Por Miguel Boyer Salvador, ex ministro de Economía y Hacienda (EL PAÍS, 26/03/09):
Nos hallamos en un punto crucial de la crisis: la situación en la que la concesión de créditos se paraliza o, incluso, se contrae.
En un estudio famoso de junio de 1983, Ben Bernanke -el actual presidente de la Fed- demostró que la Gran Depresión de 1929 no tuvo la profundidad y la duración desastrosa que conocemos por falta de liquidez, como era la tesis de Friedman, sino por la contracción del crédito bancario a los empresarios y a los particulares.
Esto, según Bernanke, alargó la crisis en dos años más de lo que podía haber durado. En consecuencia, desde 1930 hasta 1933 y en cifras acumuladas, el PIB norteamericano cayó un 27% -lo mismo que el empleo y el consumo-, la inversión un 77% y la Bolsa un 82%. Quebró una cuarta parte de los bancos americanos y Roosevelt, apenas llegado a la presidencia, tuvo que declarar una “vacación bancaria” (suspensión del reembolso de los depósitos) en marzo de 1933, e inyectar inmediatamente 1.000 millones de dólares para recapitalizar a las entidades.
Casi nadie piensa seriamente que la presente recesión puede alcanzar una caída de tal magnitud. Es evidente, sin embargo, que la dimensión de la crisis financiera y el efecto depresivo de la caída del valor de los activos mobiliarios e inmobiliarios sobre el consumo, la inversión y el empleo, deben tomarse con la mayor preocupación y combatirse con los instrumentos más potentes que nos dan la experiencia y la teoría económica.
Para frenar la caída, y, luego, impulsar la demanda agregada -ahora casi en caída libre- se han puesto en juego medidas de política presupuestaria (gasto de inversión, reducción de algunos ingresos fiscales, ayudas a los sectores más dañados), enérgicamente en Estados Unidos, modestamente en Europa y, en particular, en España. Asimismo, los bancos centrales han ido aumentando la liquidez y bajando los tipos de interés. Entre los grandes bancos centrales -la Fed, el Banco de Inglaterra, el Banco de Japón- el Banco Central Europeo se ha destacado notablemente por su falta de agudeza y perspicacia en el análisis de la situación, subiendo los tipos de interés todavía en julio de 2008 y, declarando, ¡a mediados de septiembre pasado!, “que había unanimidad entre los gobernadores de su consejo en no bajar el tipo de interés”. Es lamentable, porque las medidas monetarias tardan muchos meses en hacer todo su efecto y hay que utilizarlas lo antes posible.
Afortunadamente, por el impacto de la caída del grande y centenario banco norteamericano Lehman Brothers y por los problemas que siguieron, el BCE se puso en marcha y ha resuelto en gran parte la falta de liquidez en Europa.
Sin embargo, la liquidez abundante y los bajos tipos no resuelven el problema, crucial en esta fase de la crisis, que es el de facilitar y reactivar el crédito bancario. La interpretación de Bernanke sobre la tremenda responsabilidad del credit crunch en la profundización de la Depresión de 1929, es una advertencia que no debemos olvidar ni un momento.
Me parece tan importante que no he parado de recalcar -desde una entrevista en Abc el 26 de octubre de 2008, hasta otra en La Vanguardia el 8 de este mes- que es imprescindible y urgente aliviar a los bancos de una parte considerable de los activos dañados que figuran en su balance. El riesgo en que incurrieron aquéllos, con créditos dados en el pasado sobre garantías ahora devaluadas, crece con el tiempo y es una rémora que puede seguir paralizando el flujo necesario de nuevos préstamos.
Las fórmulas para aliviar la “infección” de los activos tienen que descansar, ineluctablemente, en que el Estado asuma una parte de las pérdidas implícitas y sean cuales sean las soluciones adoptadas, sus defectos serán menos nocivos que un alargamiento del periodo de sequía de créditos, que sería lo más “tóxico” para toda la economía.
Apenas enviadas las líneas anteriores a EL PAÍS, se ha conocido un plan del Tesoro de Estados Unidos para afrontar el fundamental problema de los activos “tóxicos” con un nuevo enfoque, tras los fracasados intentos del anterior secretario Paulson. Como el programa constituye una iniciativa de “manos a la obra”, que parte de consideraciones semejantes a las que yo hacía en lo escrito, me ha parecido coherente añadir unos comentarios a la propuesta, conocida el martes pasado.
En síntesis, el Programa (PPIP) consiste en asociar dinero proveniente de ingresos privados a otra cantidad, igual, aportada por el Tesoro Público, para dotar de fondos propios a un vehículo inversor, que comprará activos tóxicos de los bancos. Sobre esta base, la Corporación Federal de Aseguramiento de Depósitos otorgará préstamos al vehículo, en cantidad de seis veces lo aportado como fondos propios. El dinero movilizado así podrá llegar a 500.000 millones de dólares (extensibles a un billón de dólares).
El procedimiento para la compra de activos será el de subasta, en la que el FDIC pujará por los activos que ofrezcan los bancos y, en el caso de que a éstos les convengan los precios, el vehículo los adquirirá.
El método planteado por el secretario del Tesoro -Geithner- tiene importantes ventajas si es bien acogido por los inversores. Si no es así, no quedaría más solución que la asunción total del coste por el Estado. Por una parte, resolvería la cuestión del valor actual de los activos a comprar con un criterio de mercado, menos cuestionable que el de una transacción bilateral opaca entre banco y funcionarios de Gobierno. Por otro lado, elimina el intervencionismo político en los bancos -como ocurre con las recapitalizaciones vía acciones-, y reparte una parte (mínima, es cierto) del coste y del beneficio a los inversores privados.
El PPIP parece haber sido bien recibido por Wall Street y por importantes inversionistas. Los que se han precipitado a poner el programa como “chupa de dómine” han sido el Nobel Stiglitz y el Nobel Krugman (novel, por cierto, en economía española, a pesar de sus viajes y de los buenos amigos que tiene aquí). El fondo de sus protestas es la indignación por una ayuda a los bancos, a costa de los contribuyentes.
Es muy respetable, que Stiglitz y Krugman tengan siempre, como preocupación, la desigualdad entre la masa del pueblo americano y la clase alta, que se ha enriquecido notablemente en las últimas décadas. Pero me sorprende que olviden la inmensa miseria que la catástrofe bancaria y el crédito crash causaron en las clases más desfavorecidas de EE UU -y de Europa- entre 1929 y 1933. La prioridad ahora, es que no se repita tal desastre.
En EE UU hay una antipatía congénita de la mayoría de los ciudadanos por los bancos, según me explicó un Secretario del Tesoro, como corresponde a un pueblo de pequeños y medios empresarios. Me añadió que es casi imposible conseguir que el Congreso apruebe una ley que ayude o que parezca beneficiar a los bancos. Quizá por eso Geithner ha diseñado su plan de modo que no tenga que pasar por el cedazo parlamentario. Sería una enorme desgracia que un populismo demagógico e irresponsable y la repulsión que produce una ínfima -pero escandalosa- minoría de golfos financieros impidieran acortar y atenuar el sufrimiento que la crisis económica está infligiendo, principalmente a la población trabajadora.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Nos hallamos en un punto crucial de la crisis: la situación en la que la concesión de créditos se paraliza o, incluso, se contrae.
En un estudio famoso de junio de 1983, Ben Bernanke -el actual presidente de la Fed- demostró que la Gran Depresión de 1929 no tuvo la profundidad y la duración desastrosa que conocemos por falta de liquidez, como era la tesis de Friedman, sino por la contracción del crédito bancario a los empresarios y a los particulares.
Esto, según Bernanke, alargó la crisis en dos años más de lo que podía haber durado. En consecuencia, desde 1930 hasta 1933 y en cifras acumuladas, el PIB norteamericano cayó un 27% -lo mismo que el empleo y el consumo-, la inversión un 77% y la Bolsa un 82%. Quebró una cuarta parte de los bancos americanos y Roosevelt, apenas llegado a la presidencia, tuvo que declarar una “vacación bancaria” (suspensión del reembolso de los depósitos) en marzo de 1933, e inyectar inmediatamente 1.000 millones de dólares para recapitalizar a las entidades.
Casi nadie piensa seriamente que la presente recesión puede alcanzar una caída de tal magnitud. Es evidente, sin embargo, que la dimensión de la crisis financiera y el efecto depresivo de la caída del valor de los activos mobiliarios e inmobiliarios sobre el consumo, la inversión y el empleo, deben tomarse con la mayor preocupación y combatirse con los instrumentos más potentes que nos dan la experiencia y la teoría económica.
Para frenar la caída, y, luego, impulsar la demanda agregada -ahora casi en caída libre- se han puesto en juego medidas de política presupuestaria (gasto de inversión, reducción de algunos ingresos fiscales, ayudas a los sectores más dañados), enérgicamente en Estados Unidos, modestamente en Europa y, en particular, en España. Asimismo, los bancos centrales han ido aumentando la liquidez y bajando los tipos de interés. Entre los grandes bancos centrales -la Fed, el Banco de Inglaterra, el Banco de Japón- el Banco Central Europeo se ha destacado notablemente por su falta de agudeza y perspicacia en el análisis de la situación, subiendo los tipos de interés todavía en julio de 2008 y, declarando, ¡a mediados de septiembre pasado!, “que había unanimidad entre los gobernadores de su consejo en no bajar el tipo de interés”. Es lamentable, porque las medidas monetarias tardan muchos meses en hacer todo su efecto y hay que utilizarlas lo antes posible.
Afortunadamente, por el impacto de la caída del grande y centenario banco norteamericano Lehman Brothers y por los problemas que siguieron, el BCE se puso en marcha y ha resuelto en gran parte la falta de liquidez en Europa.
Sin embargo, la liquidez abundante y los bajos tipos no resuelven el problema, crucial en esta fase de la crisis, que es el de facilitar y reactivar el crédito bancario. La interpretación de Bernanke sobre la tremenda responsabilidad del credit crunch en la profundización de la Depresión de 1929, es una advertencia que no debemos olvidar ni un momento.
Me parece tan importante que no he parado de recalcar -desde una entrevista en Abc el 26 de octubre de 2008, hasta otra en La Vanguardia el 8 de este mes- que es imprescindible y urgente aliviar a los bancos de una parte considerable de los activos dañados que figuran en su balance. El riesgo en que incurrieron aquéllos, con créditos dados en el pasado sobre garantías ahora devaluadas, crece con el tiempo y es una rémora que puede seguir paralizando el flujo necesario de nuevos préstamos.
Las fórmulas para aliviar la “infección” de los activos tienen que descansar, ineluctablemente, en que el Estado asuma una parte de las pérdidas implícitas y sean cuales sean las soluciones adoptadas, sus defectos serán menos nocivos que un alargamiento del periodo de sequía de créditos, que sería lo más “tóxico” para toda la economía.
Apenas enviadas las líneas anteriores a EL PAÍS, se ha conocido un plan del Tesoro de Estados Unidos para afrontar el fundamental problema de los activos “tóxicos” con un nuevo enfoque, tras los fracasados intentos del anterior secretario Paulson. Como el programa constituye una iniciativa de “manos a la obra”, que parte de consideraciones semejantes a las que yo hacía en lo escrito, me ha parecido coherente añadir unos comentarios a la propuesta, conocida el martes pasado.
En síntesis, el Programa (PPIP) consiste en asociar dinero proveniente de ingresos privados a otra cantidad, igual, aportada por el Tesoro Público, para dotar de fondos propios a un vehículo inversor, que comprará activos tóxicos de los bancos. Sobre esta base, la Corporación Federal de Aseguramiento de Depósitos otorgará préstamos al vehículo, en cantidad de seis veces lo aportado como fondos propios. El dinero movilizado así podrá llegar a 500.000 millones de dólares (extensibles a un billón de dólares).
El procedimiento para la compra de activos será el de subasta, en la que el FDIC pujará por los activos que ofrezcan los bancos y, en el caso de que a éstos les convengan los precios, el vehículo los adquirirá.
El método planteado por el secretario del Tesoro -Geithner- tiene importantes ventajas si es bien acogido por los inversores. Si no es así, no quedaría más solución que la asunción total del coste por el Estado. Por una parte, resolvería la cuestión del valor actual de los activos a comprar con un criterio de mercado, menos cuestionable que el de una transacción bilateral opaca entre banco y funcionarios de Gobierno. Por otro lado, elimina el intervencionismo político en los bancos -como ocurre con las recapitalizaciones vía acciones-, y reparte una parte (mínima, es cierto) del coste y del beneficio a los inversores privados.
El PPIP parece haber sido bien recibido por Wall Street y por importantes inversionistas. Los que se han precipitado a poner el programa como “chupa de dómine” han sido el Nobel Stiglitz y el Nobel Krugman (novel, por cierto, en economía española, a pesar de sus viajes y de los buenos amigos que tiene aquí). El fondo de sus protestas es la indignación por una ayuda a los bancos, a costa de los contribuyentes.
Es muy respetable, que Stiglitz y Krugman tengan siempre, como preocupación, la desigualdad entre la masa del pueblo americano y la clase alta, que se ha enriquecido notablemente en las últimas décadas. Pero me sorprende que olviden la inmensa miseria que la catástrofe bancaria y el crédito crash causaron en las clases más desfavorecidas de EE UU -y de Europa- entre 1929 y 1933. La prioridad ahora, es que no se repita tal desastre.
En EE UU hay una antipatía congénita de la mayoría de los ciudadanos por los bancos, según me explicó un Secretario del Tesoro, como corresponde a un pueblo de pequeños y medios empresarios. Me añadió que es casi imposible conseguir que el Congreso apruebe una ley que ayude o que parezca beneficiar a los bancos. Quizá por eso Geithner ha diseñado su plan de modo que no tenga que pasar por el cedazo parlamentario. Sería una enorme desgracia que un populismo demagógico e irresponsable y la repulsión que produce una ínfima -pero escandalosa- minoría de golfos financieros impidieran acortar y atenuar el sufrimiento que la crisis económica está infligiendo, principalmente a la población trabajadora.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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