Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 12/04/09):
La actual crisis económica mundial se ceba con mayor crueldad con los sectores sociales más vulnerables, y a su cabeza, con los inmigrantes indocumentados, convertidos gradualmente en los últimos años en seres “ilegales”, sin patria, trabajo ni futuro. El drama no se desenvuelve sólo en las fronteras de la Fortaleza Europea, ya sean las de la cuenca mediterránea, ya del trayecto África occidental a Canarias. Los sospechosos por el color de la piel o sus características “étnicas” viven atrapados en un laberinto invisible, sin salida alguna. Nos cruzamos con ellos en el metro, por las calles de Madrid, París o Roma, en la ignorancia de la inquietud que les embarga, de su aprensión a una vida sin horizonte, en precario equilibrio en el filo mellado de una navaja. ¿Van a encontrar algún empleo no declarado, a someterse, como en sus países de origen, a unas condiciones draconianas de algún explotador sin escrúpulos? La posibilidad de acogerse a esta nueva forma de servidumbre resulta, no obstante, cada vez más ardua. Los diferentes Estados de la Unión Europea endurecen las leyes y, por temor de las sanciones previstas en ellas, el número de empresarios o patronos que se arriesgan es cada vez menor. Queda, ¡cuán aleatoria y frágil!, la tabla de salvación de la solidaridad.
En mi reciente estancia en París asistí a la exposición fotográfica de la novelista Carole Achache en el vestíbulo de la alcaldía del distrito undécimo de la capital: la de una cuarentena de manos anónimas con una breve, casi telegráfica, historia de las mujeres y hombres que firman o sostienen los expedientes de sus recursos de amparo contra la expulsión. Vidas colgantes de un hilo: el del impulso humano más noble, de una fraternidad condigna a la igualdad radical con nuestros semejantes cualesquiera que sean sus orígenes, etnia, cultura o religión. La pequeña asociación organizadora del acto es un hermoso ejemplo de ello: sus miembros asumen la defensa legal de los amenazados en su lucha silenciosa por la existencia en el país en donde se refugiaron huyendo de una lobreguez carente de perspectivas. La Red Educativa Sin Fronteras -tal es el nombre de la asociación- infringe a sabiendas la normativa que extiende hasta dos años el periodo de detención de los irregulares, reos del flagrante delito de aspirar a una vida mejor. Carole Achache me presentó a una de las familias pendientes del papeleo administrativo, en el limbo de la ilegalidad. Los “ilegales” -¿puede ser ilegal un ser humano?-, oriundos de la región marroquí de Uxda, hablaban correctamente el francés, y sus hijos seguían con éxito los cursos del año escolar. En el dédalo kafkiano de una burocracia ajena a sentimiento alguno, la mano hospitalaria que les conducía ante jueces, procuradores y abogados era la de alguien consciente de que facilitar alojamiento, comida o asistencia jurídica la sitúa al margen de las leyes vigentes en el ámbito de la casa común europea.
Quince días antes de este emotivo encuentro -conozco bien el mundo de los Beni Snasen, y la conversación con el matrimonio y sus hijos me conmovió- había vivido una experiencia similar en los invernaderos de los campos de Níjar, adonde fui con motivo del cincuentenario del librillo homónimo. Un vehículo de la asociación Almería Acoge nos guió -a mí y al equipo de televisión que me acompañaba- por los pasillos abiertos entre aquéllos hasta el modesto centro de asistencia a los inmigrantes edificado sobre las ruinas de una alquería como las que moteaban de blanco el paisaje, tan bello como árido, de hace medio siglo. Una construcción de una sola planta con duchas, sanitarios y una habitación con sillas y una mesa donde se imparten clases de español, sirve de punto de reunión para los magrebíes y subsaharianos varados, tras una azarosa y potencialmente mortal travesía, en aquel otro mar refulgente, en cuya superficie de plástico el sol reverbera y ciega la vista. A menos de un kilómetro di con unas casuchas abandonadas en las que se amadrigaban una docena de inmigrantes sin trabajo ni papeles a la espera improbable de una baraka que les redimiera de la fatalidad del destino. Desde la crisis y el ascenso imparable del número de operarios sin empleo, los empresarios agrícolas que se enriquecieron a costa de ellos actúan con mayor cautela. La nueva Ley de Extranjería castiga con multas de 500 a 10.000 euros a quienes no den de alta al trabajador extranjero en la Seguridad Social o incumplan las normas de la contratación laboral. Pero esta ley que sustituye la dictada por Aznar en 2001 -modificada posteriormente tras su derrota electoral- no establece diferencias, sino en el grado de la pena impuesta entre empresarios negreros y quienes, como Almería Acoge, obedece al imperativo ético de la hospitalidad. Sus voluntarios, como los de la pequeña asociación parisiense, profesan, no obstante, los principios formulados en la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas, unos principios de validez universal. El que la Unión Europea les vuelva la espalda como sucede desde hace algún tiempo, sobre todo desde el desplome financiero del casino global y el pinchazo de la monstruosa burbuja inmobiliaria, no es razón suficiente para renunciar a ellos: la ayuda a nuestros semejantes libres de toda culpa no es ni puede constituir delito alguno.
Escribo esto mientras leo a diario en la prensa cuanto acaece en las fronteras marítimas de nuestra Fortaleza. El bello y estremecedor testimonio de mi amigo Daniel Rondeau (’Boat people d’Aujord’hui’, Le Monde, 26-3-2009), embajador francés en Malta, nos informa puntualmente de las incidencias de la travesía cruel de Sur a Norte de decenas de millares de mujeres, hombres y niños exangües que tienen la suerte de orillar en la isla, en Pantelaria o en las costas italianas -”obligados a trabajar para pagar su viaje, robados siempre, a veces abandonados a una muerte segura en pleno Sáhara y sujetos en cada etapa de su periplo a su extorsión por policías, aduaneros y traficantes”- para ser “acogidos” en un centro de retención y devueltos en la mayoría de los casos a sus países de origen. Con las actuales leyes, muchos pesqueros temen socorrerlos de un inminente naufragio por las complicaciones legales que ello acarrea y se limitan a señalar su presencia, a veces demasiado tarde, al Centro de Control Marítimo y Salvamento. La antigua y noble solidaridad resulta hoy conflictiva.
El retroceso cívico y social del Viejo Continente en los últimos años es un indicativo de los tiempos peores que nos aguardan si no tomamos la iniciativa de denunciarlo. El censo gitano de Berlusconi, azuzado por los clamores racistas de una jauría movilizada por la Camorra napolitana; el proyectado en Francia por Sarkozy, cuyo doble filo -menos proteccionista que discriminador- inquieta con razón a quienes guardan el recuerdo del impuesto por Vichy a los judíos; los cupos de expulsión de “irregulares” aplicados ya en Francia, Italia y en nuestro país, pese a los desmentidos oficiales, acrecientan los temores a una deriva xenófoba contra las etnias sospechosas de ser la causa de cuantos males nos abruman. Las pegatinas con el lema “español parado, inmigrante expulsado”, de una inquietante Alianza Nacional que salpicaban las paredes de algunos barrios sevillanos resumen el sentimiento de rechazo y demonización de quienes emigraron como nosotros hace cincuenta años.
El manifiesto para la reforma de la ley, Salvemos la hospitalidad, promovido por Soledad Gallego-Díaz en su magnifico artículo de Opinión en estas mismas páginas (8-3-2009) merece el apoyo de todos. La solidaridad y el respeto de los derechos humanos no pueden ser delito ni infracción como lo fueron en un pasado difícil de olvidar. Vayamos a la raíz de los males: a los países expoliados por el colonialismo y las satrapías que le sucedieron. Habría que devolver allí los millones robados por sus cleptocracias y las nuestras, y evitar así el peaje de vida o de muerte de quienes convierten el Mediterráneo, como leí recientemente, en tumba abierta. La objeción de conciencia a una ley injusta es un derecho inalienable de todo ciudadano.
Recordaré por enésima vez las palabras de Sahrazad en las Mil y una noches, palabras cuya nítida desnudez desmonta las argucias de los Berlusconi que hoy medran y gobiernan: “El mundo es la casa de quienes carecen de ella”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
La actual crisis económica mundial se ceba con mayor crueldad con los sectores sociales más vulnerables, y a su cabeza, con los inmigrantes indocumentados, convertidos gradualmente en los últimos años en seres “ilegales”, sin patria, trabajo ni futuro. El drama no se desenvuelve sólo en las fronteras de la Fortaleza Europea, ya sean las de la cuenca mediterránea, ya del trayecto África occidental a Canarias. Los sospechosos por el color de la piel o sus características “étnicas” viven atrapados en un laberinto invisible, sin salida alguna. Nos cruzamos con ellos en el metro, por las calles de Madrid, París o Roma, en la ignorancia de la inquietud que les embarga, de su aprensión a una vida sin horizonte, en precario equilibrio en el filo mellado de una navaja. ¿Van a encontrar algún empleo no declarado, a someterse, como en sus países de origen, a unas condiciones draconianas de algún explotador sin escrúpulos? La posibilidad de acogerse a esta nueva forma de servidumbre resulta, no obstante, cada vez más ardua. Los diferentes Estados de la Unión Europea endurecen las leyes y, por temor de las sanciones previstas en ellas, el número de empresarios o patronos que se arriesgan es cada vez menor. Queda, ¡cuán aleatoria y frágil!, la tabla de salvación de la solidaridad.
En mi reciente estancia en París asistí a la exposición fotográfica de la novelista Carole Achache en el vestíbulo de la alcaldía del distrito undécimo de la capital: la de una cuarentena de manos anónimas con una breve, casi telegráfica, historia de las mujeres y hombres que firman o sostienen los expedientes de sus recursos de amparo contra la expulsión. Vidas colgantes de un hilo: el del impulso humano más noble, de una fraternidad condigna a la igualdad radical con nuestros semejantes cualesquiera que sean sus orígenes, etnia, cultura o religión. La pequeña asociación organizadora del acto es un hermoso ejemplo de ello: sus miembros asumen la defensa legal de los amenazados en su lucha silenciosa por la existencia en el país en donde se refugiaron huyendo de una lobreguez carente de perspectivas. La Red Educativa Sin Fronteras -tal es el nombre de la asociación- infringe a sabiendas la normativa que extiende hasta dos años el periodo de detención de los irregulares, reos del flagrante delito de aspirar a una vida mejor. Carole Achache me presentó a una de las familias pendientes del papeleo administrativo, en el limbo de la ilegalidad. Los “ilegales” -¿puede ser ilegal un ser humano?-, oriundos de la región marroquí de Uxda, hablaban correctamente el francés, y sus hijos seguían con éxito los cursos del año escolar. En el dédalo kafkiano de una burocracia ajena a sentimiento alguno, la mano hospitalaria que les conducía ante jueces, procuradores y abogados era la de alguien consciente de que facilitar alojamiento, comida o asistencia jurídica la sitúa al margen de las leyes vigentes en el ámbito de la casa común europea.
Quince días antes de este emotivo encuentro -conozco bien el mundo de los Beni Snasen, y la conversación con el matrimonio y sus hijos me conmovió- había vivido una experiencia similar en los invernaderos de los campos de Níjar, adonde fui con motivo del cincuentenario del librillo homónimo. Un vehículo de la asociación Almería Acoge nos guió -a mí y al equipo de televisión que me acompañaba- por los pasillos abiertos entre aquéllos hasta el modesto centro de asistencia a los inmigrantes edificado sobre las ruinas de una alquería como las que moteaban de blanco el paisaje, tan bello como árido, de hace medio siglo. Una construcción de una sola planta con duchas, sanitarios y una habitación con sillas y una mesa donde se imparten clases de español, sirve de punto de reunión para los magrebíes y subsaharianos varados, tras una azarosa y potencialmente mortal travesía, en aquel otro mar refulgente, en cuya superficie de plástico el sol reverbera y ciega la vista. A menos de un kilómetro di con unas casuchas abandonadas en las que se amadrigaban una docena de inmigrantes sin trabajo ni papeles a la espera improbable de una baraka que les redimiera de la fatalidad del destino. Desde la crisis y el ascenso imparable del número de operarios sin empleo, los empresarios agrícolas que se enriquecieron a costa de ellos actúan con mayor cautela. La nueva Ley de Extranjería castiga con multas de 500 a 10.000 euros a quienes no den de alta al trabajador extranjero en la Seguridad Social o incumplan las normas de la contratación laboral. Pero esta ley que sustituye la dictada por Aznar en 2001 -modificada posteriormente tras su derrota electoral- no establece diferencias, sino en el grado de la pena impuesta entre empresarios negreros y quienes, como Almería Acoge, obedece al imperativo ético de la hospitalidad. Sus voluntarios, como los de la pequeña asociación parisiense, profesan, no obstante, los principios formulados en la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas, unos principios de validez universal. El que la Unión Europea les vuelva la espalda como sucede desde hace algún tiempo, sobre todo desde el desplome financiero del casino global y el pinchazo de la monstruosa burbuja inmobiliaria, no es razón suficiente para renunciar a ellos: la ayuda a nuestros semejantes libres de toda culpa no es ni puede constituir delito alguno.
Escribo esto mientras leo a diario en la prensa cuanto acaece en las fronteras marítimas de nuestra Fortaleza. El bello y estremecedor testimonio de mi amigo Daniel Rondeau (’Boat people d’Aujord’hui’, Le Monde, 26-3-2009), embajador francés en Malta, nos informa puntualmente de las incidencias de la travesía cruel de Sur a Norte de decenas de millares de mujeres, hombres y niños exangües que tienen la suerte de orillar en la isla, en Pantelaria o en las costas italianas -”obligados a trabajar para pagar su viaje, robados siempre, a veces abandonados a una muerte segura en pleno Sáhara y sujetos en cada etapa de su periplo a su extorsión por policías, aduaneros y traficantes”- para ser “acogidos” en un centro de retención y devueltos en la mayoría de los casos a sus países de origen. Con las actuales leyes, muchos pesqueros temen socorrerlos de un inminente naufragio por las complicaciones legales que ello acarrea y se limitan a señalar su presencia, a veces demasiado tarde, al Centro de Control Marítimo y Salvamento. La antigua y noble solidaridad resulta hoy conflictiva.
El retroceso cívico y social del Viejo Continente en los últimos años es un indicativo de los tiempos peores que nos aguardan si no tomamos la iniciativa de denunciarlo. El censo gitano de Berlusconi, azuzado por los clamores racistas de una jauría movilizada por la Camorra napolitana; el proyectado en Francia por Sarkozy, cuyo doble filo -menos proteccionista que discriminador- inquieta con razón a quienes guardan el recuerdo del impuesto por Vichy a los judíos; los cupos de expulsión de “irregulares” aplicados ya en Francia, Italia y en nuestro país, pese a los desmentidos oficiales, acrecientan los temores a una deriva xenófoba contra las etnias sospechosas de ser la causa de cuantos males nos abruman. Las pegatinas con el lema “español parado, inmigrante expulsado”, de una inquietante Alianza Nacional que salpicaban las paredes de algunos barrios sevillanos resumen el sentimiento de rechazo y demonización de quienes emigraron como nosotros hace cincuenta años.
El manifiesto para la reforma de la ley, Salvemos la hospitalidad, promovido por Soledad Gallego-Díaz en su magnifico artículo de Opinión en estas mismas páginas (8-3-2009) merece el apoyo de todos. La solidaridad y el respeto de los derechos humanos no pueden ser delito ni infracción como lo fueron en un pasado difícil de olvidar. Vayamos a la raíz de los males: a los países expoliados por el colonialismo y las satrapías que le sucedieron. Habría que devolver allí los millones robados por sus cleptocracias y las nuestras, y evitar así el peaje de vida o de muerte de quienes convierten el Mediterráneo, como leí recientemente, en tumba abierta. La objeción de conciencia a una ley injusta es un derecho inalienable de todo ciudadano.
Recordaré por enésima vez las palabras de Sahrazad en las Mil y una noches, palabras cuya nítida desnudez desmonta las argucias de los Berlusconi que hoy medran y gobiernan: “El mundo es la casa de quienes carecen de ella”.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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