Por Andrea Noferini, Universidad de Florencia (LA VANGUARDIA, 02/03/08):
Electricidad, gas, transporte, agua e higiene urbana - los servicios de interés económico general según la esotérica jerga comunitaria- representan bienes y servicios básicos que cualquier gobierno democrático quisiera (y tendría que) garantizar a sus ciudadanos. En la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea se lee, por ejemplo, que la Unión reconoce el acceso a estos servicios con el fin de promover la cohesión social y territorial entre los europeos. Además, los servicios públicos económicos constituyen factores productivos estratégicos y pueden ser fuente de ventajas comparativas. De ahí que el buen funcionamiento de estos servicios sea considerado hoy la base de la competitividad de los sistemas socioeconómicos y, en último caso, un recurso fundamental para el desarrollo sostenible de la sociedad.
Los últimos veinte años de privatizaciones y reformas reguladoras han alterado profundamente la configuración de los servicios públicos económicos en todas las latitudes. De todas formas, aún queda mucho camino por recorrer. En el mundo en desarrollo, por ejemplo, la electrificación de las zonas rurales sigue siendo un asunto pendiente, tan urgente como la más moderna voluntad de universalizar el acceso a internet. Sin ir más lejos, en la mismísima Barcelona, el pasado mes de julio más de 320.000 usuarios se quedaron casi tres días sin electricidad como consecuencia de una serie de averías en la red de suministro. A la luz de que ninguna ciudad, por más rica y desarrollada que sea, es inmune a una crisis en sus servicios públicos, cabe finalmente mencionar que - si bien por razones muy diferentes- más recientemente Madrid y Nápoles han sufrido un nuevo colapso en el servicio de higiene urbana que ha ocasionado situaciones al límite de la emergencia sanitaria.
Es que un modelo de gestión sostenible de los servicios públicos económicos que conjugue acceso universal, calidad del servicio, continuidad y seguridad del suministro y protección de los consumidores es una tarea compleja. Tan compleja, que, en virtud de las siempre más frecuentes amenazas que afectan la seguridad y continuidad de algunos servicios, la ola privatizadora que atravesó estos sectores a comienzos de los años noventa ha reducido notablemente su intensidad. Por el contrario, han cobrado nuevo protagonismo ideas - como la de renacionalización- que, hasta hace poco, ningún “economista de cierta reputación” hubiese podido expresar en público, sin ser tachado de marxista revolucionario.
Dado que toda taxonomía es siempre parcial y arbitraria, electricidad, gas, transporte, agua e higiene urbana comparten por lo menos dos características que justifican su agrupación. Del lado de la oferta, se trata de servicios económicos que - aunque con importantes diferencias entre sí- mantienen algunas fases del ciclo productivo en las cuales es conveniente que haya un solo productor. De hecho, si bien los avances tecnológicos más recientes han permitido la introducción de mayor competencia, la presencia de economías de escala y la necesidad de importantes inversiones iniciales, a menudo determinan condiciones de monopolio natural; con todos los riesgos que esto implica para los usuarios. Es evidente que en los casos en los que hay un solo productor, el poder contractual se concentra en sus manos. Del lado de la demanda, por el contrario, se trata de servicios que son consumidos por toda la población y, en este sentido, son bienes públicos con carácter universal. Así, mientras por un lado los gobiernos tienen la obligación de proveer estos servicios, por el otro los ciudadanos responsabilizan a los gobiernos en aquellos casos en que se presentan problemas en la provisión y continuidad del servicio.
Es que, finalmente, todo el debate en torno a la infructífera dicotomía público frente a privado muchas veces se basa en una confusión de términos. Resulta fundamental no confundir provisión del servicio con producción. En el caso de los servicios públicos económicos, al ser bienes vitales para toda la población, estos generan una reserva a favor del operador público en lo que se refiere a la provisión del servicio. En virtud de tal reserva, serán siempre los gobiernos quienes tendrán la responsabilidad última de que ese servicio se produzca y esté disponible para consumo de los ciudadanos. Que lo hagan ellos mismos a través de una empresa municipal o de una firma extranjera es una cuestión ciertamente relevante pero de segundo orden. En todo caso, si los ciudadanos consideraran que los servicios públicos ofrecidos por los gobernantes no cumplen con sus expectativas, el día de las elecciones pasarán factura a esos responsables políticos. Sea porque son propietarios de empresas poco eficientes o porque han contratado a operadores privados que no les satisfacen.
Electricidad, gas, transporte, agua e higiene urbana - los servicios de interés económico general según la esotérica jerga comunitaria- representan bienes y servicios básicos que cualquier gobierno democrático quisiera (y tendría que) garantizar a sus ciudadanos. En la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea se lee, por ejemplo, que la Unión reconoce el acceso a estos servicios con el fin de promover la cohesión social y territorial entre los europeos. Además, los servicios públicos económicos constituyen factores productivos estratégicos y pueden ser fuente de ventajas comparativas. De ahí que el buen funcionamiento de estos servicios sea considerado hoy la base de la competitividad de los sistemas socioeconómicos y, en último caso, un recurso fundamental para el desarrollo sostenible de la sociedad.
Los últimos veinte años de privatizaciones y reformas reguladoras han alterado profundamente la configuración de los servicios públicos económicos en todas las latitudes. De todas formas, aún queda mucho camino por recorrer. En el mundo en desarrollo, por ejemplo, la electrificación de las zonas rurales sigue siendo un asunto pendiente, tan urgente como la más moderna voluntad de universalizar el acceso a internet. Sin ir más lejos, en la mismísima Barcelona, el pasado mes de julio más de 320.000 usuarios se quedaron casi tres días sin electricidad como consecuencia de una serie de averías en la red de suministro. A la luz de que ninguna ciudad, por más rica y desarrollada que sea, es inmune a una crisis en sus servicios públicos, cabe finalmente mencionar que - si bien por razones muy diferentes- más recientemente Madrid y Nápoles han sufrido un nuevo colapso en el servicio de higiene urbana que ha ocasionado situaciones al límite de la emergencia sanitaria.
Es que un modelo de gestión sostenible de los servicios públicos económicos que conjugue acceso universal, calidad del servicio, continuidad y seguridad del suministro y protección de los consumidores es una tarea compleja. Tan compleja, que, en virtud de las siempre más frecuentes amenazas que afectan la seguridad y continuidad de algunos servicios, la ola privatizadora que atravesó estos sectores a comienzos de los años noventa ha reducido notablemente su intensidad. Por el contrario, han cobrado nuevo protagonismo ideas - como la de renacionalización- que, hasta hace poco, ningún “economista de cierta reputación” hubiese podido expresar en público, sin ser tachado de marxista revolucionario.
Dado que toda taxonomía es siempre parcial y arbitraria, electricidad, gas, transporte, agua e higiene urbana comparten por lo menos dos características que justifican su agrupación. Del lado de la oferta, se trata de servicios económicos que - aunque con importantes diferencias entre sí- mantienen algunas fases del ciclo productivo en las cuales es conveniente que haya un solo productor. De hecho, si bien los avances tecnológicos más recientes han permitido la introducción de mayor competencia, la presencia de economías de escala y la necesidad de importantes inversiones iniciales, a menudo determinan condiciones de monopolio natural; con todos los riesgos que esto implica para los usuarios. Es evidente que en los casos en los que hay un solo productor, el poder contractual se concentra en sus manos. Del lado de la demanda, por el contrario, se trata de servicios que son consumidos por toda la población y, en este sentido, son bienes públicos con carácter universal. Así, mientras por un lado los gobiernos tienen la obligación de proveer estos servicios, por el otro los ciudadanos responsabilizan a los gobiernos en aquellos casos en que se presentan problemas en la provisión y continuidad del servicio.
Es que, finalmente, todo el debate en torno a la infructífera dicotomía público frente a privado muchas veces se basa en una confusión de términos. Resulta fundamental no confundir provisión del servicio con producción. En el caso de los servicios públicos económicos, al ser bienes vitales para toda la población, estos generan una reserva a favor del operador público en lo que se refiere a la provisión del servicio. En virtud de tal reserva, serán siempre los gobiernos quienes tendrán la responsabilidad última de que ese servicio se produzca y esté disponible para consumo de los ciudadanos. Que lo hagan ellos mismos a través de una empresa municipal o de una firma extranjera es una cuestión ciertamente relevante pero de segundo orden. En todo caso, si los ciudadanos consideraran que los servicios públicos ofrecidos por los gobernantes no cumplen con sus expectativas, el día de las elecciones pasarán factura a esos responsables políticos. Sea porque son propietarios de empresas poco eficientes o porque han contratado a operadores privados que no les satisfacen.
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