Por Imanol Villa (EL CORREO DIGITAL, 01/03/08):
De los inmigrantes sólo se habla cuando conviene. Debería preocupar este hecho, pues existen de manera permanente. Sin embargo, su concreción en los discursos de los políticos, puntual y sumamente simple, difiere en mucho de la realidad espacial y temporal que ocupan. Por ello es poco menos que capcioso citarlos por conveniencia, sea para tranquilizar las conciencias de los propios del lugar o, al contrario, para poner de relieve una sensibilidad social políticamente correcta y acorde con los principios humanitarios de todos esos que se sitúan, normalmente, a la izquierda. Aunque, en ambos casos, el enorme tufo de interés interesante que destilan las declaraciones y posturas varias es tan grande, que puede muy bien sospecharse que lo que menos importa de todo eso son, precisamente, los inmigrantes.
Lo peor no es el discurso. Lo preocupante es el destino del mismo, el oyente. Y no es ninguna barbaridad afirmar que entre tanto receptor una buena parte piensa que los inmigrantes son una molestia. Siempre lo han sido. Vinieran del campo a la ciudad, se fueran a Suiza o Alemania, del norte o de toda África al paraíso occidental o de Sudamérica a la madre patria, siempre han engendrado desconfianza y molestia. ¿Quién no ha oído hablar de los paletos y de los pueblerinos? Ignorantes y brutos, faltos de cultura que, para decirlo todo, molestaban sólo con su presencia y a los que se les daba trabajo, sí, pero de ésos que son sucios, duros y que los ciudadanos urbanitas, acostumbrados al nivel de bienestar de la ciudad y el progreso, procuraban evitar. Sí, siempre han molestado. No es ninguna exageración. Aunque lo novedoso sea que los hijos y nietos de aquéllos que llegaron un buen día del campo a la ciudad se sientan molestos por la presencia de los que llegan ahora. Eso es lo peligroso. Que el germen, no del racismo, ni de la xenofobia, sino del desprecio y de la molestia ya se verbaliza en las calles. Sirve de tema de conversación. Sólo hace falta que alguien haga política sobre ello para que la gente normal pregunte a los inmigrantes: ‘Y tú, ¿a qué vienes aquí?’ Entonces sí que sería el desastre. Por fortuna, de momento sólo ha sido un tanteo.
Mientras tanto los inmigrantes callan, apenas se rebelan. Quizás su silencio se deba a que se les ha sometido a un complejo de culpabilidad que tan sólo se sacudirán cuando las generaciones venideras les sustituyan. Por eso no se atreven a pronunciar la verdad más absoluta: no quieren ser inmigrantes. Nadie lo quiere ser. ¿Quién en su sano juicio se marcharía de su casa, su barrio, su ciudad, su país, si en él tuviera oportunidades de poder comer todos los días, dar una educación digna a sus hijos, disfrutar de una vivienda y de un servicio de salud con garantías? Nadie, absolutamente nadie.
Y sin embargo, a pesar de eso, son muchos los que creen que dejan su subdesarrollo para fastidiarnos por aquí en Occidente. Se alega para ello que ha aumentado la delincuencia, que ya no es seguro andar por las calles. ¿Acaso no había delincuentes antes? ¿Eran las ciudades completamente seguras? Es rastrero e indignante caer en argumentos tan simples y estúpidos. Aún se dicen más cosas. Por ejemplo, que se les da de todo, que los servicios sociales -se subraya que los pagamos entre todos, los que no somos inmigrantes, claro- les dan el oro y el moro, es decir, transporte casi gratis, sanidad, educación y oportunidades. Y en vez de sentirnos orgullosos de nuestro sistema de protección social basado en la ’so-li-da-ri-dad’ con los que menos tienen, manifestamos un egoísmo férreo porque sospechamos que nos van a quitar lo que es nuestro. Claro, como bloquean las urgencias ¿Solemne estupidez! ¿A nadie se le ocurre que lo que deberíamos hacer es exigir servicios sanitarios más completos y eficaces adaptados a las nuevas necesidades del momento? No, es preferible culpabilizar a los inmigrantes.
Por eso y por más, da mucho miedo que los inmigrantes formen ya parte del debate político. Sobre todo cuando se habla de condiciones, de limitaciones y no, porque no quieren o porque su inteligencia sea mínima, de auténticas políticas de intervención solidaria en los países en vías de desarrollo, que son los que más población pierden. No se denuncia abiertamente a nivel de Estado la enorme culpabilidad que sobre el fenómeno migratorio tienen el FMI y el Banco Mundial. Pocos cuestionan la humillación a la que el invento de la globalización somete a esos países que pierden población. Nadie se empeña en discursos que transgredan y contradigan la política del ‘amigo americano’ y de los grandes bancos centrales del mundo. No, es más fácil hablar de costumbres, de contratos estúpidos y, a la contra, de caridad mal entendida.
Por todo ello, y por todo lo que bulle en la cabeza de los ciudadanos corrientes, no es bueno que los inmigrantes aparezcan y desaparezcan a conveniencia del discurso político. Es peligroso. Muy peligroso.
De los inmigrantes sólo se habla cuando conviene. Debería preocupar este hecho, pues existen de manera permanente. Sin embargo, su concreción en los discursos de los políticos, puntual y sumamente simple, difiere en mucho de la realidad espacial y temporal que ocupan. Por ello es poco menos que capcioso citarlos por conveniencia, sea para tranquilizar las conciencias de los propios del lugar o, al contrario, para poner de relieve una sensibilidad social políticamente correcta y acorde con los principios humanitarios de todos esos que se sitúan, normalmente, a la izquierda. Aunque, en ambos casos, el enorme tufo de interés interesante que destilan las declaraciones y posturas varias es tan grande, que puede muy bien sospecharse que lo que menos importa de todo eso son, precisamente, los inmigrantes.
Lo peor no es el discurso. Lo preocupante es el destino del mismo, el oyente. Y no es ninguna barbaridad afirmar que entre tanto receptor una buena parte piensa que los inmigrantes son una molestia. Siempre lo han sido. Vinieran del campo a la ciudad, se fueran a Suiza o Alemania, del norte o de toda África al paraíso occidental o de Sudamérica a la madre patria, siempre han engendrado desconfianza y molestia. ¿Quién no ha oído hablar de los paletos y de los pueblerinos? Ignorantes y brutos, faltos de cultura que, para decirlo todo, molestaban sólo con su presencia y a los que se les daba trabajo, sí, pero de ésos que son sucios, duros y que los ciudadanos urbanitas, acostumbrados al nivel de bienestar de la ciudad y el progreso, procuraban evitar. Sí, siempre han molestado. No es ninguna exageración. Aunque lo novedoso sea que los hijos y nietos de aquéllos que llegaron un buen día del campo a la ciudad se sientan molestos por la presencia de los que llegan ahora. Eso es lo peligroso. Que el germen, no del racismo, ni de la xenofobia, sino del desprecio y de la molestia ya se verbaliza en las calles. Sirve de tema de conversación. Sólo hace falta que alguien haga política sobre ello para que la gente normal pregunte a los inmigrantes: ‘Y tú, ¿a qué vienes aquí?’ Entonces sí que sería el desastre. Por fortuna, de momento sólo ha sido un tanteo.
Mientras tanto los inmigrantes callan, apenas se rebelan. Quizás su silencio se deba a que se les ha sometido a un complejo de culpabilidad que tan sólo se sacudirán cuando las generaciones venideras les sustituyan. Por eso no se atreven a pronunciar la verdad más absoluta: no quieren ser inmigrantes. Nadie lo quiere ser. ¿Quién en su sano juicio se marcharía de su casa, su barrio, su ciudad, su país, si en él tuviera oportunidades de poder comer todos los días, dar una educación digna a sus hijos, disfrutar de una vivienda y de un servicio de salud con garantías? Nadie, absolutamente nadie.
Y sin embargo, a pesar de eso, son muchos los que creen que dejan su subdesarrollo para fastidiarnos por aquí en Occidente. Se alega para ello que ha aumentado la delincuencia, que ya no es seguro andar por las calles. ¿Acaso no había delincuentes antes? ¿Eran las ciudades completamente seguras? Es rastrero e indignante caer en argumentos tan simples y estúpidos. Aún se dicen más cosas. Por ejemplo, que se les da de todo, que los servicios sociales -se subraya que los pagamos entre todos, los que no somos inmigrantes, claro- les dan el oro y el moro, es decir, transporte casi gratis, sanidad, educación y oportunidades. Y en vez de sentirnos orgullosos de nuestro sistema de protección social basado en la ’so-li-da-ri-dad’ con los que menos tienen, manifestamos un egoísmo férreo porque sospechamos que nos van a quitar lo que es nuestro. Claro, como bloquean las urgencias ¿Solemne estupidez! ¿A nadie se le ocurre que lo que deberíamos hacer es exigir servicios sanitarios más completos y eficaces adaptados a las nuevas necesidades del momento? No, es preferible culpabilizar a los inmigrantes.
Por eso y por más, da mucho miedo que los inmigrantes formen ya parte del debate político. Sobre todo cuando se habla de condiciones, de limitaciones y no, porque no quieren o porque su inteligencia sea mínima, de auténticas políticas de intervención solidaria en los países en vías de desarrollo, que son los que más población pierden. No se denuncia abiertamente a nivel de Estado la enorme culpabilidad que sobre el fenómeno migratorio tienen el FMI y el Banco Mundial. Pocos cuestionan la humillación a la que el invento de la globalización somete a esos países que pierden población. Nadie se empeña en discursos que transgredan y contradigan la política del ‘amigo americano’ y de los grandes bancos centrales del mundo. No, es más fácil hablar de costumbres, de contratos estúpidos y, a la contra, de caridad mal entendida.
Por todo ello, y por todo lo que bulle en la cabeza de los ciudadanos corrientes, no es bueno que los inmigrantes aparezcan y desaparezcan a conveniencia del discurso político. Es peligroso. Muy peligroso.
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