Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, abogado y periodista (EL PAÍS, 27/01/09):
Empiezo por decir que no creo que mientras vivan Fidel y Raúl Castro haya cambios significativos en Cuba. Y tampoco creo demasiado en una negociación positiva entre Estados Unidos y la isla, por más que Obama aparezca hoy nimbado por la luz de lo nuevo. Afirmaciones tan concluyentes podrían pensarse nihilistas, hasta desmovilizadoras, pero pretenden ser lo contrario: asumir la realidad para que quienes soñamos con esa evolución hagamos lo que hay que hacer, pero sin esperar monedas de intercambio. Todos los intentos anteriores han ofrecido el mismo desesperanzador resultado: se toma la concesión que se va haciendo y, al día siguiente, se vuelve al mismo reclamo, sin rebajas ni transacciones.
Lo vivido últimamente en Cuba no abre el espacio a demasiadas interpretaciones, por más que se hagan con la mejor intención y una carga de esperanza tan comprensible como utópica. El alejamiento de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque resucita el estalinismo más rancio. Se purga a dos figuras fundamentales del Gobierno -las dos más representativas- y se hace con el tradicional reconocimiento de sus “errores”, hasta la humillación de hacerles decir que creen “justo y profundo” el análisis que lleva a su defenestración. Ni siquiera nadie se molesta en aclarar en qué consistieron los “errores” de estos dos leales y ortodoxos defensores de la fe.
Distinto fue el caso de Robaina, canciller también destituido de mal modo y hoy un fantasma que malvive en La Habana. Se advertía en él un personalismo, hasta una vestimenta heterodoxa, que denotaba alguien no atenido demasiado a las disciplinas. Parecía más un músico popular que un hombre de Estado, con camisas coloridas, remangadas por encima de la chaqueta. La primera vez que lo vi y conversé con él pensé que no iba a durar mucho. Todo lo contrario de Carlos Lage y sobre todo Pérez Roque. Aquél es un hombre articulado, la mejor cabeza que ha generado la mediocre nomenclatura cubana, que logró reflotar la economía después de la caída de la Unión Soviética. Desarrollaba un pensamiento muy disciplinado pero con la inteligencia que lo distinguía del clásico apparatchik comunista, esa expresión horrorosa del pensamiento domesticado para la monotonía del eslogan. Sólo imaginando lo que son las envidias en esas “cortes” podía pensarse en su caída. Muy distinto Felipe Pérez Roque, a quien vimos durante años al lado de Fidel, en una relación como de padre a hijo que, incluso, llevó a instalar la leyenda de que era su hijo natural. No sólo aparecía como su afanoso secretario, siempre detrás con los papeles, sino como un asistente personal que velaba por el menor detalle, atento a cada gesto. Por cierto, procuró mejorar la imagen de Cuba en el exterior, aunque su discurso no ofreció nunca la menor fisura en su ortodoxia.
Más descolgado que nunca aparece el episodio en el actual contexto, diluida la guerra fría y con presidentes latinoamericanos que hacen cola para saludar al viejo caudillo de la Revolución, como un icono de algo que fue equivocado pero romántico y honesto. Y especialmente ante la llegada de un presidente norteamericano que anuncia cerrar el penal de Guantánamo y aliviar restricciones en el tránsito de personas y bienes con la isla.
Ante ese panorama, no se advierte otra estrategia que la de hacer desde la democracia lo que es el deber de una democracia: respetar la soberanía ajena, privilegiar las relaciones humanas y quitarle a la dictadura todo argumento anclado en una traición a nuestros propios principios. Lo de Guantánamo es obvio y urgente. Y el famoso embargo, fracasado embargo, último fósil de la guerra fría, cuanto antes debiera levantarse. Sin negociación ni demora. Ni restricción alguna.
Si algo ha aprovechado el régimen, habilísimo siempre en su propaganda, es ese embargo, bautizado como “bloqueo” para suscitar la idea de una pobre isla rodeada de buques norteamericanos y marines al acecho. Poco se recuerda que el mundo entero es libre de comerciar con Cuba, comprar y vender alimentos o medicamentos y que si Cuba permanece pobre y tan monocultivadora como en 1959, es por su régimen y nada más que por su régimen. Sin embargo, no existe esta real conciencia en el mundo, donde el prejuicio antiyanqui -alimentado hasta el delirio por los errores del anterior presidente- aporta también lo suyo.
Nos ha faltado elocuencia para hacer entender a los parlamentarios norteamericanos partidarios del embargo y a los viejos líderes del exilio cubano que nada ha sido peor para ellos que la ominosa medida de cierre. Sin embargo, los jóvenes de origen cubano, ya nacidos en EE UU, lo entienden así.
Con el fin de embargo, EE UU y el exilio ganarían autoridad moral para reclamar cambios y le habrían quitado al régimen la vieja bandera nacionalista en que sobrevive envuelto. Ya no habría pretextos y en un contexto como el actual, con una Venezuela disminuida en su potencia y con pocos mecenas dispuestos a ayudar, la propia necesidad podría estimular la idea de comenzar a hablar -aunque sea comenzar a hablar- de la anhelada transición. Podrá parecer poco, pero hoy es lo que está al alcance de quienes queremos ver algún día una Cuba democrática.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Empiezo por decir que no creo que mientras vivan Fidel y Raúl Castro haya cambios significativos en Cuba. Y tampoco creo demasiado en una negociación positiva entre Estados Unidos y la isla, por más que Obama aparezca hoy nimbado por la luz de lo nuevo. Afirmaciones tan concluyentes podrían pensarse nihilistas, hasta desmovilizadoras, pero pretenden ser lo contrario: asumir la realidad para que quienes soñamos con esa evolución hagamos lo que hay que hacer, pero sin esperar monedas de intercambio. Todos los intentos anteriores han ofrecido el mismo desesperanzador resultado: se toma la concesión que se va haciendo y, al día siguiente, se vuelve al mismo reclamo, sin rebajas ni transacciones.
Lo vivido últimamente en Cuba no abre el espacio a demasiadas interpretaciones, por más que se hagan con la mejor intención y una carga de esperanza tan comprensible como utópica. El alejamiento de Carlos Lage y Felipe Pérez Roque resucita el estalinismo más rancio. Se purga a dos figuras fundamentales del Gobierno -las dos más representativas- y se hace con el tradicional reconocimiento de sus “errores”, hasta la humillación de hacerles decir que creen “justo y profundo” el análisis que lleva a su defenestración. Ni siquiera nadie se molesta en aclarar en qué consistieron los “errores” de estos dos leales y ortodoxos defensores de la fe.
Distinto fue el caso de Robaina, canciller también destituido de mal modo y hoy un fantasma que malvive en La Habana. Se advertía en él un personalismo, hasta una vestimenta heterodoxa, que denotaba alguien no atenido demasiado a las disciplinas. Parecía más un músico popular que un hombre de Estado, con camisas coloridas, remangadas por encima de la chaqueta. La primera vez que lo vi y conversé con él pensé que no iba a durar mucho. Todo lo contrario de Carlos Lage y sobre todo Pérez Roque. Aquél es un hombre articulado, la mejor cabeza que ha generado la mediocre nomenclatura cubana, que logró reflotar la economía después de la caída de la Unión Soviética. Desarrollaba un pensamiento muy disciplinado pero con la inteligencia que lo distinguía del clásico apparatchik comunista, esa expresión horrorosa del pensamiento domesticado para la monotonía del eslogan. Sólo imaginando lo que son las envidias en esas “cortes” podía pensarse en su caída. Muy distinto Felipe Pérez Roque, a quien vimos durante años al lado de Fidel, en una relación como de padre a hijo que, incluso, llevó a instalar la leyenda de que era su hijo natural. No sólo aparecía como su afanoso secretario, siempre detrás con los papeles, sino como un asistente personal que velaba por el menor detalle, atento a cada gesto. Por cierto, procuró mejorar la imagen de Cuba en el exterior, aunque su discurso no ofreció nunca la menor fisura en su ortodoxia.
Más descolgado que nunca aparece el episodio en el actual contexto, diluida la guerra fría y con presidentes latinoamericanos que hacen cola para saludar al viejo caudillo de la Revolución, como un icono de algo que fue equivocado pero romántico y honesto. Y especialmente ante la llegada de un presidente norteamericano que anuncia cerrar el penal de Guantánamo y aliviar restricciones en el tránsito de personas y bienes con la isla.
Ante ese panorama, no se advierte otra estrategia que la de hacer desde la democracia lo que es el deber de una democracia: respetar la soberanía ajena, privilegiar las relaciones humanas y quitarle a la dictadura todo argumento anclado en una traición a nuestros propios principios. Lo de Guantánamo es obvio y urgente. Y el famoso embargo, fracasado embargo, último fósil de la guerra fría, cuanto antes debiera levantarse. Sin negociación ni demora. Ni restricción alguna.
Si algo ha aprovechado el régimen, habilísimo siempre en su propaganda, es ese embargo, bautizado como “bloqueo” para suscitar la idea de una pobre isla rodeada de buques norteamericanos y marines al acecho. Poco se recuerda que el mundo entero es libre de comerciar con Cuba, comprar y vender alimentos o medicamentos y que si Cuba permanece pobre y tan monocultivadora como en 1959, es por su régimen y nada más que por su régimen. Sin embargo, no existe esta real conciencia en el mundo, donde el prejuicio antiyanqui -alimentado hasta el delirio por los errores del anterior presidente- aporta también lo suyo.
Nos ha faltado elocuencia para hacer entender a los parlamentarios norteamericanos partidarios del embargo y a los viejos líderes del exilio cubano que nada ha sido peor para ellos que la ominosa medida de cierre. Sin embargo, los jóvenes de origen cubano, ya nacidos en EE UU, lo entienden así.
Con el fin de embargo, EE UU y el exilio ganarían autoridad moral para reclamar cambios y le habrían quitado al régimen la vieja bandera nacionalista en que sobrevive envuelto. Ya no habría pretextos y en un contexto como el actual, con una Venezuela disminuida en su potencia y con pocos mecenas dispuestos a ayudar, la propia necesidad podría estimular la idea de comenzar a hablar -aunque sea comenzar a hablar- de la anhelada transición. Podrá parecer poco, pero hoy es lo que está al alcance de quienes queremos ver algún día una Cuba democrática.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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