicos y franceses habían programado previamente al efecto.
La Administración americana montó en cólera ante esta campaña emprendida sin consultarla, y el presidente Eisenhower –embarcado en la campaña para su reelección– rechinó los dientes, como era su costumbre, y ordenó al Tesoro norteamericano que comenzase a vender libras esterlinas. En vista de esta poderosa razón, Eden –que no era precisamente un hombre de gran fortaleza– reculó y puso fin a su vida política. El resultado de todo ello fue el fracaso más ignominioso, “una réplica tragicómica –al decir de Simon Schama– de los peores momentos de Gladstone, cuando, en nombre de la preservación del libre comercio y de la civilización frente a la amenaza de la anarquía desencadenada por una rebelión nacionalista, se impuso en Egipto una ocupación militar británica”. A partir de entonces, Gran Bretaña quedó fuera de combate como gran potencia europea capaz de imponer sus intereses por la fuerza.
AÑO 2007. Con la caída del comunismo en 1989, pareció que se había alcanzado el fin de la historia. Estados Unidos –Imperio anglosajón en el que se ha encarnado el último episodio de la hegemonía blanca en el mundo– quedó como único poder universal y, durante dos décadas, ha intentado imponer unilateralmente sus intereses, así como los occidentales, en la medida que coincidían con los propios. Pero, de repente, terminó la fiesta. Estalló la burbuja inmobiliaria en Estados Unidos y se sucedieron noticias alarmantes, que ponían de relieve que la crisis no era un simple episodio cíclico –connatural a la economía como a cualquier manifestación de la vida humana–, y se inscribía en la relación de acontecimientos que, por su magnitud, marcan una cierta inflexión en la historia. En efecto, cuando termine la crisis ya nada será igual. En primer lugar, será imposible cualquier ensayo de política unilateral: el multilateralismo será inevitable, por el simple protagonismo de unos países emergentes que resultarán determinantes a la hora de configurar el esquema de un futuro orden mundial. Y, en segundo término, EEUU –que será por su fuerza militar y, sobre todo, por su adelanto tecnológico el primus inter pares– ya no seguirá teniendo como hasta ahora una relación preferente con Europa, sino con China.
Hace pocos años, el entonces presidente del Banco Mundial sentenció que el futuro estaba ya escrito: “China –dijo– será la fábrica; la India, la oficina; Estados Unidos, el laboratorio y el cuartel, y Europa, la residencia de la tercera edad”. Pues eso.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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