Por Bernard-Henri Lévy, escritor y filósofo. Está considerado como uno de los intelectuales más influyentes de Francia (EL MUNDO, 17/03/09):
Está claro que, en política, la mala fe no tiene límites. Un nuevo ejemplo de ello es el esperpéntico debate sobre el lugar que debe ocupar Francia en la OTAN.
En primer lugar, no es correcto hablar, como suele hacerse habitualmente, del «retorno» de Francia a la Alianza. Porque, Francia (y no hay que cansarse de repetirlo), en realidad, jamás dejó la OTAN.Abandonó, en 1966, en tiempos de De Gaulle, su estructura militar integrada. Pero no dejó su Consejo político. Y participa, desde siempre, en las decisiones de 36 de sus 38 comités. Y, por si fuera poco, mantiene soldados en todos y cada uno, y digo bien en cada uno, de los teatros (Bosnia, Kosovo, Afganistán) en los que la Alianza está comprometida.
En segundo lugar, es absurdo decir que, al retomar su sitio en el Comité de Planes de defensa, que es la única instancia importante de la que no formaba parte y a la que afecta, pues, la decisión de Sarkozy, Francia perderá su influencia. Absurdo mantener algo así porque, a cambio, Francia consigue la dirección de uno de los dos centros de mando estratégicos de la Alianza (Norfolk) y de uno de sus tres centros regionales (Lisboa).
Hoy en día, no estamos a la cabeza de nada. Enviamos a nuestros soldados a arriesgar sus vidas sin tener la más mínima influencia en la definición de la estrategia. Mañana, serán los generales franceses los que formen parte del sancta sanctorum de la Allied Command Transformation, donde se conciben, sobre todo, los nuevos sistemas de armamento. ¿Se puede llamar a eso pérdida de influencia?
Es falso de hecho y de derecho pretender que Francia, al hacer esto, se va a alinear con el Imperio. Amén de que los tiempos han cambiado mucho desde la época en la que la OTAN podía ser vista como un puro y duro instrumento del poder estadounidense, amén de que numerosas operaciones que llevó a cabo (Kosovo, Bosnia, bombardeo de Belgrado) fueron realizadas en suelo europeo y a demanda de Europa, amén de que, por último, al menos en un caso reciente, el de la asociación de Georgia y de Ucrania, vimos a Europa decir no a América y, desgraciadamente, salirse con la suya, es evidente que lo que se va a producir es precisamente todo lo contrario. Estando en la OTAN sin estar, formando parte de todos sus comités excepto de aquél en el que se toman las decisiones esenciales, era como Francia dejaba en manos de otros la conducción del barco a bordo del cual iba. Por eso, al retomar su sitio, al recuperar su palabra y participar en todos los debates, consigue los medios para influir, para hacer prevalecer sus intereses y para oponerse, si necesario fuese, a los intereses americanos.
No sólo es, pues, falso, sino escandaloso enloquecer a la población blandiendo el fantasma de las «guerras que no queremos y a las que nos veremos inexorablemente arrastrados». Es escandaloso porque, excepto un caso (que un país de la Alianza directamente atacado), la regla es la de la unanimidad. Y es odioso porque, una vez decidida la eventual intervención, le corresponde a cada país decidir o no el número de soldados que pone a disposición de la operación. Y es burlarse del mundo porque, por mencionar solamente el caso de la guerra de Irak, la pertenencia sin reservas a las estructuras de la Alianza no impidió a Alemania oponerse a ella con tanta firmeza como la de una Francia que supuestamente gozaba de un estatus especial y de una soberanía «excepcional».
En cuanto al argumento según el cual, al jugar la carta de la OTAN, se estaría sacrificando el único proyecto que vale la pena, es decir, el proyecto de la defensa europea, se trata de otra broma de mal gusto. Porque, en definitiva, son muchos los obstáculos para esta defensa europea. Pero hay al menos uno que la decisión de Nicolas Sarkozy eliminará: la sospecha de la que éramos objeto por parte de nuestros socios, precisamente por esa opción de mantenernos como caballeros solitarios en el seno de la OTAN.
¿Se puede confiar en una Francia amarrada a los espolones de una independencia nacional que, a menudo, se tradujo en amistades contra natura (el Irak de Sadam, la URSS agonizante, sin hablar de la tristemente famosa «política árabe» del Quai d’Orsay)? ¿Lo que se quiere es una política de defensa de la comunidad europea que se haga en detrimento de la comunidad atlántica y de nuestra solidaridad de principio con el bando de las democracias? Estas son las preguntas que se plantean los húngaros, los polacos y los checos, pero también los alemanes o los españoles. Unas preguntas que, de ahora en adelante, ya no podrán seguir lanzándonos a la cara. Para mayor bien de la construcción europea y de su espíritu.
Se entiende que un Jean-Marie Le Pen no quiera hacerse cargo de estas evidencias. Entra dentro de lo posible que se le unan los antiimperialistas al estilo Besancenot. Tampoco puede sorprender que se sume a este eje improvisado un puñado de gaullistas, de soberanistas y de chevenementistas.
Pero que los socialistas, por una parte, y los amigos de François Bayrou, por la otra, se unan a este mal concierto, y que, al hacer esto, le den la espalda los unos a la memoria de Mitterrand (que se opuso, desde 1966, a la decisión gaullista) y los otros a la herencia de la democracia cristiana (imperturbable en su oposición al totalitarismo, lo cual le honra), eso es lo especialmente llamativo y sorprendente.
¿Un antiamericanismo pauloviano? ¿Una oposición sistemática, sin matices e irresponsable? ¿La incapacidad, una más, de entender el mundo en el que hemos entrado desde el final de la Guerra fría? Que cada cual se defina. Y, como acabamos de hacer, reconvenga a los suyos, para que se lo vuelvan a pensar.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Está claro que, en política, la mala fe no tiene límites. Un nuevo ejemplo de ello es el esperpéntico debate sobre el lugar que debe ocupar Francia en la OTAN.
En primer lugar, no es correcto hablar, como suele hacerse habitualmente, del «retorno» de Francia a la Alianza. Porque, Francia (y no hay que cansarse de repetirlo), en realidad, jamás dejó la OTAN.Abandonó, en 1966, en tiempos de De Gaulle, su estructura militar integrada. Pero no dejó su Consejo político. Y participa, desde siempre, en las decisiones de 36 de sus 38 comités. Y, por si fuera poco, mantiene soldados en todos y cada uno, y digo bien en cada uno, de los teatros (Bosnia, Kosovo, Afganistán) en los que la Alianza está comprometida.
En segundo lugar, es absurdo decir que, al retomar su sitio en el Comité de Planes de defensa, que es la única instancia importante de la que no formaba parte y a la que afecta, pues, la decisión de Sarkozy, Francia perderá su influencia. Absurdo mantener algo así porque, a cambio, Francia consigue la dirección de uno de los dos centros de mando estratégicos de la Alianza (Norfolk) y de uno de sus tres centros regionales (Lisboa).
Hoy en día, no estamos a la cabeza de nada. Enviamos a nuestros soldados a arriesgar sus vidas sin tener la más mínima influencia en la definición de la estrategia. Mañana, serán los generales franceses los que formen parte del sancta sanctorum de la Allied Command Transformation, donde se conciben, sobre todo, los nuevos sistemas de armamento. ¿Se puede llamar a eso pérdida de influencia?
Es falso de hecho y de derecho pretender que Francia, al hacer esto, se va a alinear con el Imperio. Amén de que los tiempos han cambiado mucho desde la época en la que la OTAN podía ser vista como un puro y duro instrumento del poder estadounidense, amén de que numerosas operaciones que llevó a cabo (Kosovo, Bosnia, bombardeo de Belgrado) fueron realizadas en suelo europeo y a demanda de Europa, amén de que, por último, al menos en un caso reciente, el de la asociación de Georgia y de Ucrania, vimos a Europa decir no a América y, desgraciadamente, salirse con la suya, es evidente que lo que se va a producir es precisamente todo lo contrario. Estando en la OTAN sin estar, formando parte de todos sus comités excepto de aquél en el que se toman las decisiones esenciales, era como Francia dejaba en manos de otros la conducción del barco a bordo del cual iba. Por eso, al retomar su sitio, al recuperar su palabra y participar en todos los debates, consigue los medios para influir, para hacer prevalecer sus intereses y para oponerse, si necesario fuese, a los intereses americanos.
No sólo es, pues, falso, sino escandaloso enloquecer a la población blandiendo el fantasma de las «guerras que no queremos y a las que nos veremos inexorablemente arrastrados». Es escandaloso porque, excepto un caso (que un país de la Alianza directamente atacado), la regla es la de la unanimidad. Y es odioso porque, una vez decidida la eventual intervención, le corresponde a cada país decidir o no el número de soldados que pone a disposición de la operación. Y es burlarse del mundo porque, por mencionar solamente el caso de la guerra de Irak, la pertenencia sin reservas a las estructuras de la Alianza no impidió a Alemania oponerse a ella con tanta firmeza como la de una Francia que supuestamente gozaba de un estatus especial y de una soberanía «excepcional».
En cuanto al argumento según el cual, al jugar la carta de la OTAN, se estaría sacrificando el único proyecto que vale la pena, es decir, el proyecto de la defensa europea, se trata de otra broma de mal gusto. Porque, en definitiva, son muchos los obstáculos para esta defensa europea. Pero hay al menos uno que la decisión de Nicolas Sarkozy eliminará: la sospecha de la que éramos objeto por parte de nuestros socios, precisamente por esa opción de mantenernos como caballeros solitarios en el seno de la OTAN.
¿Se puede confiar en una Francia amarrada a los espolones de una independencia nacional que, a menudo, se tradujo en amistades contra natura (el Irak de Sadam, la URSS agonizante, sin hablar de la tristemente famosa «política árabe» del Quai d’Orsay)? ¿Lo que se quiere es una política de defensa de la comunidad europea que se haga en detrimento de la comunidad atlántica y de nuestra solidaridad de principio con el bando de las democracias? Estas son las preguntas que se plantean los húngaros, los polacos y los checos, pero también los alemanes o los españoles. Unas preguntas que, de ahora en adelante, ya no podrán seguir lanzándonos a la cara. Para mayor bien de la construcción europea y de su espíritu.
Se entiende que un Jean-Marie Le Pen no quiera hacerse cargo de estas evidencias. Entra dentro de lo posible que se le unan los antiimperialistas al estilo Besancenot. Tampoco puede sorprender que se sume a este eje improvisado un puñado de gaullistas, de soberanistas y de chevenementistas.
Pero que los socialistas, por una parte, y los amigos de François Bayrou, por la otra, se unan a este mal concierto, y que, al hacer esto, le den la espalda los unos a la memoria de Mitterrand (que se opuso, desde 1966, a la decisión gaullista) y los otros a la herencia de la democracia cristiana (imperturbable en su oposición al totalitarismo, lo cual le honra), eso es lo especialmente llamativo y sorprendente.
¿Un antiamericanismo pauloviano? ¿Una oposición sistemática, sin matices e irresponsable? ¿La incapacidad, una más, de entender el mundo en el que hemos entrado desde el final de la Guerra fría? Que cada cual se defina. Y, como acabamos de hacer, reconvenga a los suyos, para que se lo vuelvan a pensar.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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