Por Esther Giménez-Salinas, rectora de la Universitat Ramon Llull, y Silvia Giménez-Salinas, decana del Collegi d’Advocats de Barcelona (EL PERIÓDICO, 08/03/08):
No puede dudarse de que somos sinceros cuando nos horrorizamos ante el sufrimiento de un niño maltratado. Pero tampoco de que somos incoherentes cuando ese mismo niño, al convertirse poco tiempo después en un preadolescente molesto, olvidamos nuestra generosidad y exigimos sanciones más severas.
Parece que nos cuesta comprender –no queremos pensar que nos negamos a ello– que la infancia, la adolescencia y la juventud de toda persona forman un continuo en el que los sufrimientos de cada etapa tienen una fuerte repercusión en las etapas subsiguientes.
CIERTAMENTE, es fácil exigir leyes que protejan a los niños, nadie desaprovecha la ocasión de hacerlo, pero no lo es tanto abordar el tema de su responsabilidad. Lo cierto es que si la responsabilidad es ya un tema espinoso en el derecho de adultos, cómo no iba a serlo cuando hablamos de los jóvenes. ¿A partir de qué edad puede exigírsele a un menor que sea responsable de sus actos?
Se trata de preguntas muy graves que no deberían ser tratadas con ligereza sino con toda la prudencia y el respeto que merece un tema que colinda con el milenario debate del libre albedrío. Ciertamente, si las mentes más brillantes de la historia del pensamiento no lograron solucionarlo, ¿no parece demasiado arriesgado pensar que lo vamos a solucionar nosotros ahora?
La gran mayoría de los especialistas en el tema coinciden en que es imposible solucionar esta cuestión recurriendo exclusivamente a criterios científicos, de ahí que se haya adoptado como solución de mínimos el establecimiento de una edad biológica parcialmente convencional, los 14 años, por debajo de la cual, no se le aplican al menor medidas penales sino tan solo educativas.
Esta creencia en la mayor generosidad y efectividad de los medios educativos sobre los represivos dice mucho y bien sobre nuestra sociedad. Quizás cuando de aquí a unos siglos, los historiadores recuerden la Europa de principios del siglo XXI, una de las pocas cosas que se elogiarán de nuestras sociedades será este tipo de esfuerzos sociales. Y son muchos los países que siguen creyendo en esto. Así, en España, Alemania, Austria o Italia, por citar sólo algunos ejemplos, la edad mínima por debajo de la cual no se le pueden aplicar medidas penales a los menores son los 14 años, y en Dinamarca, Noruega y Finlandia, los 15.
Sin embargo, una fuerte corriente de populismo punitivo ha empezado a invadir nuestros países con la idea de que con más penas y más castigos conseguiremos construir una sociedad más segura. Como no podía ser de otra manera, dicha corriente ha acabado contagiando también la voluntad educativa de nuestra justicia juvenil. No es de extrañar, pues, que a pocas semanas de unas elecciones generales oigamos la propuesta de bajar la edad penal a los 12 años.
Lo cierto es que la ley de responsabilidad penal de los menores ha sido una buena ley. Una ley que si bien llegó con mucho retraso, supuso un verdadero avance en el camino de una sociedad más justa y benevolente. ¿No es triste que después de haber sido de los últimos en sumarnos a esta generosa apuesta queramos ser ahora los primeros en abandonarla?
Por otra parte, dicha ley ha sido modificada cuatro veces en seis años sin que en este tiempo la delincuencia juvenil haya aumentado significativamente. Es más, los estudios destacan que las intervenciones con menores son de mayor dureza que tiempo atrás.
Parece algo absurdo argumentar que los menores son conscientes de “la maldad de sus hechos”. Claro que lo son. Hasta el niño que en el parque le coge la pala a otro niño (que siempre le gusta más) sabe que no está bien lo que hace y aun así eso no justifica que su acción deba ser tratada mediante el instrumento penal.
SI REALMENTE nuestro objetivo es educar en la responsabilidad, no debemos pensar que lo vamos a conseguir mediante la justicia penal, ni siquiera en su modalidad juvenil. ¿De qué manera este tipo de castigo puede generar sentimientos de empatía, capacidad de dar razón de las propias actuaciones o deseo de no volver a cometer en el futuro los mismos errores?
Debemos pedir a las leyes mayor efectividad, no mayor popularidad. Debemos tratar de cambiar las cosas que no funcionan, haciendo caso de las investigaciones sociales, no hacer cambios innecesarios con el objetivo de ganar votos. En todo caso, ante la duda, ¿no es nuestra obligación dejar de infligir dolor, sobre todo si encima no estamos seguros de que sea necesario?
No puede dudarse de que somos sinceros cuando nos horrorizamos ante el sufrimiento de un niño maltratado. Pero tampoco de que somos incoherentes cuando ese mismo niño, al convertirse poco tiempo después en un preadolescente molesto, olvidamos nuestra generosidad y exigimos sanciones más severas.
Parece que nos cuesta comprender –no queremos pensar que nos negamos a ello– que la infancia, la adolescencia y la juventud de toda persona forman un continuo en el que los sufrimientos de cada etapa tienen una fuerte repercusión en las etapas subsiguientes.
CIERTAMENTE, es fácil exigir leyes que protejan a los niños, nadie desaprovecha la ocasión de hacerlo, pero no lo es tanto abordar el tema de su responsabilidad. Lo cierto es que si la responsabilidad es ya un tema espinoso en el derecho de adultos, cómo no iba a serlo cuando hablamos de los jóvenes. ¿A partir de qué edad puede exigírsele a un menor que sea responsable de sus actos?
Se trata de preguntas muy graves que no deberían ser tratadas con ligereza sino con toda la prudencia y el respeto que merece un tema que colinda con el milenario debate del libre albedrío. Ciertamente, si las mentes más brillantes de la historia del pensamiento no lograron solucionarlo, ¿no parece demasiado arriesgado pensar que lo vamos a solucionar nosotros ahora?
La gran mayoría de los especialistas en el tema coinciden en que es imposible solucionar esta cuestión recurriendo exclusivamente a criterios científicos, de ahí que se haya adoptado como solución de mínimos el establecimiento de una edad biológica parcialmente convencional, los 14 años, por debajo de la cual, no se le aplican al menor medidas penales sino tan solo educativas.
Esta creencia en la mayor generosidad y efectividad de los medios educativos sobre los represivos dice mucho y bien sobre nuestra sociedad. Quizás cuando de aquí a unos siglos, los historiadores recuerden la Europa de principios del siglo XXI, una de las pocas cosas que se elogiarán de nuestras sociedades será este tipo de esfuerzos sociales. Y son muchos los países que siguen creyendo en esto. Así, en España, Alemania, Austria o Italia, por citar sólo algunos ejemplos, la edad mínima por debajo de la cual no se le pueden aplicar medidas penales a los menores son los 14 años, y en Dinamarca, Noruega y Finlandia, los 15.
Sin embargo, una fuerte corriente de populismo punitivo ha empezado a invadir nuestros países con la idea de que con más penas y más castigos conseguiremos construir una sociedad más segura. Como no podía ser de otra manera, dicha corriente ha acabado contagiando también la voluntad educativa de nuestra justicia juvenil. No es de extrañar, pues, que a pocas semanas de unas elecciones generales oigamos la propuesta de bajar la edad penal a los 12 años.
Lo cierto es que la ley de responsabilidad penal de los menores ha sido una buena ley. Una ley que si bien llegó con mucho retraso, supuso un verdadero avance en el camino de una sociedad más justa y benevolente. ¿No es triste que después de haber sido de los últimos en sumarnos a esta generosa apuesta queramos ser ahora los primeros en abandonarla?
Por otra parte, dicha ley ha sido modificada cuatro veces en seis años sin que en este tiempo la delincuencia juvenil haya aumentado significativamente. Es más, los estudios destacan que las intervenciones con menores son de mayor dureza que tiempo atrás.
Parece algo absurdo argumentar que los menores son conscientes de “la maldad de sus hechos”. Claro que lo son. Hasta el niño que en el parque le coge la pala a otro niño (que siempre le gusta más) sabe que no está bien lo que hace y aun así eso no justifica que su acción deba ser tratada mediante el instrumento penal.
SI REALMENTE nuestro objetivo es educar en la responsabilidad, no debemos pensar que lo vamos a conseguir mediante la justicia penal, ni siquiera en su modalidad juvenil. ¿De qué manera este tipo de castigo puede generar sentimientos de empatía, capacidad de dar razón de las propias actuaciones o deseo de no volver a cometer en el futuro los mismos errores?
Debemos pedir a las leyes mayor efectividad, no mayor popularidad. Debemos tratar de cambiar las cosas que no funcionan, haciendo caso de las investigaciones sociales, no hacer cambios innecesarios con el objetivo de ganar votos. En todo caso, ante la duda, ¿no es nuestra obligación dejar de infligir dolor, sobre todo si encima no estamos seguros de que sea necesario?
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