Por Gregorio Morán (LA VANGUARDIA, 22/03/08):
De todas las obviedades que nos malenseñaron, la más escandalosa quizá sea la de Grecia, la civilización helénica. Se hizo necesario viajar para darnos cuenta de que la cultura griega era tanto más isleña que continental, y que recorriendo la Grecia moderna estaban más visibles las tradiciones del imperio bizantino, de la Iglesia de Oriente, con sus ritos y sus pompas, que la propia idea helenística. La primera gran sorpresa del visitante que cae en Sicilia sin complejos y sin guías es que estamos bajo el bucle de acanto de la cultura helenística. El filósofo Gorgias nació aquí, Arquímedes también, y Teócrito, y otros. Y si fuera posible distinguir entre la fealdad de la Gela de hoy descubriríamos que a esa ciudad se retiró Esquilo para morir, porque había perdido el favor del público helénico, desbancado por Sófocles.
Basta con ir a Segesta. El templo de Segesta merece por sí solo una visita a Sicilia. Por muy sencillo que sea el visitante le provocará una reflexión sobre cómo nace, crece y sobrevive la belleza entre los eriales de la barbarie. Debió de ser durante siglos pastizal de cabras y meadero de ovejas, y ahí está, impávido, con su majestuosa planta rectangular y sus 36 columnas excelsas, tan trabajadas por el tiempo que tienen la piel picada de viruela; arrugas de la edad, tan intimidantes y orgullosas como las de un abuelo que hubiera aguantado en pie después de haber visto pasar 25 siglos de historia. ¡Y qué historia! Se murió el río que acompañaba el idilio entre arte y naturaleza, talaron los bosques que rodeaban la gloria, espantaron los rebaños y robaron las piedras para mansiones de notables, pero ahí está, perfecto en su desamparo. Un templo desnudo de todo lo que no sea esencial: la proporción exacta de la belleza. Un acicate para la reflexión que no sería capaz de provocar ningún otro templo o catedral. Templos como este no necesitan instalar dioses para llegar a la trascendencia; se bastan a sí mismos. Los dioses son ellos, con su perfección y su atmósfera. Al fin y a la postre, ¿qué es un dios, sino alguien que otorga dones accesibles a los humanos?
Así es la belleza de Sicilia. Pero basta dejarse caer hacia el mar para recuperar el pálpito de la barbarie. En apenas unos kilómetros saltamos de la reflexión trascendente sobre la belleza a la conversación sobre lo definitivo, la muerte. No hace falta esfuerzo alguno, simplemente echarse hacia la costa y entrar en el primer puerto, Castellammare del Golfo. No se exige ningún ejercicio espiritual para ese salto entre trascendencias. En Castellammare del Golfo estamos en una fábrica de muerte. De aquí salieron grandes capos de la Cosa Nostra. Y cuesta creerlo, porque en este pueblo pequeño arropado a un puerto aún más pequeño, nadie en su sano juicio se detendría para nada de no ser por un par de restaurantes con terraza acristalada, volada sobre el muelle, donde no es difícil detectar que se maneja dinero, o más exactamente sangre y dinero, mucho dinero. Aquí, en cualquiera de las tabernas del puerto puede usted degustar uno de los platos más insólitos de la cocina siciliana, el cuscús de pescado.
Aseguran que uno de los enigmas para la policía de Estados Unidos consistía en situar Castellammare del Golfo. Sospechaban que debía tratarse de una gran ciudad de gente ingeniosa e implacable, a tenor de su influencia en la vida norteamericana. Familias importantes de la mafia procedían de Castellammare del Golfo, una mierda de pueblo que, como tantos en la Sicilia contemporánea, hay que contemplar en la distancia porque patear sus calles decepciona. Unos miles de habitantes y mucha pobreza, modestas actividades pesqueras y notables movimientos portuarios de irregulares mercancías. Aquí echaron los dientes los Bonnano. La irresistible ascensión de aquel chico, Giuseppe Bonnano, que salió de Castellammare y se convirtió en el rey de Brooklyn, el famoso Joe Bananas,y lo hizo sin llegar jamás a hablar inglés. ¿Qué sería de la ciudad norteamericana de Buffalo sin su casino y sin su dueño, Stefano Magaddino? ¿Y el famoso boss Salvatore Maranzano? Leyendas sangrientas de Castellammare del Golfo.
La belleza y la muerte, vecinas. No creo que haya otro lugar mejor para instalar un gran monumento a la muerte que Portopalo.
Es el punto más meridional de Sicilia, con un puerto destartalado y algunos viejos barcos disfrazados de bajeles piratas. No es fácil visitar Portopalo a menos que te lleven y por más que te pregunten “¿qué coño se le ha perdido a usted en Portopalo?”. A lo máximo que se llega con cierta facilidad es a la vecina Pachino, paso casi obligado, hacia ese fin del mundo que se llama Portopalo. Pachino dicen que es buen lugar para cultivar tomates. Nadie cuenta que allí nació Vitaliano Brancati. Así es Sicilia, te acercas a un barandal de basura sobre un fondo de muro histórico y te aseguran que en esa casa creció Elio Vittorini, o rodó una película Giuseppe Tornatore, que era de Bagheria, o tenía unos almendros Pirandello, o cultivaba limones la familia del filósofo Giovanni Gentile, el fascista laico que disputaba la hegemonía a Benedetto Croce. Pedanterías que se me ocurrieron cuando cruzaba la vulgar Pachino donde nació Brancati, un siciliano de manual, que escribió una novela de lectura fascinante, El bello Antonio (Seix Barral, 1983; descatalogado), y un libro brillante y primerizo, utilísimo para entender algo de Catania y los cataneses, Don Juan en Sicilia (Quaderns Crema, 1994; descatalogado).
En Portopalo ocurrió una de esas historias que retratan una sociedad, una época y una concepción del mundo. La noche de Navidad de 1996 zozobró un barco cargado de emigrantes. Murieron ahogadas 283 personas, entre indios, pakistaníes y tamiles. Posiblemente la mayor catástrofe en aguas del Mediterráneo. Pero lo curioso es que no se enteró nadie; o más exactamente nadie se dio por enterado. Los pescadores de Portopalo estuvieron durante semanas sacando sus redes cargadas de cadáveres, enteros o troceados, que echaban de nuevo en alta mar. Tuvieron buen cuidado de no dar parte a los carabineros porque los jueces habrían confiscado las barcas y se hubiera decretado un moratoria pesquera; es decir, el paro. Silencio. Lo mismo ocurrió, aunque por diferentes motivos, con las autoridades y con los medios de comunicación. Todos, sin demasiado esfuerzo, se propusieron no darse por enterados hasta que un periodista sardo, Giovanni Mario Bellu, escribió su estremecedor libro I fantasmi di Portopalo (Mondadori, Milano. 2004).
Para contrastar, puede elegir bellezas. Hacia un lado Noto. Solicite que le dejen en la vía principal, es ancha, borbónica, emparedada de grandes edificios también borbónicos y eclesiales. Las escaleras de las iglesias conventuales de Noto, de su catedral barroca, parecen escenarios para un auto sacramental de Calderón. Si va hacia el otro lado, tiene Modica, la patria del poeta Quasimodo, premio Nobel en 1959, ciudad tan curiosa que puede escoger entre la de arriba y la de abajo. Ya está en condiciones de dirigirse hacia Ragusa, pero recomiéndele al conductor que vaya despacio, no porque pueda despeñarse, que en eso están los dioses mafiosos que se ocupan de las obras públicas, sino porque llegará a una curva, y allí, como en un milagro de la naturaleza, verá Ragusa incrustada en la pared de la montaña, esculpida en blancos grisáceos y sepias encanecidos. Si puede hacerse trampas a sí mismo, esa actividad tan siciliana, debería decirle al conductor que usted se tapará los ojos para que él dé marcha atrás, y repetir la aparición de Ragusa hasta que su retina la fije a buril sobre su mente. Pocas veces la impresión de un hallazgo, tal plenamente insólito en su belleza, le dejará una evocación tan duradera.
Nunca olvidaré la aparición de Ragusa y aquellos versos de Quasimodo “para el hermano muerto”, donde se refiere a la “herencia de ensueños deshechos… donde cada cosa es más fuerte que el hombre”.
De todas las obviedades que nos malenseñaron, la más escandalosa quizá sea la de Grecia, la civilización helénica. Se hizo necesario viajar para darnos cuenta de que la cultura griega era tanto más isleña que continental, y que recorriendo la Grecia moderna estaban más visibles las tradiciones del imperio bizantino, de la Iglesia de Oriente, con sus ritos y sus pompas, que la propia idea helenística. La primera gran sorpresa del visitante que cae en Sicilia sin complejos y sin guías es que estamos bajo el bucle de acanto de la cultura helenística. El filósofo Gorgias nació aquí, Arquímedes también, y Teócrito, y otros. Y si fuera posible distinguir entre la fealdad de la Gela de hoy descubriríamos que a esa ciudad se retiró Esquilo para morir, porque había perdido el favor del público helénico, desbancado por Sófocles.
Basta con ir a Segesta. El templo de Segesta merece por sí solo una visita a Sicilia. Por muy sencillo que sea el visitante le provocará una reflexión sobre cómo nace, crece y sobrevive la belleza entre los eriales de la barbarie. Debió de ser durante siglos pastizal de cabras y meadero de ovejas, y ahí está, impávido, con su majestuosa planta rectangular y sus 36 columnas excelsas, tan trabajadas por el tiempo que tienen la piel picada de viruela; arrugas de la edad, tan intimidantes y orgullosas como las de un abuelo que hubiera aguantado en pie después de haber visto pasar 25 siglos de historia. ¡Y qué historia! Se murió el río que acompañaba el idilio entre arte y naturaleza, talaron los bosques que rodeaban la gloria, espantaron los rebaños y robaron las piedras para mansiones de notables, pero ahí está, perfecto en su desamparo. Un templo desnudo de todo lo que no sea esencial: la proporción exacta de la belleza. Un acicate para la reflexión que no sería capaz de provocar ningún otro templo o catedral. Templos como este no necesitan instalar dioses para llegar a la trascendencia; se bastan a sí mismos. Los dioses son ellos, con su perfección y su atmósfera. Al fin y a la postre, ¿qué es un dios, sino alguien que otorga dones accesibles a los humanos?
Así es la belleza de Sicilia. Pero basta dejarse caer hacia el mar para recuperar el pálpito de la barbarie. En apenas unos kilómetros saltamos de la reflexión trascendente sobre la belleza a la conversación sobre lo definitivo, la muerte. No hace falta esfuerzo alguno, simplemente echarse hacia la costa y entrar en el primer puerto, Castellammare del Golfo. No se exige ningún ejercicio espiritual para ese salto entre trascendencias. En Castellammare del Golfo estamos en una fábrica de muerte. De aquí salieron grandes capos de la Cosa Nostra. Y cuesta creerlo, porque en este pueblo pequeño arropado a un puerto aún más pequeño, nadie en su sano juicio se detendría para nada de no ser por un par de restaurantes con terraza acristalada, volada sobre el muelle, donde no es difícil detectar que se maneja dinero, o más exactamente sangre y dinero, mucho dinero. Aquí, en cualquiera de las tabernas del puerto puede usted degustar uno de los platos más insólitos de la cocina siciliana, el cuscús de pescado.
Aseguran que uno de los enigmas para la policía de Estados Unidos consistía en situar Castellammare del Golfo. Sospechaban que debía tratarse de una gran ciudad de gente ingeniosa e implacable, a tenor de su influencia en la vida norteamericana. Familias importantes de la mafia procedían de Castellammare del Golfo, una mierda de pueblo que, como tantos en la Sicilia contemporánea, hay que contemplar en la distancia porque patear sus calles decepciona. Unos miles de habitantes y mucha pobreza, modestas actividades pesqueras y notables movimientos portuarios de irregulares mercancías. Aquí echaron los dientes los Bonnano. La irresistible ascensión de aquel chico, Giuseppe Bonnano, que salió de Castellammare y se convirtió en el rey de Brooklyn, el famoso Joe Bananas,y lo hizo sin llegar jamás a hablar inglés. ¿Qué sería de la ciudad norteamericana de Buffalo sin su casino y sin su dueño, Stefano Magaddino? ¿Y el famoso boss Salvatore Maranzano? Leyendas sangrientas de Castellammare del Golfo.
La belleza y la muerte, vecinas. No creo que haya otro lugar mejor para instalar un gran monumento a la muerte que Portopalo.
Es el punto más meridional de Sicilia, con un puerto destartalado y algunos viejos barcos disfrazados de bajeles piratas. No es fácil visitar Portopalo a menos que te lleven y por más que te pregunten “¿qué coño se le ha perdido a usted en Portopalo?”. A lo máximo que se llega con cierta facilidad es a la vecina Pachino, paso casi obligado, hacia ese fin del mundo que se llama Portopalo. Pachino dicen que es buen lugar para cultivar tomates. Nadie cuenta que allí nació Vitaliano Brancati. Así es Sicilia, te acercas a un barandal de basura sobre un fondo de muro histórico y te aseguran que en esa casa creció Elio Vittorini, o rodó una película Giuseppe Tornatore, que era de Bagheria, o tenía unos almendros Pirandello, o cultivaba limones la familia del filósofo Giovanni Gentile, el fascista laico que disputaba la hegemonía a Benedetto Croce. Pedanterías que se me ocurrieron cuando cruzaba la vulgar Pachino donde nació Brancati, un siciliano de manual, que escribió una novela de lectura fascinante, El bello Antonio (Seix Barral, 1983; descatalogado), y un libro brillante y primerizo, utilísimo para entender algo de Catania y los cataneses, Don Juan en Sicilia (Quaderns Crema, 1994; descatalogado).
En Portopalo ocurrió una de esas historias que retratan una sociedad, una época y una concepción del mundo. La noche de Navidad de 1996 zozobró un barco cargado de emigrantes. Murieron ahogadas 283 personas, entre indios, pakistaníes y tamiles. Posiblemente la mayor catástrofe en aguas del Mediterráneo. Pero lo curioso es que no se enteró nadie; o más exactamente nadie se dio por enterado. Los pescadores de Portopalo estuvieron durante semanas sacando sus redes cargadas de cadáveres, enteros o troceados, que echaban de nuevo en alta mar. Tuvieron buen cuidado de no dar parte a los carabineros porque los jueces habrían confiscado las barcas y se hubiera decretado un moratoria pesquera; es decir, el paro. Silencio. Lo mismo ocurrió, aunque por diferentes motivos, con las autoridades y con los medios de comunicación. Todos, sin demasiado esfuerzo, se propusieron no darse por enterados hasta que un periodista sardo, Giovanni Mario Bellu, escribió su estremecedor libro I fantasmi di Portopalo (Mondadori, Milano. 2004).
Para contrastar, puede elegir bellezas. Hacia un lado Noto. Solicite que le dejen en la vía principal, es ancha, borbónica, emparedada de grandes edificios también borbónicos y eclesiales. Las escaleras de las iglesias conventuales de Noto, de su catedral barroca, parecen escenarios para un auto sacramental de Calderón. Si va hacia el otro lado, tiene Modica, la patria del poeta Quasimodo, premio Nobel en 1959, ciudad tan curiosa que puede escoger entre la de arriba y la de abajo. Ya está en condiciones de dirigirse hacia Ragusa, pero recomiéndele al conductor que vaya despacio, no porque pueda despeñarse, que en eso están los dioses mafiosos que se ocupan de las obras públicas, sino porque llegará a una curva, y allí, como en un milagro de la naturaleza, verá Ragusa incrustada en la pared de la montaña, esculpida en blancos grisáceos y sepias encanecidos. Si puede hacerse trampas a sí mismo, esa actividad tan siciliana, debería decirle al conductor que usted se tapará los ojos para que él dé marcha atrás, y repetir la aparición de Ragusa hasta que su retina la fije a buril sobre su mente. Pocas veces la impresión de un hallazgo, tal plenamente insólito en su belleza, le dejará una evocación tan duradera.
Nunca olvidaré la aparición de Ragusa y aquellos versos de Quasimodo “para el hermano muerto”, donde se refiere a la “herencia de ensueños deshechos… donde cada cosa es más fuerte que el hombre”.
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