Por Brook Larmer (National Geographic en español, 2 de febrero de 2008)
Primero se escuchan con claridad las notas altas de la trompeta ceremonial. Después, los peregrinos budistas orientan sus pasos hacia el sonido. El sol se ha deslizado detrás de las montañas que se yerguen sobre Timbu, la capital del reino de Bután, en el Himalaya, y el último ritual del día está a punto de comenzar. Alrededor de la multitud, con cortes de pelo estilo paje y túnicas andrajosas, se encuentran los campesinos que han viajado durante tres días desde sus remotas aldeas para visitar por primera vez la gran ciudad, quizá la única capital en el mundo sin semáforos.
Cerca del centro de la plaza, hay un grupo de monjes budistas; tienen los brazos entrelazados y los dientes manchados de nuez de betel, que combinan con sus túnicas rojas. Juntos, campesinos, monjes y aldeanos se arremolinan para poder ver la atracción principal: un niño pequeño parado en medio de un círculo, cuya camiseta anaranjada brillante le llega a las rodillas.
Cuando el ritmo se acelera, el niño, Kinzang Norbu, de siete años, se arroja al suelo, girando sobre su espalda tan rápido que se disuelve en una mancha color azafrán. La multitud, educada en el antiguo misticismo de Bután, la tierra de la Tigresa Voladora y el Loco Divino, quizá se pregunta si Norbu es un remolino en el que ha reencarnado algún santo budista. De las bocinas no sale un ensalmo budista, sino los acordes iniciales de “Hips don’t Lie”, la atrevida canción pop de Shakira, a través de una elegante laptop Macintosh. Y cuando Norbu gira para sostenerse sobre su cabeza sin meter las manos, su camiseta desciende para dejar al descubierto su homenaje a la cultura juvenil global: unos botines Nike de color rojo, pantalones deportivos Adidas y un tatuaje temporal en el que se lee en inglés el nombre que él y sus amigos han adoptado: “B-Boyz”.
Cuando la canción se desvanece, Norbu se pavonea con una sonrisa traviesa y hace un saludo pandillero con los dedos retorcidos. Sus compañeros de B-Boyz silban y lo vitorean. Los monjes reaccionan con desconcertadas sonrisas manchadas de rojo. ¿Y los asoleados campesinos? Ellos simplemente ven al niño con la boca abierta. Si él fuera un bailarín enmascarado en un festival, que gira en su camino a la iluminación, quizá lo entenderían. Aun así, a pesar de la incomprensión mutua, ese momento los une, ya que en un baile sorprendente, Norbu capturó la esencia de un país que está tratando de hacer lo imposible: saltar desde la Edad Media hasta el siglo XXI sin perder el equilibrio.
POR MÁS DE 1 000 AÑOS, este pequeño reino –conocido entre los locales como Druk Yul, “la tierra del dragón del trueno”– ha sobrevivido en un aislamiento espléndido, un lugar del tamaño de Suiza enclavado en los pliegues montañosos entre dos gigantes: la India y China. Excluido del mundo exterior tanto por la geografía como por una decisión política deliberada, el país no tuvo caminos, ni electricidad, ni vehículos de motor, ni teléfonos, ni servicio postal hasta los años sesenta del siglo XX. Incluso en estos días, su hipnótico paisaje evoca un lugar que el tiempo olvidó: antiguos templos en lo alto de los riscos rodeados por la niebla; sagradas cimas inexploradas que se alzan sobre ríos y bosques prístinos; un chalet de madera en el que habita un monarca benevolente con una de sus cuatro esposas, todas hermanas. No es de extrañar que los visitantes no se resistan a decir que Bután es el último Shangri-la.
Sin embargo, hasta Shangri-la debe cambiar. Cuando el rey Jigme Singye Wangchuck ascendió al trono en 1972, Bután padecía una de las tasas más altas de pobreza, analfabetismo y mortalidad infantil en el mundo: un legado de la política de aislamiento. “Pagamos un precio muy alto”, expresó el rey después. Su padre, el tercer rey de Bután, había iniciado la apertura del país en los sesenta al construir carreteras, fundar escuelas y centros de salud, y presionar para ser miembro de la Organización de las Naciones Unidas. El rey Jigme Singye Wangchuck fue más lejos. Ha tratado de dictar los términos de la apertura de Bután y, en el proceso, redefinir el significado mismo del desarrollo. Para describir su enfoque, inventó la acertada frase: Felicidad Nacional Bruta (FNB).
Para muchos butaneses, esta idea no es sólo un instrumento publicitario o una filosofía utópica. Es la base para la supervivencia. Teniendo como guía los “cuatro pilares de la Felicidad Nacional Bruta” –desarrollo sustentable, protección ambiental, conservación cultural y buen gobierno–, Bután ha logrado salir de la más abyecta pobreza sin explotar sus recursos naturales (con excepción de la fuerza hidroeléctrica que vende a la India y que es la principal fuente de ingresos desde el exterior). Casi tres cuartas partes del país todavía tienen bosques, y de estos, más de 25 % están catalogados como zonas protegidas, lo que lo sitúa entre los porcentajes más altos en el mundo. Las tasas de analfabetismo y mortalidad infantil han descendido drásticamente y la economía está en auge. El turismo también crece, aunque los estrictos límites de construcción y un impuesto diario de hasta 240 dólares por visitante mantienen alejadas las hordas de excursionistas que han invadido Nepal.
En la víspera del milenio, en 1999, Bután otorgó a sus ciudadanos el acceso a la televisión: fue el último país en el planeta que lo hizo (internet se filtró ese mismo año). Sin embargo, destapar la caja de Pandora trajo preocupaciones. Después de todo, ¿qué pasa cuando una sociedad aislada y profundamente conservadora se ve expuesta de repente al cantante de rap 50 Cent y a la Federación Mundial de Lucha Libre? Estas preguntas tienen un peso mayor en una nación vulnerable de 635 000 personas, de las cuales la mitad es menor de 22 años de edad.
Ahora viene la audaz culminación del experimento de Bután: la transición a la democracia. Nunca antes, según los funcionarios butaneses, un monarca querido por la gente había abdicado voluntariamente a su trono para otorgar el poder al pueblo, pero en 2006, el rey Jigme Singye Wangchuck lo hizo, estableciendo una convergencia de eventos poco común para 2008: una coronación (el cuarto rey ceremoniosamente cede la corona a su hijo de 28 años, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, quien fungirá como monarca constitucional); una celebración centenaria (el cumpleaños de la monarquía fue en 2007, pero un astrólogo real consideró que 2008 era más favorable) y, lo más importante, la formación en este verano del primer gobierno democrático del país.
Así pues, la verdadera prueba para la Felicidad Nacional Bruta apenas empieza. Los nuevos líderes civiles de Bután se enfrentarán a una gran cantidad de retos, entre ellos, uno de gran importancia: el público sigue queriendo a su rey y ve con escepticismo la democracia. ¿Cómo puede una sociedad mantener su identidad frente a las arrolladoras fuerzas de la globalización? ¿Puede existir un equilibrio entre la tradición y el desarrollo?
UN HAZ DE LUZ MATINAL raya el suelo del antiguo templo e ilumina a una anciana arrodillada ante un pilar de piedra y 108 granos de maíz. El pilar es la reliquia más sagrada en Nabji, una aldea enclavada en las Montañas Negras del centro de Bután, lejos del alcance de las carreteras y la electricidad. Dice la leyenda que una pequeña depresión en la piedra es la huella de la mano del Gurú Rinpoche, un místico del siglo VIII que llegó a Bután en el lomo de una tigresa voladora para propagar una variante tibetana del budismo tántrico. ¿Y los granos de maíz? Son para calcular la devoción. Cada vez que la mujer canosa, de nombre Tum Tum, se postra, desliza uno de los 108 granos (un número sagrado) por el suelo. En tres meses ha movido los granos 95 000 veces (1 000 postraciones al día) y continuará hasta que llegue a 100 000. “A veces me canso tanto que me desplomo –explica Tum Tum, cuyas rodillas han dejado surcos en el suelo–, pero no pararé. Esta es nuestra tradición”.
Pocos lugares en el planeta tienen tradiciones tan arraigadas como el Bután rural. Casi 70 % de la población vive en aldeas como Nabji, cercadas por bosques vírgenes y montañas enriscadas, seis horas a pie desde el camino más cercano. Los alineados campos de Nabji están vacíos hoy. Es una festividad religiosa en el calendario lunar y los habitualmente andrajosos campesinos deambulan en círculos, vestidos con sus mejores atuendos, alrededor del templo: las mujeres utilizan kiras que llegan hasta el suelo, mientras que los hombres llevan ghos estampados que les llegan hasta las rodillas. Las únicas señales de modernidad son dos paneles solares instalados en el techo del templo para darle energía a un teléfono inalámbrico, pero no funcionan. Los campesinos de Nabji tienen fe en otro tipo de comunicación inalámbrica: los banderines votivos que ondean sobre las copas de los cipreses. “Cada vez que sopla el viento –explica Rike, antiguo jefe de la aldea–, se lleva nuestras oraciones al cielo. No se necesitan máquinas”.
El budismo butanés está permeado de cierto sentido del humor, incluso malicioso, pues sus exuberancias terrenales difieren de la calma etérea del budismo therav¯ada, que es más conocido. Las imágenes sexuales abundan, como reflejo de la creencia tántrica de que las relaciones carnales pueden ser una puerta hacia la iluminación. Nadie personificó esta idea de manera más provocativa que el lama del siglo XVI Drukpa Kunley, mejor conocido como el Loco Divino, quien sigue siendo un santo muy adorado en gran parte de Bután. En sus borracheras por el campo, Kunley asesinaba demonios y concedía la iluminación a las jóvenes doncellas con los poderes mágicos de su “trueno flamígero”. Actualmente, muchos hogares butaneses están adornados con su característico signo protector: un enorme falo pintado, a menudo envuelto por un alegre moño.
Sin embargo, los truenos flamígeros no han evitado el cambio. La escuela primaria de Nabji, fundada hace casi una década, es parte de una revolución educativa que ha elevado la tasa de alfabetización de Bután de 10 %, en 1982, a 60 % hoy. El centro de salud ubicado junto a la escuela es parte de un esfuerzo que ha elevado la esperanza de vida en todo el país de 43 años, en 1982, a 66 en la actualidad, y durante el mismo periodo, se redujo la mortalidad infantil de 163 por cada 1 000 a 40. En Nabji no hay médicos de tiempo completo. Sin embargo, el día después de la ceremonia en el templo, tres profesionales del hospital de distrito en Trongsa atravesaron a pie las montañas para inmunizar a los niños de la aldea.
El aislamiento de Nabji disminuye cada día: las explosiones que reverberan al otro lado del valle provienen de un camino en construcción a través del bosque a varios kilómetros de distancia. Un equipo conformado por 15 aldeanos de Nabji, que trabaja de manera alternada, pone la mano de obra, arrastrando por las laderas de las montañas bolsas de 70 kilogramos de explosivos plásticos. Faltan uno o dos años para que el nuevo camino llegue a Nabji pero, cuando lo haga, la electricidad, la televisión y el comercio le seguirán. A algunas de las personas mayores les preocupa que Nabji pierda su inocencia, sin embargo los aldeanos jóvenes prefieren oír a Karma Jigme, un pintor de 26 años en pantaloncillos de baloncesto que recientemente regresó a Nabji después de trabajar cinco años en los pueblos de Paro, Punakha y Trongsa.
Las historias que Jigme cuenta sobre el mundo moderno tienen toda la magia de las leyendas tradicionales de Bután. Según cuenta, la primera vez que vio televisión se escondió debajo de su cama, pues temía que los furiosos luchadores profesionales de la pantalla “se salieran de la caja y me lastimaran”. Una impresión mayor fue la que se llevó cuando él y sus compañeros de trabajo estaban repintando Taktshang Goemba, el famoso monasterio del Nido del Tigre arriba del valle de Paro. Mientras estaba en la tarima de un andamio a unos 800 metros del acantilado, Jigme escuchó un rugido atronador y entonces, a unos 300 metros de distancia, “vi una casa con la forma de un pescado que volaba por el aire”. El aeroplano lo aterró tanto que casi se cae de la plataforma.
La vida en Nabji no ofrece tanto dramatismo. Jigme trabaja arduamente en los campos de papas y arroz de su familia y gana un dinero extra pintando escenas tradicionales en las casas de la aldea, que incluyen, sí, algunos truenos flamígeros. Jigme necesita dinero para comprar un buey, aunque, según sus propias palabras, lo que desea en realidad “es un Nokia”. No importa que por el momento los teléfonos celulares no funcionen en Nabji; él sólo quiere un pedacito de mundo moderno.
TSHEWANG DENDUP ES EL DUEÑO del único gho de mezclilla que existe. También es bueno con la “guitarra de aire”, tiene un cartel del Che Guevara en la sala de su casa y usa el cabello tan largo que a veces tiene que acomodarlo en una cola de caballo. Dendup, de 38 años, coordina el departamento de noticias en el Servicio de Radiodifusión de Bután (BBS) financiado por el gobierno; es la única estación de televisión. Hijo de una tejedora y de un predicador laico del budismo, Dendup trata de equilibrar tradición y modernidad. “Si sólo tuvieramos lo viejo, seguiríamos aislados, excluidos del mundo exterior –dice Dendup–, pero si sólo tuviéramos lo moderno, perderíamos nuestra cultura. Necesitamos ambos para sobrevivir”. Él confía en que la tecnología y la tradición pueden mezclarse y pone como ejemplo el reproductor de CD que compró para su padre, quien nunca antes había visto un aparato semejante y ahora lo usa para reproducir sermones y cantos para sus invitados.
Si los optimistas como Dendup tienen razón, la incorporación de Bután al mundo revitalizará la cultura local. A medida que las comunicaciones modernas se propagan (28 % de las casas tiene una televisión, 11 % un teléfono celular y cerca de 3 % una computadora), los ciudadanos se conectan entre sí y con el resto del mundo. Este no es un logro pequeño en Bután, cuya única carretera que cruza el país es tan lenta y sinuosa que se necesitan tres días para atravesar los 250 kilómetros (en línea recta) de este a oeste. Los aldeanos separados por las montañas, ahora comparten la experiencia de ver la cadena de televisión nacional. Estaciones de radio nuevas, como Kuzoo FM, reúnen a los jóvenes para hablar de música, cultura y modernización. Incluso en 2006 el rey permitió la aparición de dos periódicos independientes, a manera de voces alternativas al diario Kuensel, que para muchos era el portavoz oficial.
Las industrias musical y fílmica locales también han florecido. Hace 20 años Bután no había producido un solo largometraje. En 2006, esta pequeña nación produjo 24 películas, quizá la tasa más alta per cápita en el mundo. ¿Es coincidencia o karma el que el director más importante sea considerado la reencarnación de un santo budista del siglo XIX? Khyentse Norbu, uno de los lamas más venerados de Bután, hace películas que exploran los divertidos encuentros entre tradición y modernidad.
Sin embargo, los tradicionalistas de Bután consideran que hay una fuerza más oscura en juego: la invasión de una monocultura materialista y global que corroe sus valores. El gobierno ha prohibido canales que considera dañinos, como MTV y Fashion TV, y un canal deportivo en el que se exhibían espectáculos violentos de lucha libre. Sonam Tshewang, maestro de secundaria en Timbu, cree que hay algo vital que ya se ha perdido. “Algunos muchachos se han occidentalizado tanto que han olvidado su propia identidad cultural”, dice. Inclusive, una alumna suya decidió cambiarse el nombre por el de Britney.
La crisis de identidad va más allá de un cambio de nombre. La combinación de presiones sociales provoca nuevos problemas. El desempleo entre los jóvenes es de 30 % en Timbu, ya que los recién graduados de las escuelas medias rurales van a la ciudad soñando con obtener trabajos en el gobierno, pero difícilmente lo logran. Se han formado pandillas con nombres tales como Virus y Bacteria. Los delitos con violencia todavía son escasos, pero el robo –que alguna vez estuvo ausente en un país con muy pocas puertas cerradas con llave– se está volviendo más común, ya que la gente codicia los teléfonos celulares o los reproductores de CD de sus vecinos. La drogadicción también va en aumento. Cerca de la entrada del Club Destiny, una de las pocas discotecas nuevas de la capital, tres jóvenes discuten las virtudes de la “comida de cerdos”, una variedad muy fuerte de marihuana, abundante en la provincia butanesa, y que se utiliza tradicionalmente para incrementar el apetito del ganado. “¿Los muchachos de Estados Unidos también se vuelven adictos?”, pregunta el líder del trío, un muchacho de 23 años con los ojos rojos. El ámbito de las drogas en Timbu podría parecer insulso comparado con los estándares internacionales, pero esta no es el tipo de felicidad que el rey tenía en mente. Ugyen Dorji, quien solía ser adicto y fundó el primer centro de rehabilitación de Bután hace tres años, con la ayuda de la Fundación para el Desarrollo de la Juventud, nos dice que la adicción a las drogas refleja “las ansiedades de una sociedad en transición”.
CON TODO Y SU ACCIDENTADA independencia, Bután está invadido por una sensación de vulnerabilidad que le viene de ser el último bastión del budismo en el Himalaya. Los otros se han desvanecido, entre ellos el Ladakh (desmantelado en 1842 y posteriormente absorbido por la India), Tíbet (invadido por China en 1950) y el vecino reino de Sikkim. En 1975, justo tres años después de que Jigme Singye Wangchuck ascendiera al trono a la edad de 16 años, una oleada creciente de inmigrantes nepaleses votó para que el Sikkim independiente dejara de existir y se anexara a la India. ¿Bután sería el próximo? Wangchuck se movilizó para defender el principal bien de Bután: su identidad budista. “Al ser un país pequeño, no tenemos poder económico –explicó a una reportera del New York Times en 1991–. No tenemos fuerza militar. No podemos desempeñar un papel dominante internacionalmente debido a lo pequeño de nuestro tamaño y nuestra población, y porque somos un país encerrado. El único factor… que puede fortalecer la soberanía de Bután y la singularidad de nuestra identidad es la cultura única que tenemos”. Una posición sensata, quizá, pero que ha colocado a la monarquía en una ruta hacia el enfrentamiento con el grupo étnico más grande del país: los hindúes nepaleses. La mayoría de los nepaleses llegaron a las tierras bajas de Bután, infestadas de mosquitos, a finales del siglo XIX y principios del xx. Otras oleadas llegaron después de 1960, algunos invitados como trabajadores manuales y otros cruzando la frontera de manera ilegal. La monarquía favoreció la asimilación, pero el crecimiento de la población nepalesa alarmó a la élite drukpa. Después de hacer que las leyes civiles fueran más estrictas, el rey decretó que todos los butaneses debían seguir las normas drukpas tanto de vestido como de conducta. Así empezó un ciclo de protestas y arrestos que provocó que decenas de miles de nepaleses étnicos cruzaran la frontera huyendo entre 1990 y 1992. Govinda Dhimal era uno de ellos. Hinduista devoto, él y su familia habían vivido de manera satisfactoria en el distrito sur de Tsirang por más de medio siglo. Cuando los militantes nepaleses organizaron mítines de protesta, el ejército respondió con arrestos masivos, y Dhimal terminó en la cárcel. Cansado y arruinado, Dhimal, de 69 años, firmó un “formato de migración voluntaria” y huyó hacia lo desconocido. Cuando llegó a la frontera a principios de 1992, arrojó su gho hacia el territorio butanés, el último vestigio de la cultura drukpa que se le impuso.
Durante los últimos 16 años, Dhimal, actualmente de 85, ha languidecido en un campamento de la Organización de las Naciones Unidas al este de Nepal, atrapado en una de las crisis de refugiados más inmanejables. Los gobiernos de Nepal y Bután han llevado a cabo 15 rondas de negociaciones, pero a ninguno de los 108 000 refugiados se le ha permitido regresar. Para ellos, y para muchos de los nepaleses étnicos que quedan en Bután (cuyo número se calcula en 150 000), la intensa promoción de la cultura budista que ha hecho la monarquía ha sido una fuente de miseria. Las tensiones patentes en el sur casi han desaparecido. El robusto crecimiento económico, así como el aligeramiento de las restricciones culturales, ha permitido que algunos nepaleses lleven vidas cómodas. Sin embargo, muchos de ellos todavía viven al margen de la sociedad, relegados a trabajos manuales y excluidos a la hora de conseguir licencias para negocios, trabajos en el gobierno o acceso a la educación superior.
Al otro lado de las montañas, sentado en el piso de tierra de la choza en el campamento de refugiados de la ONU, Dhimal todavía añora regresar a Bután, aunque existen pocas posibilidades de que lo haga. La monarquía no ha cedido en su rechazo al regreso de los refugiados, y el ofrecimiento de Estados Unidos de admitir a 60 000 –bloqueado, sin embargo, en 2007 por los militantes violentos que exigían un regreso completo a Bután– está ganando impulso. Los nietos de Dhimal parecen entusiasmados por empezar una nueva vida. “Aquí no tenemos futuro –nos dice Tek Nath, su nieto de 15 años–. Me gustaría ver cómo es Estados Unidos”.
La reverencia por la realeza está muy arraigada en Bután, y pocos la sienten de una manera tan profunda como una mujer llamada Peldon, que ha vivido sus 41 años a la sombra de Dungkhar, el hogar ancestral de la familia real, una sencilla casa de madera en un valle remoto del noreste, rodeado de montañas de picos nevados. Peldon, que exhibe en su hogar ocho fotografías tamaño cartel del rey, ha recibido los beneficios de la monarquía de primera mano. Hace tres años, se materializó un camino a través de las montañas que redujo el viaje al poblado más cercano de días a dos horas. La energía eléctrica también llegó, lo que permite que Peldon asista a clases de alfabetización por las tardes y cosa sus kiras hasta muy tarde en la noche. “La noche se volvió día –nos dice–, y todo se lo debemos a Su Majestad el Rey”.
Ahora toca el turno al regalo más inesperado de la monarquía: la devolución del poder al pueblo, y a Peldon le cuesta trabajo aceptarlo. Al igual que muchos butaneses, Peldon lloró aquel día de diciembre de 2006 cuando, después de 34 años en el trono, Jigme Singye Wangchuck abdicó a favor de su hijo, con lo que abrió el camino a las elecciones parlamentarias. Peldon reverencia al cuarto rey como un visionario que ha predicado con el ejemplo, invirtiendo en escuelas y caminos en lugar de palacios y cuentas bancarias personales. Su hijo y sucesor, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, educado en Oxford, fue el año pasado a Dungkhar para alentar a los aldeanos a votar. Peldon admira al joven monarca, pero la cuestión de las elecciones está más allá de su entendimiento. “Tenemos un rey bueno y sabio –comenta–. ¿Para qué queremos democracia?”.
Irónicamente, la voz más fuerte a favor de la reforma de la monarquía ha sido la del rey. Él ha planteado la pregunta: ¿qué pasaría si Bután cayera en manos de un gobernante malvado o incompetente? Ganó la discusión, como ocurre frecuentemente con los reyes, pero su hijastra, la democracia, ha dado unos primeros pasos muy tambaleantes. Incluso encontrar candidatos viables ha sido un reto, debido en parte a la insistencia del rey de que todos los aspirantes al puesto nacional tengan estudios universitarios, en un país en el que menos de 2 % de la población tiene grado de licenciatura. Sin embargo, el verano pasado dos altos funcionarios del gobierno –Jigme Y. Thinley y Sangay Ngedup– renunciaron a sus puestos para encabezar dos partidos contendientes en las elecciones.
Es probable que quien se convierta en el primer primer ministro de Bután este año no se desvíe de la política de la Felicidad Nacional Bruta (FNB). Ngedup, quien fue el jovial ministro de agricultura y considera la abdicación del rey como “una forma muy budista de desapego”, tiene una razón muy especial para seguir con el mismo rumbo: como es el hermano mayor de las cuatro esposas del rey, es tío del nuevo rey. Thinley, por su parte, es uno de los principales creadores de la política de FNB y ha viajado por el mundo para promover el evangelio de la felicidad. “Esta idea ha atrapado la imaginación de gran parte del mundo –explica Thinley–. La gente busca una nueva definición de prosperidad”. Para sobrevivir en la política de la democracia, el próximo líder de Bután tendrá que hacer a la gente feliz y, a medida que el país se moderniza, esto quizá tenga que depender de las relaciones con el mundo exterior. Bután ha establecido lazos solamente con 21 países; el más importante es la India, que provee seguridad militar y compra 80 % de las exportaciones de Bután. La mayoría de las grandes potencias, como Estados Unidos, no están en la lista, explica Thinley, “porque queríamos evitar convertirnos en peones”. La misma preocupación persiste al tiempo que Bután trata de afiliarse a la Organización Mundial de Comercio. En una economía globalizada, ningún país puede aislarse completamente del comercio y, por extensión, de la OMC. “Nuestro mayor temor –dice Thinley– viene de lo desconocido”.
Esos temores no le afectan a Kinzang Norbu, el líder de siete años de los B-Boyz. Quizá este bailarín de break dance no tenga idea del libre comercio o de la globalización porque apenas cursa segundo de primaria, pero está imbuido en ellos tanto y de manera tan fácil como en su propia cultura butanesa. Un día después de su demostración de baile, Norbu camina hacia su hogar después de la escuela con el pelo bien peinado, los zapatos bien amarrados y un gho color gris bien planchado. Cuando llega a casa (un bar administrado por su madre y decorado con fotos de monarcas butaneses cerca del mural de otro rey: Elvis Presley), Norbu se cambia de ropa, se pone una camiseta Diesel y discute en inglés los méritos de Allen Iverson y Ronaldinho. ¿Por quién vota para la mejor persona del mundo? Es un empate entre el cantante de rap 50 Cent y el cuarto rey de Bután. Como hijo del gran experimento de Bután, Norbu no ve la necesidad de preferir uno a otro. Con una sonrisa dice: “¡Me gustan los dos!”.
Primero se escuchan con claridad las notas altas de la trompeta ceremonial. Después, los peregrinos budistas orientan sus pasos hacia el sonido. El sol se ha deslizado detrás de las montañas que se yerguen sobre Timbu, la capital del reino de Bután, en el Himalaya, y el último ritual del día está a punto de comenzar. Alrededor de la multitud, con cortes de pelo estilo paje y túnicas andrajosas, se encuentran los campesinos que han viajado durante tres días desde sus remotas aldeas para visitar por primera vez la gran ciudad, quizá la única capital en el mundo sin semáforos.
Cerca del centro de la plaza, hay un grupo de monjes budistas; tienen los brazos entrelazados y los dientes manchados de nuez de betel, que combinan con sus túnicas rojas. Juntos, campesinos, monjes y aldeanos se arremolinan para poder ver la atracción principal: un niño pequeño parado en medio de un círculo, cuya camiseta anaranjada brillante le llega a las rodillas.
Cuando el ritmo se acelera, el niño, Kinzang Norbu, de siete años, se arroja al suelo, girando sobre su espalda tan rápido que se disuelve en una mancha color azafrán. La multitud, educada en el antiguo misticismo de Bután, la tierra de la Tigresa Voladora y el Loco Divino, quizá se pregunta si Norbu es un remolino en el que ha reencarnado algún santo budista. De las bocinas no sale un ensalmo budista, sino los acordes iniciales de “Hips don’t Lie”, la atrevida canción pop de Shakira, a través de una elegante laptop Macintosh. Y cuando Norbu gira para sostenerse sobre su cabeza sin meter las manos, su camiseta desciende para dejar al descubierto su homenaje a la cultura juvenil global: unos botines Nike de color rojo, pantalones deportivos Adidas y un tatuaje temporal en el que se lee en inglés el nombre que él y sus amigos han adoptado: “B-Boyz”.
Cuando la canción se desvanece, Norbu se pavonea con una sonrisa traviesa y hace un saludo pandillero con los dedos retorcidos. Sus compañeros de B-Boyz silban y lo vitorean. Los monjes reaccionan con desconcertadas sonrisas manchadas de rojo. ¿Y los asoleados campesinos? Ellos simplemente ven al niño con la boca abierta. Si él fuera un bailarín enmascarado en un festival, que gira en su camino a la iluminación, quizá lo entenderían. Aun así, a pesar de la incomprensión mutua, ese momento los une, ya que en un baile sorprendente, Norbu capturó la esencia de un país que está tratando de hacer lo imposible: saltar desde la Edad Media hasta el siglo XXI sin perder el equilibrio.
POR MÁS DE 1 000 AÑOS, este pequeño reino –conocido entre los locales como Druk Yul, “la tierra del dragón del trueno”– ha sobrevivido en un aislamiento espléndido, un lugar del tamaño de Suiza enclavado en los pliegues montañosos entre dos gigantes: la India y China. Excluido del mundo exterior tanto por la geografía como por una decisión política deliberada, el país no tuvo caminos, ni electricidad, ni vehículos de motor, ni teléfonos, ni servicio postal hasta los años sesenta del siglo XX. Incluso en estos días, su hipnótico paisaje evoca un lugar que el tiempo olvidó: antiguos templos en lo alto de los riscos rodeados por la niebla; sagradas cimas inexploradas que se alzan sobre ríos y bosques prístinos; un chalet de madera en el que habita un monarca benevolente con una de sus cuatro esposas, todas hermanas. No es de extrañar que los visitantes no se resistan a decir que Bután es el último Shangri-la.
Sin embargo, hasta Shangri-la debe cambiar. Cuando el rey Jigme Singye Wangchuck ascendió al trono en 1972, Bután padecía una de las tasas más altas de pobreza, analfabetismo y mortalidad infantil en el mundo: un legado de la política de aislamiento. “Pagamos un precio muy alto”, expresó el rey después. Su padre, el tercer rey de Bután, había iniciado la apertura del país en los sesenta al construir carreteras, fundar escuelas y centros de salud, y presionar para ser miembro de la Organización de las Naciones Unidas. El rey Jigme Singye Wangchuck fue más lejos. Ha tratado de dictar los términos de la apertura de Bután y, en el proceso, redefinir el significado mismo del desarrollo. Para describir su enfoque, inventó la acertada frase: Felicidad Nacional Bruta (FNB).
Para muchos butaneses, esta idea no es sólo un instrumento publicitario o una filosofía utópica. Es la base para la supervivencia. Teniendo como guía los “cuatro pilares de la Felicidad Nacional Bruta” –desarrollo sustentable, protección ambiental, conservación cultural y buen gobierno–, Bután ha logrado salir de la más abyecta pobreza sin explotar sus recursos naturales (con excepción de la fuerza hidroeléctrica que vende a la India y que es la principal fuente de ingresos desde el exterior). Casi tres cuartas partes del país todavía tienen bosques, y de estos, más de 25 % están catalogados como zonas protegidas, lo que lo sitúa entre los porcentajes más altos en el mundo. Las tasas de analfabetismo y mortalidad infantil han descendido drásticamente y la economía está en auge. El turismo también crece, aunque los estrictos límites de construcción y un impuesto diario de hasta 240 dólares por visitante mantienen alejadas las hordas de excursionistas que han invadido Nepal.
En la víspera del milenio, en 1999, Bután otorgó a sus ciudadanos el acceso a la televisión: fue el último país en el planeta que lo hizo (internet se filtró ese mismo año). Sin embargo, destapar la caja de Pandora trajo preocupaciones. Después de todo, ¿qué pasa cuando una sociedad aislada y profundamente conservadora se ve expuesta de repente al cantante de rap 50 Cent y a la Federación Mundial de Lucha Libre? Estas preguntas tienen un peso mayor en una nación vulnerable de 635 000 personas, de las cuales la mitad es menor de 22 años de edad.
Ahora viene la audaz culminación del experimento de Bután: la transición a la democracia. Nunca antes, según los funcionarios butaneses, un monarca querido por la gente había abdicado voluntariamente a su trono para otorgar el poder al pueblo, pero en 2006, el rey Jigme Singye Wangchuck lo hizo, estableciendo una convergencia de eventos poco común para 2008: una coronación (el cuarto rey ceremoniosamente cede la corona a su hijo de 28 años, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, quien fungirá como monarca constitucional); una celebración centenaria (el cumpleaños de la monarquía fue en 2007, pero un astrólogo real consideró que 2008 era más favorable) y, lo más importante, la formación en este verano del primer gobierno democrático del país.
Así pues, la verdadera prueba para la Felicidad Nacional Bruta apenas empieza. Los nuevos líderes civiles de Bután se enfrentarán a una gran cantidad de retos, entre ellos, uno de gran importancia: el público sigue queriendo a su rey y ve con escepticismo la democracia. ¿Cómo puede una sociedad mantener su identidad frente a las arrolladoras fuerzas de la globalización? ¿Puede existir un equilibrio entre la tradición y el desarrollo?
UN HAZ DE LUZ MATINAL raya el suelo del antiguo templo e ilumina a una anciana arrodillada ante un pilar de piedra y 108 granos de maíz. El pilar es la reliquia más sagrada en Nabji, una aldea enclavada en las Montañas Negras del centro de Bután, lejos del alcance de las carreteras y la electricidad. Dice la leyenda que una pequeña depresión en la piedra es la huella de la mano del Gurú Rinpoche, un místico del siglo VIII que llegó a Bután en el lomo de una tigresa voladora para propagar una variante tibetana del budismo tántrico. ¿Y los granos de maíz? Son para calcular la devoción. Cada vez que la mujer canosa, de nombre Tum Tum, se postra, desliza uno de los 108 granos (un número sagrado) por el suelo. En tres meses ha movido los granos 95 000 veces (1 000 postraciones al día) y continuará hasta que llegue a 100 000. “A veces me canso tanto que me desplomo –explica Tum Tum, cuyas rodillas han dejado surcos en el suelo–, pero no pararé. Esta es nuestra tradición”.
Pocos lugares en el planeta tienen tradiciones tan arraigadas como el Bután rural. Casi 70 % de la población vive en aldeas como Nabji, cercadas por bosques vírgenes y montañas enriscadas, seis horas a pie desde el camino más cercano. Los alineados campos de Nabji están vacíos hoy. Es una festividad religiosa en el calendario lunar y los habitualmente andrajosos campesinos deambulan en círculos, vestidos con sus mejores atuendos, alrededor del templo: las mujeres utilizan kiras que llegan hasta el suelo, mientras que los hombres llevan ghos estampados que les llegan hasta las rodillas. Las únicas señales de modernidad son dos paneles solares instalados en el techo del templo para darle energía a un teléfono inalámbrico, pero no funcionan. Los campesinos de Nabji tienen fe en otro tipo de comunicación inalámbrica: los banderines votivos que ondean sobre las copas de los cipreses. “Cada vez que sopla el viento –explica Rike, antiguo jefe de la aldea–, se lleva nuestras oraciones al cielo. No se necesitan máquinas”.
El budismo butanés está permeado de cierto sentido del humor, incluso malicioso, pues sus exuberancias terrenales difieren de la calma etérea del budismo therav¯ada, que es más conocido. Las imágenes sexuales abundan, como reflejo de la creencia tántrica de que las relaciones carnales pueden ser una puerta hacia la iluminación. Nadie personificó esta idea de manera más provocativa que el lama del siglo XVI Drukpa Kunley, mejor conocido como el Loco Divino, quien sigue siendo un santo muy adorado en gran parte de Bután. En sus borracheras por el campo, Kunley asesinaba demonios y concedía la iluminación a las jóvenes doncellas con los poderes mágicos de su “trueno flamígero”. Actualmente, muchos hogares butaneses están adornados con su característico signo protector: un enorme falo pintado, a menudo envuelto por un alegre moño.
Sin embargo, los truenos flamígeros no han evitado el cambio. La escuela primaria de Nabji, fundada hace casi una década, es parte de una revolución educativa que ha elevado la tasa de alfabetización de Bután de 10 %, en 1982, a 60 % hoy. El centro de salud ubicado junto a la escuela es parte de un esfuerzo que ha elevado la esperanza de vida en todo el país de 43 años, en 1982, a 66 en la actualidad, y durante el mismo periodo, se redujo la mortalidad infantil de 163 por cada 1 000 a 40. En Nabji no hay médicos de tiempo completo. Sin embargo, el día después de la ceremonia en el templo, tres profesionales del hospital de distrito en Trongsa atravesaron a pie las montañas para inmunizar a los niños de la aldea.
El aislamiento de Nabji disminuye cada día: las explosiones que reverberan al otro lado del valle provienen de un camino en construcción a través del bosque a varios kilómetros de distancia. Un equipo conformado por 15 aldeanos de Nabji, que trabaja de manera alternada, pone la mano de obra, arrastrando por las laderas de las montañas bolsas de 70 kilogramos de explosivos plásticos. Faltan uno o dos años para que el nuevo camino llegue a Nabji pero, cuando lo haga, la electricidad, la televisión y el comercio le seguirán. A algunas de las personas mayores les preocupa que Nabji pierda su inocencia, sin embargo los aldeanos jóvenes prefieren oír a Karma Jigme, un pintor de 26 años en pantaloncillos de baloncesto que recientemente regresó a Nabji después de trabajar cinco años en los pueblos de Paro, Punakha y Trongsa.
Las historias que Jigme cuenta sobre el mundo moderno tienen toda la magia de las leyendas tradicionales de Bután. Según cuenta, la primera vez que vio televisión se escondió debajo de su cama, pues temía que los furiosos luchadores profesionales de la pantalla “se salieran de la caja y me lastimaran”. Una impresión mayor fue la que se llevó cuando él y sus compañeros de trabajo estaban repintando Taktshang Goemba, el famoso monasterio del Nido del Tigre arriba del valle de Paro. Mientras estaba en la tarima de un andamio a unos 800 metros del acantilado, Jigme escuchó un rugido atronador y entonces, a unos 300 metros de distancia, “vi una casa con la forma de un pescado que volaba por el aire”. El aeroplano lo aterró tanto que casi se cae de la plataforma.
La vida en Nabji no ofrece tanto dramatismo. Jigme trabaja arduamente en los campos de papas y arroz de su familia y gana un dinero extra pintando escenas tradicionales en las casas de la aldea, que incluyen, sí, algunos truenos flamígeros. Jigme necesita dinero para comprar un buey, aunque, según sus propias palabras, lo que desea en realidad “es un Nokia”. No importa que por el momento los teléfonos celulares no funcionen en Nabji; él sólo quiere un pedacito de mundo moderno.
TSHEWANG DENDUP ES EL DUEÑO del único gho de mezclilla que existe. También es bueno con la “guitarra de aire”, tiene un cartel del Che Guevara en la sala de su casa y usa el cabello tan largo que a veces tiene que acomodarlo en una cola de caballo. Dendup, de 38 años, coordina el departamento de noticias en el Servicio de Radiodifusión de Bután (BBS) financiado por el gobierno; es la única estación de televisión. Hijo de una tejedora y de un predicador laico del budismo, Dendup trata de equilibrar tradición y modernidad. “Si sólo tuvieramos lo viejo, seguiríamos aislados, excluidos del mundo exterior –dice Dendup–, pero si sólo tuviéramos lo moderno, perderíamos nuestra cultura. Necesitamos ambos para sobrevivir”. Él confía en que la tecnología y la tradición pueden mezclarse y pone como ejemplo el reproductor de CD que compró para su padre, quien nunca antes había visto un aparato semejante y ahora lo usa para reproducir sermones y cantos para sus invitados.
Si los optimistas como Dendup tienen razón, la incorporación de Bután al mundo revitalizará la cultura local. A medida que las comunicaciones modernas se propagan (28 % de las casas tiene una televisión, 11 % un teléfono celular y cerca de 3 % una computadora), los ciudadanos se conectan entre sí y con el resto del mundo. Este no es un logro pequeño en Bután, cuya única carretera que cruza el país es tan lenta y sinuosa que se necesitan tres días para atravesar los 250 kilómetros (en línea recta) de este a oeste. Los aldeanos separados por las montañas, ahora comparten la experiencia de ver la cadena de televisión nacional. Estaciones de radio nuevas, como Kuzoo FM, reúnen a los jóvenes para hablar de música, cultura y modernización. Incluso en 2006 el rey permitió la aparición de dos periódicos independientes, a manera de voces alternativas al diario Kuensel, que para muchos era el portavoz oficial.
Las industrias musical y fílmica locales también han florecido. Hace 20 años Bután no había producido un solo largometraje. En 2006, esta pequeña nación produjo 24 películas, quizá la tasa más alta per cápita en el mundo. ¿Es coincidencia o karma el que el director más importante sea considerado la reencarnación de un santo budista del siglo XIX? Khyentse Norbu, uno de los lamas más venerados de Bután, hace películas que exploran los divertidos encuentros entre tradición y modernidad.
Sin embargo, los tradicionalistas de Bután consideran que hay una fuerza más oscura en juego: la invasión de una monocultura materialista y global que corroe sus valores. El gobierno ha prohibido canales que considera dañinos, como MTV y Fashion TV, y un canal deportivo en el que se exhibían espectáculos violentos de lucha libre. Sonam Tshewang, maestro de secundaria en Timbu, cree que hay algo vital que ya se ha perdido. “Algunos muchachos se han occidentalizado tanto que han olvidado su propia identidad cultural”, dice. Inclusive, una alumna suya decidió cambiarse el nombre por el de Britney.
La crisis de identidad va más allá de un cambio de nombre. La combinación de presiones sociales provoca nuevos problemas. El desempleo entre los jóvenes es de 30 % en Timbu, ya que los recién graduados de las escuelas medias rurales van a la ciudad soñando con obtener trabajos en el gobierno, pero difícilmente lo logran. Se han formado pandillas con nombres tales como Virus y Bacteria. Los delitos con violencia todavía son escasos, pero el robo –que alguna vez estuvo ausente en un país con muy pocas puertas cerradas con llave– se está volviendo más común, ya que la gente codicia los teléfonos celulares o los reproductores de CD de sus vecinos. La drogadicción también va en aumento. Cerca de la entrada del Club Destiny, una de las pocas discotecas nuevas de la capital, tres jóvenes discuten las virtudes de la “comida de cerdos”, una variedad muy fuerte de marihuana, abundante en la provincia butanesa, y que se utiliza tradicionalmente para incrementar el apetito del ganado. “¿Los muchachos de Estados Unidos también se vuelven adictos?”, pregunta el líder del trío, un muchacho de 23 años con los ojos rojos. El ámbito de las drogas en Timbu podría parecer insulso comparado con los estándares internacionales, pero esta no es el tipo de felicidad que el rey tenía en mente. Ugyen Dorji, quien solía ser adicto y fundó el primer centro de rehabilitación de Bután hace tres años, con la ayuda de la Fundación para el Desarrollo de la Juventud, nos dice que la adicción a las drogas refleja “las ansiedades de una sociedad en transición”.
CON TODO Y SU ACCIDENTADA independencia, Bután está invadido por una sensación de vulnerabilidad que le viene de ser el último bastión del budismo en el Himalaya. Los otros se han desvanecido, entre ellos el Ladakh (desmantelado en 1842 y posteriormente absorbido por la India), Tíbet (invadido por China en 1950) y el vecino reino de Sikkim. En 1975, justo tres años después de que Jigme Singye Wangchuck ascendiera al trono a la edad de 16 años, una oleada creciente de inmigrantes nepaleses votó para que el Sikkim independiente dejara de existir y se anexara a la India. ¿Bután sería el próximo? Wangchuck se movilizó para defender el principal bien de Bután: su identidad budista. “Al ser un país pequeño, no tenemos poder económico –explicó a una reportera del New York Times en 1991–. No tenemos fuerza militar. No podemos desempeñar un papel dominante internacionalmente debido a lo pequeño de nuestro tamaño y nuestra población, y porque somos un país encerrado. El único factor… que puede fortalecer la soberanía de Bután y la singularidad de nuestra identidad es la cultura única que tenemos”. Una posición sensata, quizá, pero que ha colocado a la monarquía en una ruta hacia el enfrentamiento con el grupo étnico más grande del país: los hindúes nepaleses. La mayoría de los nepaleses llegaron a las tierras bajas de Bután, infestadas de mosquitos, a finales del siglo XIX y principios del xx. Otras oleadas llegaron después de 1960, algunos invitados como trabajadores manuales y otros cruzando la frontera de manera ilegal. La monarquía favoreció la asimilación, pero el crecimiento de la población nepalesa alarmó a la élite drukpa. Después de hacer que las leyes civiles fueran más estrictas, el rey decretó que todos los butaneses debían seguir las normas drukpas tanto de vestido como de conducta. Así empezó un ciclo de protestas y arrestos que provocó que decenas de miles de nepaleses étnicos cruzaran la frontera huyendo entre 1990 y 1992. Govinda Dhimal era uno de ellos. Hinduista devoto, él y su familia habían vivido de manera satisfactoria en el distrito sur de Tsirang por más de medio siglo. Cuando los militantes nepaleses organizaron mítines de protesta, el ejército respondió con arrestos masivos, y Dhimal terminó en la cárcel. Cansado y arruinado, Dhimal, de 69 años, firmó un “formato de migración voluntaria” y huyó hacia lo desconocido. Cuando llegó a la frontera a principios de 1992, arrojó su gho hacia el territorio butanés, el último vestigio de la cultura drukpa que se le impuso.
Durante los últimos 16 años, Dhimal, actualmente de 85, ha languidecido en un campamento de la Organización de las Naciones Unidas al este de Nepal, atrapado en una de las crisis de refugiados más inmanejables. Los gobiernos de Nepal y Bután han llevado a cabo 15 rondas de negociaciones, pero a ninguno de los 108 000 refugiados se le ha permitido regresar. Para ellos, y para muchos de los nepaleses étnicos que quedan en Bután (cuyo número se calcula en 150 000), la intensa promoción de la cultura budista que ha hecho la monarquía ha sido una fuente de miseria. Las tensiones patentes en el sur casi han desaparecido. El robusto crecimiento económico, así como el aligeramiento de las restricciones culturales, ha permitido que algunos nepaleses lleven vidas cómodas. Sin embargo, muchos de ellos todavía viven al margen de la sociedad, relegados a trabajos manuales y excluidos a la hora de conseguir licencias para negocios, trabajos en el gobierno o acceso a la educación superior.
Al otro lado de las montañas, sentado en el piso de tierra de la choza en el campamento de refugiados de la ONU, Dhimal todavía añora regresar a Bután, aunque existen pocas posibilidades de que lo haga. La monarquía no ha cedido en su rechazo al regreso de los refugiados, y el ofrecimiento de Estados Unidos de admitir a 60 000 –bloqueado, sin embargo, en 2007 por los militantes violentos que exigían un regreso completo a Bután– está ganando impulso. Los nietos de Dhimal parecen entusiasmados por empezar una nueva vida. “Aquí no tenemos futuro –nos dice Tek Nath, su nieto de 15 años–. Me gustaría ver cómo es Estados Unidos”.
La reverencia por la realeza está muy arraigada en Bután, y pocos la sienten de una manera tan profunda como una mujer llamada Peldon, que ha vivido sus 41 años a la sombra de Dungkhar, el hogar ancestral de la familia real, una sencilla casa de madera en un valle remoto del noreste, rodeado de montañas de picos nevados. Peldon, que exhibe en su hogar ocho fotografías tamaño cartel del rey, ha recibido los beneficios de la monarquía de primera mano. Hace tres años, se materializó un camino a través de las montañas que redujo el viaje al poblado más cercano de días a dos horas. La energía eléctrica también llegó, lo que permite que Peldon asista a clases de alfabetización por las tardes y cosa sus kiras hasta muy tarde en la noche. “La noche se volvió día –nos dice–, y todo se lo debemos a Su Majestad el Rey”.
Ahora toca el turno al regalo más inesperado de la monarquía: la devolución del poder al pueblo, y a Peldon le cuesta trabajo aceptarlo. Al igual que muchos butaneses, Peldon lloró aquel día de diciembre de 2006 cuando, después de 34 años en el trono, Jigme Singye Wangchuck abdicó a favor de su hijo, con lo que abrió el camino a las elecciones parlamentarias. Peldon reverencia al cuarto rey como un visionario que ha predicado con el ejemplo, invirtiendo en escuelas y caminos en lugar de palacios y cuentas bancarias personales. Su hijo y sucesor, Jigme Khesar Namgyel Wangchuck, educado en Oxford, fue el año pasado a Dungkhar para alentar a los aldeanos a votar. Peldon admira al joven monarca, pero la cuestión de las elecciones está más allá de su entendimiento. “Tenemos un rey bueno y sabio –comenta–. ¿Para qué queremos democracia?”.
Irónicamente, la voz más fuerte a favor de la reforma de la monarquía ha sido la del rey. Él ha planteado la pregunta: ¿qué pasaría si Bután cayera en manos de un gobernante malvado o incompetente? Ganó la discusión, como ocurre frecuentemente con los reyes, pero su hijastra, la democracia, ha dado unos primeros pasos muy tambaleantes. Incluso encontrar candidatos viables ha sido un reto, debido en parte a la insistencia del rey de que todos los aspirantes al puesto nacional tengan estudios universitarios, en un país en el que menos de 2 % de la población tiene grado de licenciatura. Sin embargo, el verano pasado dos altos funcionarios del gobierno –Jigme Y. Thinley y Sangay Ngedup– renunciaron a sus puestos para encabezar dos partidos contendientes en las elecciones.
Es probable que quien se convierta en el primer primer ministro de Bután este año no se desvíe de la política de la Felicidad Nacional Bruta (FNB). Ngedup, quien fue el jovial ministro de agricultura y considera la abdicación del rey como “una forma muy budista de desapego”, tiene una razón muy especial para seguir con el mismo rumbo: como es el hermano mayor de las cuatro esposas del rey, es tío del nuevo rey. Thinley, por su parte, es uno de los principales creadores de la política de FNB y ha viajado por el mundo para promover el evangelio de la felicidad. “Esta idea ha atrapado la imaginación de gran parte del mundo –explica Thinley–. La gente busca una nueva definición de prosperidad”. Para sobrevivir en la política de la democracia, el próximo líder de Bután tendrá que hacer a la gente feliz y, a medida que el país se moderniza, esto quizá tenga que depender de las relaciones con el mundo exterior. Bután ha establecido lazos solamente con 21 países; el más importante es la India, que provee seguridad militar y compra 80 % de las exportaciones de Bután. La mayoría de las grandes potencias, como Estados Unidos, no están en la lista, explica Thinley, “porque queríamos evitar convertirnos en peones”. La misma preocupación persiste al tiempo que Bután trata de afiliarse a la Organización Mundial de Comercio. En una economía globalizada, ningún país puede aislarse completamente del comercio y, por extensión, de la OMC. “Nuestro mayor temor –dice Thinley– viene de lo desconocido”.
Esos temores no le afectan a Kinzang Norbu, el líder de siete años de los B-Boyz. Quizá este bailarín de break dance no tenga idea del libre comercio o de la globalización porque apenas cursa segundo de primaria, pero está imbuido en ellos tanto y de manera tan fácil como en su propia cultura butanesa. Un día después de su demostración de baile, Norbu camina hacia su hogar después de la escuela con el pelo bien peinado, los zapatos bien amarrados y un gho color gris bien planchado. Cuando llega a casa (un bar administrado por su madre y decorado con fotos de monarcas butaneses cerca del mural de otro rey: Elvis Presley), Norbu se cambia de ropa, se pone una camiseta Diesel y discute en inglés los méritos de Allen Iverson y Ronaldinho. ¿Por quién vota para la mejor persona del mundo? Es un empate entre el cantante de rap 50 Cent y el cuarto rey de Bután. Como hijo del gran experimento de Bután, Norbu no ve la necesidad de preferir uno a otro. Con una sonrisa dice: “¡Me gustan los dos!”.
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