Por Pere Vilanova, catedratico de Ciencia Política y analista en el Ministerio de Defensa (EL PERIÓDICO, 25/03/09):
Una de las imágenes más celebradas de este 2009 es la de Hillary Clinton y su homólogo ruso jugando a resetear el botón de sus relaciones, que según dicen, era un botón rojo, es de suponer que como metáfora de lo que en su día fue el teléfono rojo entre Washington y Moscú. Aunque quizá convenga recordar a los lectores más jóvenes lo que fue aquel teléfono rojo, que no era un teléfono ni era rojo, a pesar de la sugerente película de Stanley Kubrick sobre la materia. Se trataba de una serie de mecanismos de comunicación segura entre las dos capitales, a fin de prevenir un holocausto nuclear, ya fuera por accidente, ya por incidente descontrolado.
Fue esencial porque demostró, según muchos analistas, la alta racionalidad que alcanzaron las partes en un conflicto tan antagónico como el de la guerra fría. La metáfora fue sugerente en su día, hace casi medio siglo, y tranquilizó al gran público, que vivía aterrado por la posibilidad de una guerra nuclear. Con toda la razón, por cierto.
PERO EL símil se acaba aquí, al menos en su comparación literal con la guerra fría. A la vez, no deja de ser significativo que Washington y Moscú hayan sentido la necesidad de simbolizar este reset de sus relaciones, con la anécdota añadida de que, al parecer y en un primer momento, los rusos mostraron inquietud y desasosiego por un fallo en la traducción del término reset, que aparecía como “recargar o sobrecargar”. Con lo que se demuestra que por muy buenos que sean los traductores en reuniones de alto nivel, conviene que tengan rudimentos de informática.
La cuestión de fondo es otra. No existe guerra fría, no existe el juego de suma cero que estuvo en el epicentro del equilibrio bipolar. Pero sigue habiendo tensiones, antagonismos, desconfianzas entre grandes potencias, o una grande y una media. A estas alturas podemos pues concluir que lo esencial no depende solo de mega-antagonismos ideológicos como los de la guerra fría: la competición por el poder a escala internacional, el estatus, la influencia, los choques entre visiones diferentes del concepto de interés nacional, todo ello basta y sobra para explicar la necesidad de este reset a múltiples bandas, que la nueva Administración de Obama parece haber entendido, al menos a nivel simbólico. Porque el problema adicional es que las armas nucleares de las grandes potencias a lo mejor ya no generan titulares todos los días, pero existen, hay muchas, demasiadas, y este año convendrá resetear algunos de los mecanismos de control que habían establecido Moscú y Washington durante la guerra fría.
La racionalidad de estos dos actores, en los años 60 a 80, se puso de relieve cuando, en medio de crisis tan graves y severas como la guerra de Vietnam o la invasión soviética de Afganistán, fueron capaces de enfrentarse y en paralelo negociar los grandes tratados SALT I y SALT II, o incluso la serie START de control de armas nucleares. Cierto que el fin de la guerra fría y la entrada en la década de los noventa fue ambivalente.
Todos los datos objetivos (fin del antagonismo, agenda común en muchos temas, etcétera) parecían apuntar a que del control se podría pasar pronto al desarme bilateral, y se lograron reducciones significativas en el terreno nuclear y en el convencional. Pero desde 1999, y por supuesto a partir de 2001, este tema también padeció (de forma aparentemente innecesaria por irracional) los embates del supuesto mundo unipolar que nunca existió. Por ejemplo, la manera como EEUU, la OTAN y Rusia han gestionado sus desacuerdos en el marco del Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa (en sus siglas: FACE) para presionarse o subir el tono de sus intransigencias, ha sido contraproducente. La anunciada suspensión de Rusia de sus obligaciones es la respuesta a negativas por parte de la OTAN de culminar su plena aplicación por motivos que podrían resolverse en sede diplomática.
LO MISMO ha sucedido con los sistemas antimisiles anunciados por la Administración de Bush, en países europeos que son miembros de la OTAN y de la UE, aunque el acuerdo se haya establecido de modo bilateral; o en su día la denuncia del protocolo adicional al Tratado SALT I por parte de la misma Administración. Veremos la suerte que corre el Tratado de Moscú –SORT, en sus siglas en inglés– firmado en el 2002, y que expira en el 2012, pero que no parece tener avances significativos en su aplicación.
Sus limitaciones son obvias, el acuerdo no tiene el grado de exigencia de otros tratados anteriores, ya sean los START o el INF de 1987. Se deja que las partes conserven las cabezas nucleares que “retiren”, pero sin destruirlas, y los mecanismos de verificación son escasos y no sistemáticos. El público tiene que saber que Rusia y Estados Unidos siguen teniendo (datos del 2006) unas 5.500 cabezas nucleares cada uno; Francia, unas 350; Reino Unido, cerca de 200; China, unas 130; India y Pakistán, unas 110 entre ambos; Israel, no sabe no contesta pero, según diversas fuentes, entre 100 y 200.
No hagan las cuentas en cuanto a su capacidad destructiva (megatonaje): se marearían. ¿Para qué se necesita todo esto en el mundo actual? La pregunta es relevante. De la respuesta, estamos a la espera.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Una de las imágenes más celebradas de este 2009 es la de Hillary Clinton y su homólogo ruso jugando a resetear el botón de sus relaciones, que según dicen, era un botón rojo, es de suponer que como metáfora de lo que en su día fue el teléfono rojo entre Washington y Moscú. Aunque quizá convenga recordar a los lectores más jóvenes lo que fue aquel teléfono rojo, que no era un teléfono ni era rojo, a pesar de la sugerente película de Stanley Kubrick sobre la materia. Se trataba de una serie de mecanismos de comunicación segura entre las dos capitales, a fin de prevenir un holocausto nuclear, ya fuera por accidente, ya por incidente descontrolado.
Fue esencial porque demostró, según muchos analistas, la alta racionalidad que alcanzaron las partes en un conflicto tan antagónico como el de la guerra fría. La metáfora fue sugerente en su día, hace casi medio siglo, y tranquilizó al gran público, que vivía aterrado por la posibilidad de una guerra nuclear. Con toda la razón, por cierto.
PERO EL símil se acaba aquí, al menos en su comparación literal con la guerra fría. A la vez, no deja de ser significativo que Washington y Moscú hayan sentido la necesidad de simbolizar este reset de sus relaciones, con la anécdota añadida de que, al parecer y en un primer momento, los rusos mostraron inquietud y desasosiego por un fallo en la traducción del término reset, que aparecía como “recargar o sobrecargar”. Con lo que se demuestra que por muy buenos que sean los traductores en reuniones de alto nivel, conviene que tengan rudimentos de informática.
La cuestión de fondo es otra. No existe guerra fría, no existe el juego de suma cero que estuvo en el epicentro del equilibrio bipolar. Pero sigue habiendo tensiones, antagonismos, desconfianzas entre grandes potencias, o una grande y una media. A estas alturas podemos pues concluir que lo esencial no depende solo de mega-antagonismos ideológicos como los de la guerra fría: la competición por el poder a escala internacional, el estatus, la influencia, los choques entre visiones diferentes del concepto de interés nacional, todo ello basta y sobra para explicar la necesidad de este reset a múltiples bandas, que la nueva Administración de Obama parece haber entendido, al menos a nivel simbólico. Porque el problema adicional es que las armas nucleares de las grandes potencias a lo mejor ya no generan titulares todos los días, pero existen, hay muchas, demasiadas, y este año convendrá resetear algunos de los mecanismos de control que habían establecido Moscú y Washington durante la guerra fría.
La racionalidad de estos dos actores, en los años 60 a 80, se puso de relieve cuando, en medio de crisis tan graves y severas como la guerra de Vietnam o la invasión soviética de Afganistán, fueron capaces de enfrentarse y en paralelo negociar los grandes tratados SALT I y SALT II, o incluso la serie START de control de armas nucleares. Cierto que el fin de la guerra fría y la entrada en la década de los noventa fue ambivalente.
Todos los datos objetivos (fin del antagonismo, agenda común en muchos temas, etcétera) parecían apuntar a que del control se podría pasar pronto al desarme bilateral, y se lograron reducciones significativas en el terreno nuclear y en el convencional. Pero desde 1999, y por supuesto a partir de 2001, este tema también padeció (de forma aparentemente innecesaria por irracional) los embates del supuesto mundo unipolar que nunca existió. Por ejemplo, la manera como EEUU, la OTAN y Rusia han gestionado sus desacuerdos en el marco del Tratado sobre Fuerzas Convencionales en Europa (en sus siglas: FACE) para presionarse o subir el tono de sus intransigencias, ha sido contraproducente. La anunciada suspensión de Rusia de sus obligaciones es la respuesta a negativas por parte de la OTAN de culminar su plena aplicación por motivos que podrían resolverse en sede diplomática.
LO MISMO ha sucedido con los sistemas antimisiles anunciados por la Administración de Bush, en países europeos que son miembros de la OTAN y de la UE, aunque el acuerdo se haya establecido de modo bilateral; o en su día la denuncia del protocolo adicional al Tratado SALT I por parte de la misma Administración. Veremos la suerte que corre el Tratado de Moscú –SORT, en sus siglas en inglés– firmado en el 2002, y que expira en el 2012, pero que no parece tener avances significativos en su aplicación.
Sus limitaciones son obvias, el acuerdo no tiene el grado de exigencia de otros tratados anteriores, ya sean los START o el INF de 1987. Se deja que las partes conserven las cabezas nucleares que “retiren”, pero sin destruirlas, y los mecanismos de verificación son escasos y no sistemáticos. El público tiene que saber que Rusia y Estados Unidos siguen teniendo (datos del 2006) unas 5.500 cabezas nucleares cada uno; Francia, unas 350; Reino Unido, cerca de 200; China, unas 130; India y Pakistán, unas 110 entre ambos; Israel, no sabe no contesta pero, según diversas fuentes, entre 100 y 200.
No hagan las cuentas en cuanto a su capacidad destructiva (megatonaje): se marearían. ¿Para qué se necesita todo esto en el mundo actual? La pregunta es relevante. De la respuesta, estamos a la espera.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario