Por Pablo Martín Aceña, catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá (EL PAÍS, 31/03/09):
El 12 de junio de 1933 tuvo lugar en Londres la Conferencia Internacional Económica y Monetaria que reunió a representantes de 66 países con la tarea de coordinar medidas de política económica para salvar al mundo de la Gran Depresión. Con exquisita puntualidad, a las 3 de la tarde, hizo su entrada en la gran sala cuadrangular del Museo de Geología el rey Jorge V para pronunciar las palabras de apertura. La sala, sin flores y sin apenas decoración, se hallaba atestada de jefes de Gobierno, ministros, diplomáticos, asesores y periodistas. Los delegados, ataviados con chaqué negro como exigía la etiqueta, aparecían relajados. Gentes que se conocían de anteriores conferencias en Lausana, Basilea y Ginebra. Allí estaba Daladier y Von Neurath; el canciller Dollfuss y el italiano Guido Jung; también los soviéticos Litvinoff y Maisky; el japonés Kirurjio Ishii y el chino Soong, y los anfitriones, con el canciller del Exchequer, Chamberlain, a la cabeza. La representación de la española República de Trabajadores la ostentaba el ministro de Economía, Luis Nicolau d’Olwer, y a su lado se sentaba el imprescindible Flores de Lemus. El discurso inaugural, serio y distendido, lo pronunció el primer ministro, Ramsey MacDonald.
La necesidad de la cooperación internacional para salir de la depresión era compartida por la mayoría de los delegados. En mayo, John Maynard Keynes había publicado un incisivo opúsculo, The means to prosperity (El camino hacia la prosperidad), señalando que la recuperación pasaba por la concertación económica. El presidente Roosevelt, que ocupaba la Casa Blanca desde marzo de 1933, le había dicho a su secretario de Estado, Cordell Hull, que hiciese todo lo posible en Londres para que se emprendiesen acciones contra la Gran Depresión: políticas monetarias y fiscales expansionistas, rebajas de aranceles, supresión de cuotas a la importación y eliminación de los controles de cambio. Roosevelt, en sus apenas 100 días en la Casa Blanca, había lanzado 15 medidas de choque como avanzadilla de su New Deal. Una de ellas, la más espectacular, había sido la suspensión del patrón oro, el 18 de abril, y la consiguiente devaluación del dólar.
La conferencia se prolongó hasta el 27 de julio. Ya en la segunda jornada, las sonrisas se tornaron en gestos adustos cargados de preocupación. En 1933 la crisis mundial iniciada en 1929 llevaba tres largos años y había producido un descenso de la producción mundial superior al 25%, y un pavoroso aumento del desempleo, que en Estados Unidos y Alemania rondaba el 20%. La crisis había contraído el comercio mundial y puesto en marcha una espiral deflacionista. El colapso bancario de la primavera de 1931 había desarticulado el sistema financiero y monetario internacional. El ambiente no estaba para grandes alegrías. Hitler había ascendido al poder en enero de ese año y la Europa democrática estaba asediada por el fascismo y el comunismo. Las naciones que no habían sucumbido a la tentación autoritaria sentían la presión de la calle y de los sindicatos. Había que encontrar una solución.
Francia se hallaba en situación desesperada, con una caída de su producto interior superior al 15%, el desplome de sus ingresos fiscales y un paro ascendente que amenazaba la estabilidad de la III República. Para defender su economía, las autoridades francesas habían decidido mantener el patrón oro con un franco fuerte. Querían también una estabilización monetaria y la condonación de las deudas derivadas de la Primera Guerra Mundial. Los anfitriones, sin embargo, no estaban por la labor. La devaluación de la libra esterlina en 1931 les había rendido buenos frutos y había permitido al Banco de Inglaterra emprender una política monetaria expansiva y de bajos tipos de interés. Abogaban por la eliminación de las deudas de guerra, pero no querían oír la palabra “estabilización”. Y coincidían con los americanos en la defensa del librecambio.
Americanos, británicos y franceses llevaron el peso de la conferencia, pero las agendas del resto de los países también repercutieron en las negociaciones.
Los soviéticos introdujeron cuestiones políticas y de seguridad continental, y poco les preocupaba el hundimiento del capitalismo. El Gobierno nazi antepuso la resolución de los asuntos políticos pendientes y por su cuenta emprendió el camino de la autarquía. Italia defendía el patrón oro e insistía en la supresión de las deudas interaliadas. Los intereses nacionales hicieron acto de presencia y el espíritu internacionalista al que había apelado Roosevelt murió. La dificultad de alcanzar acuerdos apagó el entusiasmo de aquellos que habían pensado que Londres era la salvación. Los delegados hicieron las maletas y regresaron a sus países con las manos vacías. El fracaso le costó al mundo más años de depresión.
¿Por qué fracasó Londres 1933? Se atribuye el fiasco a Estados Unidos, incluso al propio Roosevelt, que en el curso de aquel verano del 33 cambió sus prioridades. Antepuso la recuperación de la producción americana y la reducción del paro a cualquier otra consideración. Su preocupación por la marcha de la economía mundial y por los asuntos monetarios disminuyó. No quería atarse las manos con acuerdos internacionales que limitasen su libertad de acción. El 2 de julio Roosevelt lanzó su célebre bombazo (bombshell): una declaración en la que afirmaba que consideraría una catástrofe que la conferencia de Londres se extraviara buscando una estabilidad monetaria artificial. Los partidarios del patrón oro se enfurecieron: Francia, Italia, Polonia, Holanda, Bélgica y Suiza redactaron un comunicado contrario al del presidente americano.
Estados Unidos no fue el único responsable del fracaso. Para Gran Bretaña la cita tenía un interés relativo, era una ocasión para plantear el asunto de las deudas de guerra e impedir devaluaciones competitivas de dólar. Para Francia, conservar el patrón oro era esencial, después del sufrimiento que había costado conseguirlo en los años veinte. Además, la atmósfera política europea estaba cargada de hostilidad. Hitler tenía como objetivo la militarización. A Mussolini sólo le preocupaban la política italiana y la expansión en África. La Unión Soviética veía la Gran Depresión como un paso más del capitalismo hacia su autodestrucción. El resto de las naciones habían viajado a Londres a defender sus intereses particulares. España tuvo una actuación discreta.
Londres: 2 de abril de 2009. Setenta y seis años después, la capital del Támesis vuelve a ser el escenario de una conferencia internacional que tiene por objeto coordinar acciones para sacar a la economía mundial de una crisis profunda que presenta algunos rasgos que la asemejan a la de los años treinta. Como aquélla, nuestra crisis es global, con descenso de las tasas de crecimiento y amenazadora inestabilidad del sistema financiero. Como entonces, un presidente de Estados Unidos recién elegido, Barack Obama, ha llegado a la Casa Blanca con ideas renovadoras.
Pero también hay diferencias notables. La experiencia está de nuestra parte: hemos aprendido lecciones importantes; quizá no sepamos qué hacer, pero sí sabemos qué errores no debemos cometer (no permitir que se caiga el sistema financiero y cerrar el paso al nacionalismo económico), y esto es bastante. La conferencia reúne a los miembros del G-20, no a todas las naciones del planeta, pero ello la hará más operativa. La Unión Europea no presenta un frente común, lo cual es de lamentar, pero gracias precisamente a la Unión nuestro continente no está desgarrado por rencillas políticas. Todos parecen convencidos de que sin cooperación no será posible salir pronto de la crisis. Y, además, existe el factor Obama, el nuevo Roosevelt, un hombre consciente de que no puede desentenderse del mundo. Ya ha dicho que los esfuerzos individuales son vanos, que la economía americana está unida a la mundial y la cooperación es imprescindible. El internacionalismo de Obama va más allá del europeo. Y esta vez el presidente americano sí estará en Londres.
Londres 1933 fue una gran oportunidad para la cooperación internacional que no se aprovechó, pero de ese fracaso se extrajeron lecciones que más tarde aseguraron el éxito de Bretton Woods en 1944. Como ha dicho Hillary Clinton, una buena crisis nunca debe desaprovecharse. La crisis actual y Londres 2009 son una oportunidad para afirmar la cooperación mundial. Ya veremos qué resulta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El 12 de junio de 1933 tuvo lugar en Londres la Conferencia Internacional Económica y Monetaria que reunió a representantes de 66 países con la tarea de coordinar medidas de política económica para salvar al mundo de la Gran Depresión. Con exquisita puntualidad, a las 3 de la tarde, hizo su entrada en la gran sala cuadrangular del Museo de Geología el rey Jorge V para pronunciar las palabras de apertura. La sala, sin flores y sin apenas decoración, se hallaba atestada de jefes de Gobierno, ministros, diplomáticos, asesores y periodistas. Los delegados, ataviados con chaqué negro como exigía la etiqueta, aparecían relajados. Gentes que se conocían de anteriores conferencias en Lausana, Basilea y Ginebra. Allí estaba Daladier y Von Neurath; el canciller Dollfuss y el italiano Guido Jung; también los soviéticos Litvinoff y Maisky; el japonés Kirurjio Ishii y el chino Soong, y los anfitriones, con el canciller del Exchequer, Chamberlain, a la cabeza. La representación de la española República de Trabajadores la ostentaba el ministro de Economía, Luis Nicolau d’Olwer, y a su lado se sentaba el imprescindible Flores de Lemus. El discurso inaugural, serio y distendido, lo pronunció el primer ministro, Ramsey MacDonald.
La necesidad de la cooperación internacional para salir de la depresión era compartida por la mayoría de los delegados. En mayo, John Maynard Keynes había publicado un incisivo opúsculo, The means to prosperity (El camino hacia la prosperidad), señalando que la recuperación pasaba por la concertación económica. El presidente Roosevelt, que ocupaba la Casa Blanca desde marzo de 1933, le había dicho a su secretario de Estado, Cordell Hull, que hiciese todo lo posible en Londres para que se emprendiesen acciones contra la Gran Depresión: políticas monetarias y fiscales expansionistas, rebajas de aranceles, supresión de cuotas a la importación y eliminación de los controles de cambio. Roosevelt, en sus apenas 100 días en la Casa Blanca, había lanzado 15 medidas de choque como avanzadilla de su New Deal. Una de ellas, la más espectacular, había sido la suspensión del patrón oro, el 18 de abril, y la consiguiente devaluación del dólar.
La conferencia se prolongó hasta el 27 de julio. Ya en la segunda jornada, las sonrisas se tornaron en gestos adustos cargados de preocupación. En 1933 la crisis mundial iniciada en 1929 llevaba tres largos años y había producido un descenso de la producción mundial superior al 25%, y un pavoroso aumento del desempleo, que en Estados Unidos y Alemania rondaba el 20%. La crisis había contraído el comercio mundial y puesto en marcha una espiral deflacionista. El colapso bancario de la primavera de 1931 había desarticulado el sistema financiero y monetario internacional. El ambiente no estaba para grandes alegrías. Hitler había ascendido al poder en enero de ese año y la Europa democrática estaba asediada por el fascismo y el comunismo. Las naciones que no habían sucumbido a la tentación autoritaria sentían la presión de la calle y de los sindicatos. Había que encontrar una solución.
Francia se hallaba en situación desesperada, con una caída de su producto interior superior al 15%, el desplome de sus ingresos fiscales y un paro ascendente que amenazaba la estabilidad de la III República. Para defender su economía, las autoridades francesas habían decidido mantener el patrón oro con un franco fuerte. Querían también una estabilización monetaria y la condonación de las deudas derivadas de la Primera Guerra Mundial. Los anfitriones, sin embargo, no estaban por la labor. La devaluación de la libra esterlina en 1931 les había rendido buenos frutos y había permitido al Banco de Inglaterra emprender una política monetaria expansiva y de bajos tipos de interés. Abogaban por la eliminación de las deudas de guerra, pero no querían oír la palabra “estabilización”. Y coincidían con los americanos en la defensa del librecambio.
Americanos, británicos y franceses llevaron el peso de la conferencia, pero las agendas del resto de los países también repercutieron en las negociaciones.
Los soviéticos introdujeron cuestiones políticas y de seguridad continental, y poco les preocupaba el hundimiento del capitalismo. El Gobierno nazi antepuso la resolución de los asuntos políticos pendientes y por su cuenta emprendió el camino de la autarquía. Italia defendía el patrón oro e insistía en la supresión de las deudas interaliadas. Los intereses nacionales hicieron acto de presencia y el espíritu internacionalista al que había apelado Roosevelt murió. La dificultad de alcanzar acuerdos apagó el entusiasmo de aquellos que habían pensado que Londres era la salvación. Los delegados hicieron las maletas y regresaron a sus países con las manos vacías. El fracaso le costó al mundo más años de depresión.
¿Por qué fracasó Londres 1933? Se atribuye el fiasco a Estados Unidos, incluso al propio Roosevelt, que en el curso de aquel verano del 33 cambió sus prioridades. Antepuso la recuperación de la producción americana y la reducción del paro a cualquier otra consideración. Su preocupación por la marcha de la economía mundial y por los asuntos monetarios disminuyó. No quería atarse las manos con acuerdos internacionales que limitasen su libertad de acción. El 2 de julio Roosevelt lanzó su célebre bombazo (bombshell): una declaración en la que afirmaba que consideraría una catástrofe que la conferencia de Londres se extraviara buscando una estabilidad monetaria artificial. Los partidarios del patrón oro se enfurecieron: Francia, Italia, Polonia, Holanda, Bélgica y Suiza redactaron un comunicado contrario al del presidente americano.
Estados Unidos no fue el único responsable del fracaso. Para Gran Bretaña la cita tenía un interés relativo, era una ocasión para plantear el asunto de las deudas de guerra e impedir devaluaciones competitivas de dólar. Para Francia, conservar el patrón oro era esencial, después del sufrimiento que había costado conseguirlo en los años veinte. Además, la atmósfera política europea estaba cargada de hostilidad. Hitler tenía como objetivo la militarización. A Mussolini sólo le preocupaban la política italiana y la expansión en África. La Unión Soviética veía la Gran Depresión como un paso más del capitalismo hacia su autodestrucción. El resto de las naciones habían viajado a Londres a defender sus intereses particulares. España tuvo una actuación discreta.
Londres: 2 de abril de 2009. Setenta y seis años después, la capital del Támesis vuelve a ser el escenario de una conferencia internacional que tiene por objeto coordinar acciones para sacar a la economía mundial de una crisis profunda que presenta algunos rasgos que la asemejan a la de los años treinta. Como aquélla, nuestra crisis es global, con descenso de las tasas de crecimiento y amenazadora inestabilidad del sistema financiero. Como entonces, un presidente de Estados Unidos recién elegido, Barack Obama, ha llegado a la Casa Blanca con ideas renovadoras.
Pero también hay diferencias notables. La experiencia está de nuestra parte: hemos aprendido lecciones importantes; quizá no sepamos qué hacer, pero sí sabemos qué errores no debemos cometer (no permitir que se caiga el sistema financiero y cerrar el paso al nacionalismo económico), y esto es bastante. La conferencia reúne a los miembros del G-20, no a todas las naciones del planeta, pero ello la hará más operativa. La Unión Europea no presenta un frente común, lo cual es de lamentar, pero gracias precisamente a la Unión nuestro continente no está desgarrado por rencillas políticas. Todos parecen convencidos de que sin cooperación no será posible salir pronto de la crisis. Y, además, existe el factor Obama, el nuevo Roosevelt, un hombre consciente de que no puede desentenderse del mundo. Ya ha dicho que los esfuerzos individuales son vanos, que la economía americana está unida a la mundial y la cooperación es imprescindible. El internacionalismo de Obama va más allá del europeo. Y esta vez el presidente americano sí estará en Londres.
Londres 1933 fue una gran oportunidad para la cooperación internacional que no se aprovechó, pero de ese fracaso se extrajeron lecciones que más tarde aseguraron el éxito de Bretton Woods en 1944. Como ha dicho Hillary Clinton, una buena crisis nunca debe desaprovecharse. La crisis actual y Londres 2009 son una oportunidad para afirmar la cooperación mundial. Ya veremos qué resulta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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