Por Salvador Giner, presidente del IEC (EL PERIÓDICO, 01/04/09):
El hombre es un animal simbólico. O, mejor, el hombre es un animal, sobre todo, simbólico. El apagón del sábado 28 de marzo, que sumió en la tiniebla un conjunto de monumentos colosales –ninguno de humilde belleza–, desde la ópera de Sídney hasta las pirámides cairotas, destacó por su simbolismo sin eficacia.
No estoy en contra. Todo lo que sea ahorrar una brizna de energía, o reducir la polución lumínica de nuestros cielos, me parece muy bien. Aunque sea de modo tan nimio. Una hora aquí y allá, unos minúsculos watios. Una gota en el océano. (Y de dudosa estética: el son et lumière es uno de los desaguisados mayores de nuestros mediáticos tiempos. Un respiro, por favor, para el son y para la lumière. Un oxímoron como aquello de la musica tecno.) No se diseñó el Partenón para que le pusieran focos nocturnos y se violara así el misterio de su nocturna belleza. Al dórico no le van esas cosas. (Tal vez a Gaudí, pero mejor que no entremos en el espinoso asunto) Menos mal que la diosa Atenea lo abandonó siglos ha, antes de que los turcos lo transformaran en polvorín y los venecianos lo volaran, en 1687.
SOMOS DIESTROS en el mareo de la perdiz. Los científicos –2.300 de ellos, nada menos– acaban de decirnos desde Copenhague que el nivel del mar está subiendo el doble de lo previsto, para que en la reunión de las Naciones Unidas del próximo diciembre se haga algo para poner coto a la situación. Lástima grande que, como han señalado muchos de ellos, ya comienza a ser demasiado tarde para cataplasmas.
En su famoso informe del 2006 –al que nadie hace caso– lord Stern avisaba de que hacia el fin de nuestro siglo XXI, las temperaturas habrían aumentado entre 2 y 3 grados centígrados. Ahora, en Copenhague, se ha corregido a sí mismo para anunciar una subida de 4 a 7 grados. En otro orden de cosas (¿desorden de cosas?), la destrucción de la selva amazónica se va acercando a la mitad del territorio que cubría. ¿Irreversible? Eso parece. Ni Lula lo para.
Mientras tanto, las respuestas de los españoles a las encuestas sobre lo que hacen o están dispuestos a hacer para combatir el desastre climático, reciclar mínimamente los residuos o controlar el gasto energético, no dejan lugar a dudas. A la mayoría les importa un bledo. No me refiero a lo que piensan o dicen que piensan, sino a lo que están dispuestos a hacer, en su vida cotidiana, para colaborar. Para cuando se hayan educado del todo –muchos lustros después de que haya desaparecido no ya el último glaciar, sino el último helero de Sierra Nevada o del Pirineo– el nivel marino de las aguas ya habrá obliterado varios países. Si son, que serán, como Bangladés, volcarán millones de emigrantes sobre resto del mundo. ¿Los recibiremos por acá? Mientras tanto, algunos bienintencionados ayuntamientos, como el de Barcelona, se habrán preocupado más por bajar un poco –muy poco– la contaminación de las autopistas, poniendo límites variables de velocidad, sin pensar en la hecatombe marina que se echa encima. Algunos especialistas la consideran peor que la polución atmosférica.
El remedio tardío e imperfecto, pero remedio al fin y al cabo, que pueda ponerse a esta gravísima situación para la humanidad, no es solo de prioridades, sino más bien de percepción social, moral y política de esas prioridades. La crisis económica que se ha desencadenado desde hace unos meses –la gente empezó a enterarse a fines de agosto, en medio del estupor estival– estimula una conciencia aguda de peligro para el bienestar, que, a su vez, sirve de cortina de espeso humo ante peores desastres. La economía, lo enseñamos en clase a los chicos de primero, es cíclica: ahora estamos en una fase desagradable, de la que, si los dioses no lo estropean, saldremos mañana. Pero el desastre ambiental no lo es. La capacidad de autorregulación y reequilibrio de los ecosistemas naturales y de los ecosistemas sociales, con todo y ser muy alta –según cada ámbito–, tiene un límite y obedece a normas muy distintas de las de la economía.
JUNTO A ESTA terrible dificultad –la de que un problema relativamente menor, aunque grave, oculte otro muy superior– está la no menos seria de los optimistas irresponsables, cuyo afán consiste en tildar a quienes expresan preocupaciones como las que yo ahora transmito de catastrofistas, de profetas de la hecatombe y el apocalipsis. En vez de intentar conversar racional y serenamente con quienes saben de qué hablan, acusan a quienes anuncian la catástrofe a todas luces –o a todas tinieblas, si lo único que nos preocupa es apagar el Big Ben y el Empire State una horita– de emitir jeremiadas. Lo cual equivale a eludir la cuestión, o fugir d’estudi. Nunca fue más adecuada esta estupenda expresión catalana. Porque los que niegan, sin razones ni información fehaciente en mano, las buenas razones y los sanos argumentos de quienes anuncian lo que va a llegar mañana con toda seguridad, no hacen sino huir de lo que el estudio enseña.
Vamos mal. Mientras tanto, apaguen alguna que otra luz, pero que no dure mucho, por favor. La tele no, y tampoco la nevera. Que no cunda el pánico. Ya cundirá mañana.
El hombre es un animal simbólico. O, mejor, el hombre es un animal, sobre todo, simbólico. El apagón del sábado 28 de marzo, que sumió en la tiniebla un conjunto de monumentos colosales –ninguno de humilde belleza–, desde la ópera de Sídney hasta las pirámides cairotas, destacó por su simbolismo sin eficacia.
No estoy en contra. Todo lo que sea ahorrar una brizna de energía, o reducir la polución lumínica de nuestros cielos, me parece muy bien. Aunque sea de modo tan nimio. Una hora aquí y allá, unos minúsculos watios. Una gota en el océano. (Y de dudosa estética: el son et lumière es uno de los desaguisados mayores de nuestros mediáticos tiempos. Un respiro, por favor, para el son y para la lumière. Un oxímoron como aquello de la musica tecno.) No se diseñó el Partenón para que le pusieran focos nocturnos y se violara así el misterio de su nocturna belleza. Al dórico no le van esas cosas. (Tal vez a Gaudí, pero mejor que no entremos en el espinoso asunto) Menos mal que la diosa Atenea lo abandonó siglos ha, antes de que los turcos lo transformaran en polvorín y los venecianos lo volaran, en 1687.
SOMOS DIESTROS en el mareo de la perdiz. Los científicos –2.300 de ellos, nada menos– acaban de decirnos desde Copenhague que el nivel del mar está subiendo el doble de lo previsto, para que en la reunión de las Naciones Unidas del próximo diciembre se haga algo para poner coto a la situación. Lástima grande que, como han señalado muchos de ellos, ya comienza a ser demasiado tarde para cataplasmas.
En su famoso informe del 2006 –al que nadie hace caso– lord Stern avisaba de que hacia el fin de nuestro siglo XXI, las temperaturas habrían aumentado entre 2 y 3 grados centígrados. Ahora, en Copenhague, se ha corregido a sí mismo para anunciar una subida de 4 a 7 grados. En otro orden de cosas (¿desorden de cosas?), la destrucción de la selva amazónica se va acercando a la mitad del territorio que cubría. ¿Irreversible? Eso parece. Ni Lula lo para.
Mientras tanto, las respuestas de los españoles a las encuestas sobre lo que hacen o están dispuestos a hacer para combatir el desastre climático, reciclar mínimamente los residuos o controlar el gasto energético, no dejan lugar a dudas. A la mayoría les importa un bledo. No me refiero a lo que piensan o dicen que piensan, sino a lo que están dispuestos a hacer, en su vida cotidiana, para colaborar. Para cuando se hayan educado del todo –muchos lustros después de que haya desaparecido no ya el último glaciar, sino el último helero de Sierra Nevada o del Pirineo– el nivel marino de las aguas ya habrá obliterado varios países. Si son, que serán, como Bangladés, volcarán millones de emigrantes sobre resto del mundo. ¿Los recibiremos por acá? Mientras tanto, algunos bienintencionados ayuntamientos, como el de Barcelona, se habrán preocupado más por bajar un poco –muy poco– la contaminación de las autopistas, poniendo límites variables de velocidad, sin pensar en la hecatombe marina que se echa encima. Algunos especialistas la consideran peor que la polución atmosférica.
El remedio tardío e imperfecto, pero remedio al fin y al cabo, que pueda ponerse a esta gravísima situación para la humanidad, no es solo de prioridades, sino más bien de percepción social, moral y política de esas prioridades. La crisis económica que se ha desencadenado desde hace unos meses –la gente empezó a enterarse a fines de agosto, en medio del estupor estival– estimula una conciencia aguda de peligro para el bienestar, que, a su vez, sirve de cortina de espeso humo ante peores desastres. La economía, lo enseñamos en clase a los chicos de primero, es cíclica: ahora estamos en una fase desagradable, de la que, si los dioses no lo estropean, saldremos mañana. Pero el desastre ambiental no lo es. La capacidad de autorregulación y reequilibrio de los ecosistemas naturales y de los ecosistemas sociales, con todo y ser muy alta –según cada ámbito–, tiene un límite y obedece a normas muy distintas de las de la economía.
JUNTO A ESTA terrible dificultad –la de que un problema relativamente menor, aunque grave, oculte otro muy superior– está la no menos seria de los optimistas irresponsables, cuyo afán consiste en tildar a quienes expresan preocupaciones como las que yo ahora transmito de catastrofistas, de profetas de la hecatombe y el apocalipsis. En vez de intentar conversar racional y serenamente con quienes saben de qué hablan, acusan a quienes anuncian la catástrofe a todas luces –o a todas tinieblas, si lo único que nos preocupa es apagar el Big Ben y el Empire State una horita– de emitir jeremiadas. Lo cual equivale a eludir la cuestión, o fugir d’estudi. Nunca fue más adecuada esta estupenda expresión catalana. Porque los que niegan, sin razones ni información fehaciente en mano, las buenas razones y los sanos argumentos de quienes anuncian lo que va a llegar mañana con toda seguridad, no hacen sino huir de lo que el estudio enseña.
Vamos mal. Mientras tanto, apaguen alguna que otra luz, pero que no dure mucho, por favor. La tele no, y tampoco la nevera. Que no cunda el pánico. Ya cundirá mañana.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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