Por Manuel Ludevid, economista (LA VANGUARDIA, 22/03/09):
Es ligera, impermeable, fuerte y resistente. Y sobre todo: es gratuita y está al lado de la caja registradora del súper o de la tienda. Es práctica cuando se decide comprar sin planificación previa, aprovechando un hueco en la vida laboral diaria. Pero la bolsa de compra de plástico se ha convertido en emblema de la acción ciudadana por la reducción de los residuos y por la mejora voluntaria de los hábitos de consumo.
Nueve de cada diez de estas bolsas tienen unos pocos minutos de vida útil: la pequeña distancia que media entre el comercio y el cubo de basura de nuestro domicilio. Sólo sirven para un único y corto viaje. Dentro de este 90% que se convierte de inmediato en residuo, sólo se llega a reciclar en España un 11%, a partir, fundamentalmente, de la acción ciudadana que deposita estos residuos plásticos en el iglú amarillo de recogida selectiva.
Cada ciudadano español usa, de promedio, una bolsa de estas características cada día, lo que supone más 10.500 millones de bolsas de plástico al año. Estas bolsas de plástico suelen ser de polietileno. Por tanto, proceden de combustibles fósiles no renovables y con emisiones a la atmósfera, como el petróleo o el gas natural. Un consumo y unas emisiones que nos podemos ahorrar. Se estima que fabricar estas bolsas supone unas emisiones de 440.000 toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año en nuestro país.
Pero el problema ambiental principal que plantean las bolsas de compra gratuitas y de plástico es su conversión final en residuo: unas 77.400 toneladas al año en toda España. La mayor parte de estas bolsas residuales van a parar a vertederos, donde tardan más de 150 años en descomponerse y degradarse. Muchas de ellas inundan y afean nuestro paisaje o finalizan en el fondo del mar, dañando la fauna y la flora. La pequeña fracción que se recicla supone, por su parte, un elevado coste económico. Por lo que se refiere a su valorización energética (incineración), no está exenta de problemas ambientales (emisiones a la atmósfera, por ejemplo).
Más allá de los problemas de consumo de recursos y de generación de residuos, la bolsa de la compra de plástico de un solo uso se ha convertido en el símbolo más destacado de la cultura social de “usar y tirar”. Por todo ello, las administraciones públicas están interviniendo para reducir o eliminar su uso y mejorar su reciclabilidad. Algunas grandes superficies de distribución ya están trabajando en esta línea en estrecho contacto con distintos proveedores y con las instituciones públicas (véase el artículo de Mariano Rodríguez).
Tres son las líneas principales propuestas: cobrar, reutilizar y reciclar. El solo hecho de cobrar la bolsa de la compra ya puede reducir considerablemente su uso. Este es el caso de Irlanda, donde esta sola medida (15 céntimos de euro por bolsa) redujo su uso de forma drástica. Algunos gobiernos han prohibido ya la gratuidad de la bolsa (el de China entre ellos) o se lo plantean a corto plazo (Francia, Italia y 80 ciudades británicas). Otros han introducido una tasa que se paga por su uso y que se emplea en la gestión ambiental de sus residuos (Dinamarca y Suiza). Un tercer grupo opta por acuerdos voluntarios con los comercios, sin descartar futuras medidas más contundentes.
La segunda línea es reutilizar. Ello va desde el estímulo del uso de los cestos de mimbre y los carritos de la compra tradicionales por parte del consumidor hasta la distribución (con un precio mínimo) de bolsas reutilizables por parte de los comercios y supermercados.
La tercera es reciclar. Para ello, más allá del reciclaje actual de la bolsa de plástico o de su incineración, se está planteando la distribución (a un precio simbólico) de bolsas de compra biodegradables (hechas con almidón de patata, por ejemplo) que permitan tanto su descomposición rápida en vertedero como su uso para recoger la fracción orgánica del residuo municipal doméstico y facilitar así su transformación en compost (abono orgánico útil).
Los fabricantes de bolsas de compra de plástico se defienden apelando al alto potencial de reciclaje y de valoración energética de su producto, o a su menor impacto ambiental respecto a las bolsas de papel. El debate, sin embargo, es otro: se trata de saber si es posible reducir significativamente el número de bolsas de plástico de un solo uso con la misma o mayor satisfacción de nuestras necesidades. Se trata, también, de saber si las bolsas biodegradables ahorran costes económicos y ambientales. La respuesta a ambas preguntas parece ser positiva.
Más allá de mejorar la gestión de los recursos y de los residuos, las iniciativas comentadas emiten una señal más general a toda la sociedad: la necesidad de avanzar hacia una organización social más ligera, a través de la desmaterialización de nuestras actividades. Igual o más satisfacción con menos materia y energía. Este es el reto.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Es ligera, impermeable, fuerte y resistente. Y sobre todo: es gratuita y está al lado de la caja registradora del súper o de la tienda. Es práctica cuando se decide comprar sin planificación previa, aprovechando un hueco en la vida laboral diaria. Pero la bolsa de compra de plástico se ha convertido en emblema de la acción ciudadana por la reducción de los residuos y por la mejora voluntaria de los hábitos de consumo.
Nueve de cada diez de estas bolsas tienen unos pocos minutos de vida útil: la pequeña distancia que media entre el comercio y el cubo de basura de nuestro domicilio. Sólo sirven para un único y corto viaje. Dentro de este 90% que se convierte de inmediato en residuo, sólo se llega a reciclar en España un 11%, a partir, fundamentalmente, de la acción ciudadana que deposita estos residuos plásticos en el iglú amarillo de recogida selectiva.
Cada ciudadano español usa, de promedio, una bolsa de estas características cada día, lo que supone más 10.500 millones de bolsas de plástico al año. Estas bolsas de plástico suelen ser de polietileno. Por tanto, proceden de combustibles fósiles no renovables y con emisiones a la atmósfera, como el petróleo o el gas natural. Un consumo y unas emisiones que nos podemos ahorrar. Se estima que fabricar estas bolsas supone unas emisiones de 440.000 toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera cada año en nuestro país.
Pero el problema ambiental principal que plantean las bolsas de compra gratuitas y de plástico es su conversión final en residuo: unas 77.400 toneladas al año en toda España. La mayor parte de estas bolsas residuales van a parar a vertederos, donde tardan más de 150 años en descomponerse y degradarse. Muchas de ellas inundan y afean nuestro paisaje o finalizan en el fondo del mar, dañando la fauna y la flora. La pequeña fracción que se recicla supone, por su parte, un elevado coste económico. Por lo que se refiere a su valorización energética (incineración), no está exenta de problemas ambientales (emisiones a la atmósfera, por ejemplo).
Más allá de los problemas de consumo de recursos y de generación de residuos, la bolsa de la compra de plástico de un solo uso se ha convertido en el símbolo más destacado de la cultura social de “usar y tirar”. Por todo ello, las administraciones públicas están interviniendo para reducir o eliminar su uso y mejorar su reciclabilidad. Algunas grandes superficies de distribución ya están trabajando en esta línea en estrecho contacto con distintos proveedores y con las instituciones públicas (véase el artículo de Mariano Rodríguez).
Tres son las líneas principales propuestas: cobrar, reutilizar y reciclar. El solo hecho de cobrar la bolsa de la compra ya puede reducir considerablemente su uso. Este es el caso de Irlanda, donde esta sola medida (15 céntimos de euro por bolsa) redujo su uso de forma drástica. Algunos gobiernos han prohibido ya la gratuidad de la bolsa (el de China entre ellos) o se lo plantean a corto plazo (Francia, Italia y 80 ciudades británicas). Otros han introducido una tasa que se paga por su uso y que se emplea en la gestión ambiental de sus residuos (Dinamarca y Suiza). Un tercer grupo opta por acuerdos voluntarios con los comercios, sin descartar futuras medidas más contundentes.
La segunda línea es reutilizar. Ello va desde el estímulo del uso de los cestos de mimbre y los carritos de la compra tradicionales por parte del consumidor hasta la distribución (con un precio mínimo) de bolsas reutilizables por parte de los comercios y supermercados.
La tercera es reciclar. Para ello, más allá del reciclaje actual de la bolsa de plástico o de su incineración, se está planteando la distribución (a un precio simbólico) de bolsas de compra biodegradables (hechas con almidón de patata, por ejemplo) que permitan tanto su descomposición rápida en vertedero como su uso para recoger la fracción orgánica del residuo municipal doméstico y facilitar así su transformación en compost (abono orgánico útil).
Los fabricantes de bolsas de compra de plástico se defienden apelando al alto potencial de reciclaje y de valoración energética de su producto, o a su menor impacto ambiental respecto a las bolsas de papel. El debate, sin embargo, es otro: se trata de saber si es posible reducir significativamente el número de bolsas de plástico de un solo uso con la misma o mayor satisfacción de nuestras necesidades. Se trata, también, de saber si las bolsas biodegradables ahorran costes económicos y ambientales. La respuesta a ambas preguntas parece ser positiva.
Más allá de mejorar la gestión de los recursos y de los residuos, las iniciativas comentadas emiten una señal más general a toda la sociedad: la necesidad de avanzar hacia una organización social más ligera, a través de la desmaterialización de nuestras actividades. Igual o más satisfacción con menos materia y energía. Este es el reto.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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