Por Miguel Ángel Presno Linera, profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Oviedo (EL PAÍS, 06/03/08):
En el año 1776, Benjamin Franklin rebatió los argumentos de quienes defendían la reserva del sufragio a los poseedores de determinada riqueza. Decía Franklin: “Un hombre tiene hoy un asno que vale 50 dólares y eso le da derecho de voto. Sin embargo, el asno muere antes de la siguiente elección, y mientras tanto el hombre ha adquirido más experiencia y su conocimiento de los principios del gobierno y su comprensión de la humanidad son más amplios, por lo que está más capacitado para hacer una selección sensata de representantes. Pero como el asno ha muerto, el hombre no puede votar. Entonces, caballeros, les suplico que me informen: ¿en quién se basaba el derecho al sufragio? ¿En el hombre o en el asno?”.
Hoy, el asno de Franklin ha mutado en pasaporte. En las elecciones de este domingo, 9 de marzo, podrán votar (datos del Censo de Residentes Ausentes) 1.198.881 españoles residentes en el extranjero porque nuestra Constitución (art. 68.5) les garantiza este derecho, aunque únicamente en las elecciones al Congreso y en los términos que establezca la Ley Electoral. Pero esta norma ha extendido tal derecho a los comicios al Senado, a los parlamentos autonómicos y a los ayuntamientos.
Pocas voces han cuestionado que todas estas personas, con independencia del tiempo que lleven fuera de España o aunque nunca hayan estado aquí, participen, y no de manera irrelevante, en las elecciones de más de 8.000 municipios, 17 Comunidades Autónomas y las Cortes Generales. No importa que esos electores desconozcan los aciertos o errores de los partidos en la anterior legislatura, que ignoren las propuestas que ofrece cada candidatura, que las decisiones políticas que adopte el nuevo Gobierno apenas les afecten o que las leyes de la próxima legislatura quizá nunca les sean aplicables.
En estas mismas elecciones, sin embargo, no podrán votar 648.735 marroquíes, 603.889 rumanos, 395.808 ecuatorianos, 254.301 colombianos ni 198.638 británicos, por citar las cinco nacionalidades más numerosas en territorio español. Se trata de extranjeros con permiso de residencia, que, procedentes de más de 100 países, suman un total de 3.979.014 (datos a 31 de diciembre del Ministerio de Trabajo).
Así, casi cuatro millones de personas sujetas a la inmensa mayoría de nuestras leyes (penales, tributarias, administrativas, laborales,…) no podrán ejercer el derecho político fundamental que garantiza los demás derechos, y ello con independencia del tiempo que lleven residiendo en España, de su conocimiento de nuestra realidad política y social, de sus contribuciones económicas, laborales y tributarias y, en suma, de “su capacidad para hacer una selección sensata de los representantes”.
Ante este panorama es ineludible hacerse dos preguntas. Primero, si todo español, aunque no viva aquí desde hace décadas ni tenga intención de hacerlo, debe participar en todas las elecciones o si debe reservarse el voto a ciertos comicios y a que la ausencia no sea prolongada (no más de cuatro o cinco años). Esto no significa privarles del derecho a voto, sino condicionar su ejercicio al conocimiento de la realidad sociopolítica sobre la que van a pronunciarse y a su condición de afectados por las decisiones que adoptarán los que resulten elegidos. Con estas cautelas, se garantizaría el sufragio de los españoles que están fuera de manera breve (por estudio, trabajo,…) o en cumplimiento de misiones (militares, diplomáticas, comerciales…) ordenadas por órganos del Estado en cuya elección han de poder intervenir. Residir en el propio país para votar armoniza con la democracia y los derechos de las personas según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Melnitchenko c. Ucrania, de 19 de octubre de 2004).
En segundo lugar, es necesario cuestionarse si todo extranjero, por el hecho de serlo, debe estar excluido de la elección al parlamento de su comunidad autónoma y de las elecciones a las Cortes. No se olvide que la propia Ley Electoral (art. 162.3) tiene en cuenta a todos los residentes, españoles o no, a la hora de proceder al reparto, en proporción a la población, de 248 de los 350 escaños al Congreso. A los extranjeros residentes se les suma para saber cuántos diputados elegimos pero se les resta a la hora de elegirlos.
Parafraseando a Peter Häberle, si el territorio es la base para la realización de los valores fundamentales de nuestra Constitución (libertad, justicia, igualdad y pluralismo político), estos mismos valores nos interpelan sobre las razones para excluir de la comunidad política a unas personas que aspiran a vivir con arreglo a ellos aquí y ahora. Suprimir esta barrera a la integración significará que todo el mundo es importante.
Pero mientras sea la posesión de un pasaporte lo que da voto y, por tanto, voz a unas personas y silencia a otras, yo también pediré que me informen: ¿en quién se basa el derecho al voto? ¿En la persona o en el asno?
En el año 1776, Benjamin Franklin rebatió los argumentos de quienes defendían la reserva del sufragio a los poseedores de determinada riqueza. Decía Franklin: “Un hombre tiene hoy un asno que vale 50 dólares y eso le da derecho de voto. Sin embargo, el asno muere antes de la siguiente elección, y mientras tanto el hombre ha adquirido más experiencia y su conocimiento de los principios del gobierno y su comprensión de la humanidad son más amplios, por lo que está más capacitado para hacer una selección sensata de representantes. Pero como el asno ha muerto, el hombre no puede votar. Entonces, caballeros, les suplico que me informen: ¿en quién se basaba el derecho al sufragio? ¿En el hombre o en el asno?”.
Hoy, el asno de Franklin ha mutado en pasaporte. En las elecciones de este domingo, 9 de marzo, podrán votar (datos del Censo de Residentes Ausentes) 1.198.881 españoles residentes en el extranjero porque nuestra Constitución (art. 68.5) les garantiza este derecho, aunque únicamente en las elecciones al Congreso y en los términos que establezca la Ley Electoral. Pero esta norma ha extendido tal derecho a los comicios al Senado, a los parlamentos autonómicos y a los ayuntamientos.
Pocas voces han cuestionado que todas estas personas, con independencia del tiempo que lleven fuera de España o aunque nunca hayan estado aquí, participen, y no de manera irrelevante, en las elecciones de más de 8.000 municipios, 17 Comunidades Autónomas y las Cortes Generales. No importa que esos electores desconozcan los aciertos o errores de los partidos en la anterior legislatura, que ignoren las propuestas que ofrece cada candidatura, que las decisiones políticas que adopte el nuevo Gobierno apenas les afecten o que las leyes de la próxima legislatura quizá nunca les sean aplicables.
En estas mismas elecciones, sin embargo, no podrán votar 648.735 marroquíes, 603.889 rumanos, 395.808 ecuatorianos, 254.301 colombianos ni 198.638 británicos, por citar las cinco nacionalidades más numerosas en territorio español. Se trata de extranjeros con permiso de residencia, que, procedentes de más de 100 países, suman un total de 3.979.014 (datos a 31 de diciembre del Ministerio de Trabajo).
Así, casi cuatro millones de personas sujetas a la inmensa mayoría de nuestras leyes (penales, tributarias, administrativas, laborales,…) no podrán ejercer el derecho político fundamental que garantiza los demás derechos, y ello con independencia del tiempo que lleven residiendo en España, de su conocimiento de nuestra realidad política y social, de sus contribuciones económicas, laborales y tributarias y, en suma, de “su capacidad para hacer una selección sensata de los representantes”.
Ante este panorama es ineludible hacerse dos preguntas. Primero, si todo español, aunque no viva aquí desde hace décadas ni tenga intención de hacerlo, debe participar en todas las elecciones o si debe reservarse el voto a ciertos comicios y a que la ausencia no sea prolongada (no más de cuatro o cinco años). Esto no significa privarles del derecho a voto, sino condicionar su ejercicio al conocimiento de la realidad sociopolítica sobre la que van a pronunciarse y a su condición de afectados por las decisiones que adoptarán los que resulten elegidos. Con estas cautelas, se garantizaría el sufragio de los españoles que están fuera de manera breve (por estudio, trabajo,…) o en cumplimiento de misiones (militares, diplomáticas, comerciales…) ordenadas por órganos del Estado en cuya elección han de poder intervenir. Residir en el propio país para votar armoniza con la democracia y los derechos de las personas según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Melnitchenko c. Ucrania, de 19 de octubre de 2004).
En segundo lugar, es necesario cuestionarse si todo extranjero, por el hecho de serlo, debe estar excluido de la elección al parlamento de su comunidad autónoma y de las elecciones a las Cortes. No se olvide que la propia Ley Electoral (art. 162.3) tiene en cuenta a todos los residentes, españoles o no, a la hora de proceder al reparto, en proporción a la población, de 248 de los 350 escaños al Congreso. A los extranjeros residentes se les suma para saber cuántos diputados elegimos pero se les resta a la hora de elegirlos.
Parafraseando a Peter Häberle, si el territorio es la base para la realización de los valores fundamentales de nuestra Constitución (libertad, justicia, igualdad y pluralismo político), estos mismos valores nos interpelan sobre las razones para excluir de la comunidad política a unas personas que aspiran a vivir con arreglo a ellos aquí y ahora. Suprimir esta barrera a la integración significará que todo el mundo es importante.
Pero mientras sea la posesión de un pasaporte lo que da voto y, por tanto, voz a unas personas y silencia a otras, yo también pediré que me informen: ¿en quién se basa el derecho al voto? ¿En la persona o en el asno?
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