Por Mateos Madridejos, periodista e historiador (EL PERIÓDICO, 22/03/08):
La trágica convulsión del Tíbet era previsible, y probablemente inevitable, como protesta anticipada por los Juegos Olímpicos de Pekín, un acontecimiento que desde hace mucho tiempo se configura como arma política y propagandística por los anfitriones y por los que protestan y/o se escandalizan por su celebración en un país poco respetuoso con el espíritu olímpico y los valores de la democracia. Tan pronto como China decidió que la antorcha, símbolo universal de los JJOO, visitara Taiwán y el Tíbet, las fuerzas secesionistas de ambos territorios pusieron el grito en el cielo.
La represión arreció a medida que se aproximaban los Juegos, como reveló un informe de Amnistía Internacional, de abril del 2007, mientras Pekín condenaba, como es habitual en las dictaduras, la politización del evento con el objetivo de “perjudicar la imagen de China y ejercer presión sobre su Gobierno”. No es menos cierto que los defensores de los derechos humanos apelaron al Comité Olímpico, denunciaron la colusión china con el régimen de Sudán, responsable de los crímenes de Darfur, y lanzaron una campaña denigrando los Genocide Olimpics.
Tras los disturbios de Lasa, el primer ministro chino, Wen Jiabao, salió a escena para dictar una diatriba contra el dalái lama y asegurar que las protestas fueron “fomentadas y organizadas por la camarilla” que le rodea, para “sabotear los Juegos”, acusación cuya retórica recuerda los dicterios que los guardias rojos, armados con el libro de Mao, arrojaban contra el grupo de dirigentes acusados de seguir “la senda capitalista” durante la tumultuosa revolución cultural (1965-1966). Algo parecido al sermón absolutorio que Deng Xiaoping pronunció ante los jerarcas del régimen tras haber ahogado en sangre la revuelta de Tiananmen (junio de 1989.
China está sometida a un régimen despótico, de capitalismo exacerbado, mas el partido comunista mantiene el monopolio de la actividad política y, por supuesto, de la represión. Si el Comité Olímpico creyó en algún momento que los JJOO servirían para ampliar los estrechos límites de la tolerancia y mitigar la represión, confundió sus deseos con la realidad. El secretario general de la ONU exhorta a las autoridades de Pekín a la moderación y la Unión Europea sostiene sin razonarlo que el boicot olímpico es ineficaz, quizá porque China no puede ser tratada como Serbia.
SEGÚN EL disidente Wei Jingsheng, que pasó 18 años en las cárceles chinas, “solo la presión internacional combinada con la interna puede ofrecer sólidos resultados”. Pero tanto el Comité Olímpico, escondido detrás del apoliticismo, como las potencias occidentales que miran para otro lado olvidan que la concesión de los Juegos implicaba como contrapartida una sustancial mejora de los derechos humanos y la promesa de Pekín de no utilizar la fuerza contra los que son víctimas de una opresión que se confunde con la historia del régimen.
Si el dalái lama es sincero cuando aboga por la autonomía cultural, no por la independencia, reconoce su “impotencia” y rechaza cualquier responsabilidad en el motín, todo parece indicar que los activistas de Lasa y los jóvenes exiliados que organizan las marchas Free Tibet 2008 rechazan tanto el proyecto del jefe espiritual refugiado en la India desde 1959 como la fallida estrategia de la no violencia. El escritor Tenzin Tsundue declaró recientemente que la pretensión del dalái lama era patética y “altamente improbable” porque China jamás otorgará una genuina autonomía al Tíbet.
Pekín se mostrará inflexible mientras la agitación no decaiga. Al valor geopolítico del Tíbet se une el temor de alentar un movimiento susceptible de abrir la caja de pandora de las minorías en otras regiones periféricas en las que anida una creciente hostilidad hacia los han, la etnia mayoritaria. Si los tibetanos denuncian la sinización abusiva, las trampas burocráticas o el traslado de poblaciones, el Gobierno chino explota la fiebre nacionalista, que alcanza su paroxismo en internet, y fustiga la supuesta conspiración exterior. Por eso la India extrema las precauciones y exige prudencia a los exiliados.
NADIE ESTÁ interesado en el descarrilamiento de la economía china, uno de los pilares del progreso asociado con la globalización. Un poder fuerte en Pekín, que garantice la unidad del país, la coordinación de tan gigantesco esfuerzo y la disciplina laboral, constituye una necesidad insustituible. Tratándose de China, potencia nuclear que dispone del mayor ejército del mundo, el naciente derecho de injerencia humanitaria entra en colisión con la soberanía, base del orden jurídico internacional. Con la ONU, donde Pekín tiene derecho de veto, o más allá de la ONU.
La anarquía, la destrucción o debilitamiento de un Estado, aun en defensa de la libertad, es siempre un acto políticamente arriesgado y moralmente problemático. Las democracias deberían reflexionar sobre la mejor acción conjunta para llenar el vacío que se abre entre la no injerencia, el ineficaz boicot de los JJOO y la intolerable pasividad. Hay que enterrar la deificación del mercantilismo, el doble rasero (liberad Kosovo y abandonad el Tíbet) y el cinismo que prevalece en las relaciones entre las potencias. O el error del Departamento de Estado de EEUU, que retiró a China de la lista de países que pisotean los derechos humanos, o el silencio en vez de la denuncia del horror.
La trágica convulsión del Tíbet era previsible, y probablemente inevitable, como protesta anticipada por los Juegos Olímpicos de Pekín, un acontecimiento que desde hace mucho tiempo se configura como arma política y propagandística por los anfitriones y por los que protestan y/o se escandalizan por su celebración en un país poco respetuoso con el espíritu olímpico y los valores de la democracia. Tan pronto como China decidió que la antorcha, símbolo universal de los JJOO, visitara Taiwán y el Tíbet, las fuerzas secesionistas de ambos territorios pusieron el grito en el cielo.
La represión arreció a medida que se aproximaban los Juegos, como reveló un informe de Amnistía Internacional, de abril del 2007, mientras Pekín condenaba, como es habitual en las dictaduras, la politización del evento con el objetivo de “perjudicar la imagen de China y ejercer presión sobre su Gobierno”. No es menos cierto que los defensores de los derechos humanos apelaron al Comité Olímpico, denunciaron la colusión china con el régimen de Sudán, responsable de los crímenes de Darfur, y lanzaron una campaña denigrando los Genocide Olimpics.
Tras los disturbios de Lasa, el primer ministro chino, Wen Jiabao, salió a escena para dictar una diatriba contra el dalái lama y asegurar que las protestas fueron “fomentadas y organizadas por la camarilla” que le rodea, para “sabotear los Juegos”, acusación cuya retórica recuerda los dicterios que los guardias rojos, armados con el libro de Mao, arrojaban contra el grupo de dirigentes acusados de seguir “la senda capitalista” durante la tumultuosa revolución cultural (1965-1966). Algo parecido al sermón absolutorio que Deng Xiaoping pronunció ante los jerarcas del régimen tras haber ahogado en sangre la revuelta de Tiananmen (junio de 1989.
China está sometida a un régimen despótico, de capitalismo exacerbado, mas el partido comunista mantiene el monopolio de la actividad política y, por supuesto, de la represión. Si el Comité Olímpico creyó en algún momento que los JJOO servirían para ampliar los estrechos límites de la tolerancia y mitigar la represión, confundió sus deseos con la realidad. El secretario general de la ONU exhorta a las autoridades de Pekín a la moderación y la Unión Europea sostiene sin razonarlo que el boicot olímpico es ineficaz, quizá porque China no puede ser tratada como Serbia.
SEGÚN EL disidente Wei Jingsheng, que pasó 18 años en las cárceles chinas, “solo la presión internacional combinada con la interna puede ofrecer sólidos resultados”. Pero tanto el Comité Olímpico, escondido detrás del apoliticismo, como las potencias occidentales que miran para otro lado olvidan que la concesión de los Juegos implicaba como contrapartida una sustancial mejora de los derechos humanos y la promesa de Pekín de no utilizar la fuerza contra los que son víctimas de una opresión que se confunde con la historia del régimen.
Si el dalái lama es sincero cuando aboga por la autonomía cultural, no por la independencia, reconoce su “impotencia” y rechaza cualquier responsabilidad en el motín, todo parece indicar que los activistas de Lasa y los jóvenes exiliados que organizan las marchas Free Tibet 2008 rechazan tanto el proyecto del jefe espiritual refugiado en la India desde 1959 como la fallida estrategia de la no violencia. El escritor Tenzin Tsundue declaró recientemente que la pretensión del dalái lama era patética y “altamente improbable” porque China jamás otorgará una genuina autonomía al Tíbet.
Pekín se mostrará inflexible mientras la agitación no decaiga. Al valor geopolítico del Tíbet se une el temor de alentar un movimiento susceptible de abrir la caja de pandora de las minorías en otras regiones periféricas en las que anida una creciente hostilidad hacia los han, la etnia mayoritaria. Si los tibetanos denuncian la sinización abusiva, las trampas burocráticas o el traslado de poblaciones, el Gobierno chino explota la fiebre nacionalista, que alcanza su paroxismo en internet, y fustiga la supuesta conspiración exterior. Por eso la India extrema las precauciones y exige prudencia a los exiliados.
NADIE ESTÁ interesado en el descarrilamiento de la economía china, uno de los pilares del progreso asociado con la globalización. Un poder fuerte en Pekín, que garantice la unidad del país, la coordinación de tan gigantesco esfuerzo y la disciplina laboral, constituye una necesidad insustituible. Tratándose de China, potencia nuclear que dispone del mayor ejército del mundo, el naciente derecho de injerencia humanitaria entra en colisión con la soberanía, base del orden jurídico internacional. Con la ONU, donde Pekín tiene derecho de veto, o más allá de la ONU.
La anarquía, la destrucción o debilitamiento de un Estado, aun en defensa de la libertad, es siempre un acto políticamente arriesgado y moralmente problemático. Las democracias deberían reflexionar sobre la mejor acción conjunta para llenar el vacío que se abre entre la no injerencia, el ineficaz boicot de los JJOO y la intolerable pasividad. Hay que enterrar la deificación del mercantilismo, el doble rasero (liberad Kosovo y abandonad el Tíbet) y el cinismo que prevalece en las relaciones entre las potencias. O el error del Departamento de Estado de EEUU, que retiró a China de la lista de países que pisotean los derechos humanos, o el silencio en vez de la denuncia del horror.
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