Por Jorge Heine, abogado y diplomático chileno. Es catedrático de Gobernanza Global en la Escuela Balsillie de Asuntos Internacionales e investigador en el Centro para la Innovación en la Gobernanza Internacional en Waterloo, Ontario. Fue embajador de Chile en Suráfrica de 1994 a 1999 (EL PAÍS, 18/03/09):
Con las vistas públicas de la Comisión de Asuntos Judiciales del Senado de Estados Unidos, el proyecto de una Comisión de la Verdad para investigar las violaciones de los derechos humanos bajo la presidencia de George W. Bush ha tomado ímpetu. Planteada primero en círculos académicos, y propuesta luego en un discurso en la Universidad de Georgetown por el senador Patrick Leahy (demócrata por Vermont), la idea ha sido apoyada en el Congreso y por la opinión pública. De acuerdo con una encuesta reciente, un 38% de los estadounidenses es favorable a enjuiciar a los culpables de dichas violaciones, mientras que un 24% apoya investigarlas por medio de una entidad independiente (como una Comisión de la Verdad).
La práctica de la tortura (terminando en algunos casos con la muerte de la víctima) sobre individuos sospechosos de vínculos con los atentados del 11 de septiembre, justificada legalmente a los más altos niveles del Gobierno de Estados Unidos, no fue un caso de “algunos excesos”. Fue producto de una política sistemática expresada en instrucciones explícitas a los interrogadores de las Fuerzas Armadas y la CIA, con el objetivo de obtener “inteligencia actuable”. Y a la tortura cabe añadir desapariciones forzosas, secuestros y otro tipo de atropellos. De acuerdo a algunos juristas, estas prácticas constituirían crímenes de guerra. Con ellas, Estados Unidos habría violado tratados internacionales de los cuales es parte.
Algunos se han opuesto a enjuiciar a los torturadores y a sus superiores, ya que estos hechos habrían sido producto del enfervorizado clima antiterrorista de fines de 2001. La ciudadanía estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por ubicar a los responsables de los ataques al World Trade Center y al Pentágono, y por evitar otros ataques similares. La popularidad del presidente Bush llegó en esa época a un 80%. Dado ese ambiente, sería injusto enjuiciar ahora, en un entorno político muy distinto, a funcionarios de entonces.
El senador Leahy, un antiguo fiscal, ha citado como precedente una Comisión establecida en los años setenta por el senador Frank Church para investigar abusos cometidos por las agencias de Inteligencia. Nancy Pelosi, la Speaker de la Cámara de Representantes, y John Conyers, presidente de la Comisión de Asuntos Judiciales de la misma Cámara, también son partidarios de tomar medidas. Conyers ha presentado un proyecto de ley (H. R. 104) para crear una Comisión Nacional sobre Poderes de Guerra del presidente y Libertades Civiles, que apuntaría en esa dirección.
El presidente Obama, y su secretario de Justicia, Eric Holder, que han condenado estas prácticas, han dado a entender que no apoyan una comisión de este tipo, prefiriendo no enfrascarse en temas del pasado. El Gobierno actual tendría suficientes desafíos con la crisis financiera y las guerras en Irak y Afganistán, como para añadir el enjuiciamiento de funcionarios del Gobierno anterior, con la consiguiente polarización.
Este debate es conocido. En las transiciones del autoritarismo, los nuevos Gobiernos democráticos han debido enfrentar el legado de un pasado perverso. Muchos países de África, Asia y América Latina se han visto en la misma disyuntiva.
Dadas otras prioridades, es tentador querer barrer bajo la alfombra las violaciones de derechos humanos del pasado. Tal como el presidente Obama hoy, los nuevos regímenes democráticos han tenido una agenda muy copada, incluyendo la reconstrucción de las instituciones, la reinserción internacional, el pago de la “deuda social” y el impulso del crecimiento económico.
Es por ello que, en los años ochenta, un país como Uruguay aprobó una ley de amnistía. Siguiendo el modelo de Nuremberg, en cambio, Argentina, bajo la presidencia de Raúl Alfonsín, procedió a enjuiciar en tribunales especiales a los integrantes de la junta militar que gobernó de 1976 a 1983. Ninguno de estos enfoques dio resultado. En Uruguay se hicieron varios plebiscitos sobre el tema, que aún no se despeja. En Argentina, una serie de cuartelazos forzaron al Gobierno a indultar a los generales.
A su vez, países como Chile, Suráfrica, Perú, El Salvador, Guatemala, Uganda y muchos otros establecieron Comisiones de la Verdad. Ellas constituyen un camino intermedio entre el enjuiciamiento y la amnistía. Las Comisiones de la Verdad son entes independientes, pero establecidos oficialmente, para examinar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante un periodo. No son tribunales y no tienen los poderes de la judicatura. Son integradas por personalidades prominentes, representativas de la sociedad en su conjunto, a quienes se les encarga la tarea de someter un informe en un plazo determinado, generalmente entre seis meses y dos años. Su carácter híbrido y flexibilidad procedimental las hace ideales para investigaciones de este tipo. Sus informes constituyen un reconocimiento oficial del daño causado por agentes del Estado, y cortan el cordón umbilical con ese pasado perverso. La información recabada permite también tomar una decisión mucho más calibrada acerca de si enjuiciar o no a los responsables.
La Comisión de la Verdad y la Reconciliación presidida por Raúl Rettig (1990-1991) jugó un papel clave en allanar el camino de la exitosa transición chilena. Algo similar puede decirse de la entidad del mismo nombre presidida por el arzobispo Desmond Tutu (1995-1998) en Suráfrica, así como en relación a despejar en parte el legado del apartheid.
Estados Unidos bajo el presidente Bush no fue una dictadura ni una democracia censitaria. Sin embargo, tuvo un Gobierno que cometió serias violaciones a los derechos humanos, justificadas con un dudoso andamiaje jurídico, algo que es particularmente grave en el caso de la democracia más antigua del mundo. Ello se ha hecho aún más evidente con los informes sobre el tema de la Oficina del Asesor Legal del Presidente de esos años, hechas públicas recientemente por la Casa Blanca. El creer que lo mejor es “el perdón y el olvido” es tentador, pero engañoso. Al no admitir las heridas infligidas a la polis, ni intentar curarlas, ellas siguen supurando. En la frase del entonces presidente de Chile Ricardo Lagos, al lanzar la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura en el año 2003, “no hay mañana sin ayer”.
La equivocada noción de que fueron estas “avanzadas técnicas de interrogación”, conocidas en el Cono Sur suramericano en los años setenta y los ochenta, las que hicieron posible prevenir otro ataque terrorista en Estados Unidos, continuaría siendo propagada. No cabría descartar que su alegada utilidad fuese invocada nuevamente en el futuro. Al no haber sido denunciadas, pueden resurgir.
La paradoja del encendido debate en Estados Unidos sobre el tema es que muchos defensores del Gobierno del presidente Bush, como el senador Arlen Specter -republicano por Pensilvania, quien ha dicho, reveladoramente, “esto no es América Latina”-, han expresado que sería preferible el enjuiciamiento de los responsables de las torturas que una Comisión de la Verdad. Tradicionalmente los defensores de los culpables de estas violaciones consideran que las Comisiones de la Verdad son un mal menor frente a un juicio penal de los Augusto Pinochet de este mundo.
La razón es obvia. Los procedimientos judiciales no son los mejores mecanismos para establecer la verdad histórica. Un buen abogado puede distorsionar los hechos de manera que terminen siendo irreconocibles. Las Comisiones de la Verdad, en cambio, han pasado a ser instrumentos cada vez más potentes para establecer ante la opinión pública lo realmente ocurrido en periodos negros de la historia de los países, ya sea en Perú bajo Alberto Fujimori o en Timor Oriental bajo Suharto. Y eso sí que es aterrador para aquellos que no quieren que se eche luz sobre lo que el entonces vicepresidente Dick Cheney llamó “el lado oscuro” del periodo 2001-2008 en Estados Unidos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Con las vistas públicas de la Comisión de Asuntos Judiciales del Senado de Estados Unidos, el proyecto de una Comisión de la Verdad para investigar las violaciones de los derechos humanos bajo la presidencia de George W. Bush ha tomado ímpetu. Planteada primero en círculos académicos, y propuesta luego en un discurso en la Universidad de Georgetown por el senador Patrick Leahy (demócrata por Vermont), la idea ha sido apoyada en el Congreso y por la opinión pública. De acuerdo con una encuesta reciente, un 38% de los estadounidenses es favorable a enjuiciar a los culpables de dichas violaciones, mientras que un 24% apoya investigarlas por medio de una entidad independiente (como una Comisión de la Verdad).
La práctica de la tortura (terminando en algunos casos con la muerte de la víctima) sobre individuos sospechosos de vínculos con los atentados del 11 de septiembre, justificada legalmente a los más altos niveles del Gobierno de Estados Unidos, no fue un caso de “algunos excesos”. Fue producto de una política sistemática expresada en instrucciones explícitas a los interrogadores de las Fuerzas Armadas y la CIA, con el objetivo de obtener “inteligencia actuable”. Y a la tortura cabe añadir desapariciones forzosas, secuestros y otro tipo de atropellos. De acuerdo a algunos juristas, estas prácticas constituirían crímenes de guerra. Con ellas, Estados Unidos habría violado tratados internacionales de los cuales es parte.
Algunos se han opuesto a enjuiciar a los torturadores y a sus superiores, ya que estos hechos habrían sido producto del enfervorizado clima antiterrorista de fines de 2001. La ciudadanía estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por ubicar a los responsables de los ataques al World Trade Center y al Pentágono, y por evitar otros ataques similares. La popularidad del presidente Bush llegó en esa época a un 80%. Dado ese ambiente, sería injusto enjuiciar ahora, en un entorno político muy distinto, a funcionarios de entonces.
El senador Leahy, un antiguo fiscal, ha citado como precedente una Comisión establecida en los años setenta por el senador Frank Church para investigar abusos cometidos por las agencias de Inteligencia. Nancy Pelosi, la Speaker de la Cámara de Representantes, y John Conyers, presidente de la Comisión de Asuntos Judiciales de la misma Cámara, también son partidarios de tomar medidas. Conyers ha presentado un proyecto de ley (H. R. 104) para crear una Comisión Nacional sobre Poderes de Guerra del presidente y Libertades Civiles, que apuntaría en esa dirección.
El presidente Obama, y su secretario de Justicia, Eric Holder, que han condenado estas prácticas, han dado a entender que no apoyan una comisión de este tipo, prefiriendo no enfrascarse en temas del pasado. El Gobierno actual tendría suficientes desafíos con la crisis financiera y las guerras en Irak y Afganistán, como para añadir el enjuiciamiento de funcionarios del Gobierno anterior, con la consiguiente polarización.
Este debate es conocido. En las transiciones del autoritarismo, los nuevos Gobiernos democráticos han debido enfrentar el legado de un pasado perverso. Muchos países de África, Asia y América Latina se han visto en la misma disyuntiva.
Dadas otras prioridades, es tentador querer barrer bajo la alfombra las violaciones de derechos humanos del pasado. Tal como el presidente Obama hoy, los nuevos regímenes democráticos han tenido una agenda muy copada, incluyendo la reconstrucción de las instituciones, la reinserción internacional, el pago de la “deuda social” y el impulso del crecimiento económico.
Es por ello que, en los años ochenta, un país como Uruguay aprobó una ley de amnistía. Siguiendo el modelo de Nuremberg, en cambio, Argentina, bajo la presidencia de Raúl Alfonsín, procedió a enjuiciar en tribunales especiales a los integrantes de la junta militar que gobernó de 1976 a 1983. Ninguno de estos enfoques dio resultado. En Uruguay se hicieron varios plebiscitos sobre el tema, que aún no se despeja. En Argentina, una serie de cuartelazos forzaron al Gobierno a indultar a los generales.
A su vez, países como Chile, Suráfrica, Perú, El Salvador, Guatemala, Uganda y muchos otros establecieron Comisiones de la Verdad. Ellas constituyen un camino intermedio entre el enjuiciamiento y la amnistía. Las Comisiones de la Verdad son entes independientes, pero establecidos oficialmente, para examinar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante un periodo. No son tribunales y no tienen los poderes de la judicatura. Son integradas por personalidades prominentes, representativas de la sociedad en su conjunto, a quienes se les encarga la tarea de someter un informe en un plazo determinado, generalmente entre seis meses y dos años. Su carácter híbrido y flexibilidad procedimental las hace ideales para investigaciones de este tipo. Sus informes constituyen un reconocimiento oficial del daño causado por agentes del Estado, y cortan el cordón umbilical con ese pasado perverso. La información recabada permite también tomar una decisión mucho más calibrada acerca de si enjuiciar o no a los responsables.
La Comisión de la Verdad y la Reconciliación presidida por Raúl Rettig (1990-1991) jugó un papel clave en allanar el camino de la exitosa transición chilena. Algo similar puede decirse de la entidad del mismo nombre presidida por el arzobispo Desmond Tutu (1995-1998) en Suráfrica, así como en relación a despejar en parte el legado del apartheid.
Estados Unidos bajo el presidente Bush no fue una dictadura ni una democracia censitaria. Sin embargo, tuvo un Gobierno que cometió serias violaciones a los derechos humanos, justificadas con un dudoso andamiaje jurídico, algo que es particularmente grave en el caso de la democracia más antigua del mundo. Ello se ha hecho aún más evidente con los informes sobre el tema de la Oficina del Asesor Legal del Presidente de esos años, hechas públicas recientemente por la Casa Blanca. El creer que lo mejor es “el perdón y el olvido” es tentador, pero engañoso. Al no admitir las heridas infligidas a la polis, ni intentar curarlas, ellas siguen supurando. En la frase del entonces presidente de Chile Ricardo Lagos, al lanzar la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura en el año 2003, “no hay mañana sin ayer”.
La equivocada noción de que fueron estas “avanzadas técnicas de interrogación”, conocidas en el Cono Sur suramericano en los años setenta y los ochenta, las que hicieron posible prevenir otro ataque terrorista en Estados Unidos, continuaría siendo propagada. No cabría descartar que su alegada utilidad fuese invocada nuevamente en el futuro. Al no haber sido denunciadas, pueden resurgir.
La paradoja del encendido debate en Estados Unidos sobre el tema es que muchos defensores del Gobierno del presidente Bush, como el senador Arlen Specter -republicano por Pensilvania, quien ha dicho, reveladoramente, “esto no es América Latina”-, han expresado que sería preferible el enjuiciamiento de los responsables de las torturas que una Comisión de la Verdad. Tradicionalmente los defensores de los culpables de estas violaciones consideran que las Comisiones de la Verdad son un mal menor frente a un juicio penal de los Augusto Pinochet de este mundo.
La razón es obvia. Los procedimientos judiciales no son los mejores mecanismos para establecer la verdad histórica. Un buen abogado puede distorsionar los hechos de manera que terminen siendo irreconocibles. Las Comisiones de la Verdad, en cambio, han pasado a ser instrumentos cada vez más potentes para establecer ante la opinión pública lo realmente ocurrido en periodos negros de la historia de los países, ya sea en Perú bajo Alberto Fujimori o en Timor Oriental bajo Suharto. Y eso sí que es aterrador para aquellos que no quieren que se eche luz sobre lo que el entonces vicepresidente Dick Cheney llamó “el lado oscuro” del periodo 2001-2008 en Estados Unidos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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