Por ISABEL FERRER (El País, 16/03/2008 )
El Mississipi y el Smoky son los nombres de sendos barcos anclados en la orilla del imponente río Mosa. Albergan dos de los cafés más famosos de la ciudad de Maastricht, pero en ellos no se puede comer ni tampoco beber alcohol. Con las ventanas cerradas, el humo forma una nube mecida por melodías que van desde los Beatles hasta los raperos de última hornada. Ambos establecimientos son dos de los 15 con licencia para el consumo de derivados del cannabis, concentrados en el corazón de una de las ciudades más monumentales de Holanda y símbolo de la Unión Europea por el tratado que lleva su nombre.
Sentados frente a una vitrina repleta de utensilios para fumar, cortar o liar la marihuana, juegan a las damas unos jóvenes llegados del otro lado del Atlántico que no pueden ocultar su asombro. "Esto no puede hacerse en Estados Unidos", dicen, mientras fuman con cierta agitación.
Los cafés de este tipo existen desde hace décadas. Pero el Ayuntamiento tiene un plan para ellos. Consiste en trasladar una parte de estos coffee shops desde el centro urbano a unos solares en el extrarradio. Ocho de los 15 establecimientos deben agruparse en tres rincones de nueva planta, al lado mismo de la frontera belga. El proyecto lo patrocina el alcalde democristiano, Gerd Leers, cansado del caos circulatorio causado por los turistas de la droga que aprovechan la proximidad de Maastricht a Bélgica, Luxemburgo y Alemania. Unos visitantes que van y vienen apresurados y apenas contribuyen a la economía de la ciudad.
A pesar de sumar ingenio al pragmatismo oficial, que otorga a los coffee shops la función social de separar el consumo de la droga blanda de la dura, el alcalde ha chocado con unas leyes internacionales mucho más restrictivas.
Apoyado por los municipios belgas colindantes de Visé y Voeren, furiosos por tener que rozarse con los nuevos locales proyectados por el alcalde Leers, y con sus aparcamientos para centenares de coches, la también vecina y holandesa villa de Eijsden interpuso una demanda ante los tribunales contra la mudanza. Y los jueces acaban de fallar: consideran que Maastricht no ha demostrado que los nuevos emplazamientos permitan evitar los atascos y la presencia de traficantes de drogas duras, que suelen rondar los coffee shops autorizados para el consumo de porros. "Un auténtico desengaño", según el propio Leers, que ha perdido el primer asalto y prepara ya la apelación. "Buenas noticias, si bien el peligro no ha desaparecido. Uno de los proyectados rincones habría estado a dos o tres minutos de Voeren", dice Huub Broers, alcalde de dicha localidad, que no está dispuesto a que su ciudad sea ruta de paso para los narcoturistas.
Después de tres décadas de tolerancia con el consumo de marihuana y hachís, que han convertido a los cerca de 800 coffee shops del país en una atracción turística más, el Parlamento le ha pedido al Ministerio de Sanidad que evalúe la despenalización. Una solicitud histórica que arrojará luz sobre la efectividad del hecho de poder comprar cinco gramos diarios por persona y consumirlos en el local autorizado para ello. En la calle o en otro tipo de bar, el mismo usuario se convierte en delincuente y es multado. O bien la aparente paradoja de los dueños de coffee shops, que pueden almacenar hasta 500 gramos del producto para su venta siempre que no lo hayan conseguido traficando. Algo más que probable, puesto que cultivar cannabis en cantidades que superen el uso privado está prohibido, y un solo local puede recibir miles de clientes semanales y ganar cerca de medio millón de euros al mes. ¿Cómo podría, entonces, abastecerse sin recurrir al mercado negro? Salvado ese escollo que es perseguido por las autoridades, las cifras de consumo se mantienen estables desde hace años. Según el Centro Nacional contra las Adicciones, en 2005 había 363.000 usuarios en Holanda. Ese mismo año, una de cada cinco personas había probado alguna vez el cannabis.
Con sus 120.000 habitantes, las lagunas de la despenalización de las drogas debatidas en el Parlamento asomaban en Maastricht. Tal y como imponen las normas, a los famosos Mississipi y Smoky sólo se les reconoce por el rótulo. En la entrada, en lugar de los precios o los productos ofertados, se detalla en varias lenguas la obligación de ser mayor de edad para poder entrar. En el interior se puede pasar el día fumando y consumir refrescos y algunas nueces o patatas fritas.
"Que decidan lo que quieran. Nosotros somos legales, y si nos trasladan seguiremos abiertos. Claro, es lógico que se quejen de los atascos. En especial los fines de semana. Pero este lugar es más tranquilo que cualquier discoteca, donde la gente se emborracha y acaba pegándose", explica sonriente Tilly, el encargado de Smoky, al evaluar los planes de la alcaldía.
Detrás de Tilly, al fondo de la bodega del barco, el despacho de hierba tampoco cuenta con el letrero habitual de cualquier vendedor. No hay precios, para evitar la publicidad. De todos modos, las cantidades abonadas suelen variar poco de un local a otro. Algo más de un gramo de marihuana (1,4 gramos) cuesta unos 12 euros; un cigarrillo, cuatro euros. Para los que hacen demasiadas preguntas, o es su primera vez a bordo, hay folletos explicativos editados por la asociación oficial de coffee shops de Maastricht. Es mejor saber que no todo el cannabis tiene el mismo efecto. Ir bien acompañado asegura el regreso a casa. En la calle, las cosas pueden ser menos amables. "Si le sigue un drugrunner [lo mismo puede ser un ladrón que un traficante] no le haga caso. Tampoco le dé dinero. Ofrecer drogas blandas o duras es ilegal", reza la hojita informativa.
Tanto autocontrol contrasta con las quejas de los hoteleros de la ciudad. Desde el L'Orangerie se pueden ver anclados el Mississipi y Smoky, y la percepción ambiental es distinta. "Es imposible circular por el paseo fluvial del Mosa. Y aquí mismo, en esta calle, hay un coffee shop que no será trasladado y sólo nos crea problemas. Los traficantes rondan y acosan a nuestros clientes. Es posible que el cliente que fuma hachís no haga nada, pero el mundo que le rodea entorpece el negocio hotelero", sentencia la encargada del hotel.
Majestuosa y próxima a partes iguales, Maastricht prefiere sin duda ser recordada como la sede de la firma del Tratado de la Unión Europea en 1991. Sin embargo, la decisión del Gobierno de centro-izquierda de evaluar la tolerancia con las drogas blandas puede acabar jugando a su favor. Apartar de los centros históricos urbanos el negocio de la marihuana tiene visos de ganar adeptos entre los legisladores.
El Mississipi y el Smoky son los nombres de sendos barcos anclados en la orilla del imponente río Mosa. Albergan dos de los cafés más famosos de la ciudad de Maastricht, pero en ellos no se puede comer ni tampoco beber alcohol. Con las ventanas cerradas, el humo forma una nube mecida por melodías que van desde los Beatles hasta los raperos de última hornada. Ambos establecimientos son dos de los 15 con licencia para el consumo de derivados del cannabis, concentrados en el corazón de una de las ciudades más monumentales de Holanda y símbolo de la Unión Europea por el tratado que lleva su nombre.
Sentados frente a una vitrina repleta de utensilios para fumar, cortar o liar la marihuana, juegan a las damas unos jóvenes llegados del otro lado del Atlántico que no pueden ocultar su asombro. "Esto no puede hacerse en Estados Unidos", dicen, mientras fuman con cierta agitación.
Los cafés de este tipo existen desde hace décadas. Pero el Ayuntamiento tiene un plan para ellos. Consiste en trasladar una parte de estos coffee shops desde el centro urbano a unos solares en el extrarradio. Ocho de los 15 establecimientos deben agruparse en tres rincones de nueva planta, al lado mismo de la frontera belga. El proyecto lo patrocina el alcalde democristiano, Gerd Leers, cansado del caos circulatorio causado por los turistas de la droga que aprovechan la proximidad de Maastricht a Bélgica, Luxemburgo y Alemania. Unos visitantes que van y vienen apresurados y apenas contribuyen a la economía de la ciudad.
A pesar de sumar ingenio al pragmatismo oficial, que otorga a los coffee shops la función social de separar el consumo de la droga blanda de la dura, el alcalde ha chocado con unas leyes internacionales mucho más restrictivas.
Apoyado por los municipios belgas colindantes de Visé y Voeren, furiosos por tener que rozarse con los nuevos locales proyectados por el alcalde Leers, y con sus aparcamientos para centenares de coches, la también vecina y holandesa villa de Eijsden interpuso una demanda ante los tribunales contra la mudanza. Y los jueces acaban de fallar: consideran que Maastricht no ha demostrado que los nuevos emplazamientos permitan evitar los atascos y la presencia de traficantes de drogas duras, que suelen rondar los coffee shops autorizados para el consumo de porros. "Un auténtico desengaño", según el propio Leers, que ha perdido el primer asalto y prepara ya la apelación. "Buenas noticias, si bien el peligro no ha desaparecido. Uno de los proyectados rincones habría estado a dos o tres minutos de Voeren", dice Huub Broers, alcalde de dicha localidad, que no está dispuesto a que su ciudad sea ruta de paso para los narcoturistas.
Después de tres décadas de tolerancia con el consumo de marihuana y hachís, que han convertido a los cerca de 800 coffee shops del país en una atracción turística más, el Parlamento le ha pedido al Ministerio de Sanidad que evalúe la despenalización. Una solicitud histórica que arrojará luz sobre la efectividad del hecho de poder comprar cinco gramos diarios por persona y consumirlos en el local autorizado para ello. En la calle o en otro tipo de bar, el mismo usuario se convierte en delincuente y es multado. O bien la aparente paradoja de los dueños de coffee shops, que pueden almacenar hasta 500 gramos del producto para su venta siempre que no lo hayan conseguido traficando. Algo más que probable, puesto que cultivar cannabis en cantidades que superen el uso privado está prohibido, y un solo local puede recibir miles de clientes semanales y ganar cerca de medio millón de euros al mes. ¿Cómo podría, entonces, abastecerse sin recurrir al mercado negro? Salvado ese escollo que es perseguido por las autoridades, las cifras de consumo se mantienen estables desde hace años. Según el Centro Nacional contra las Adicciones, en 2005 había 363.000 usuarios en Holanda. Ese mismo año, una de cada cinco personas había probado alguna vez el cannabis.
Con sus 120.000 habitantes, las lagunas de la despenalización de las drogas debatidas en el Parlamento asomaban en Maastricht. Tal y como imponen las normas, a los famosos Mississipi y Smoky sólo se les reconoce por el rótulo. En la entrada, en lugar de los precios o los productos ofertados, se detalla en varias lenguas la obligación de ser mayor de edad para poder entrar. En el interior se puede pasar el día fumando y consumir refrescos y algunas nueces o patatas fritas.
"Que decidan lo que quieran. Nosotros somos legales, y si nos trasladan seguiremos abiertos. Claro, es lógico que se quejen de los atascos. En especial los fines de semana. Pero este lugar es más tranquilo que cualquier discoteca, donde la gente se emborracha y acaba pegándose", explica sonriente Tilly, el encargado de Smoky, al evaluar los planes de la alcaldía.
Detrás de Tilly, al fondo de la bodega del barco, el despacho de hierba tampoco cuenta con el letrero habitual de cualquier vendedor. No hay precios, para evitar la publicidad. De todos modos, las cantidades abonadas suelen variar poco de un local a otro. Algo más de un gramo de marihuana (1,4 gramos) cuesta unos 12 euros; un cigarrillo, cuatro euros. Para los que hacen demasiadas preguntas, o es su primera vez a bordo, hay folletos explicativos editados por la asociación oficial de coffee shops de Maastricht. Es mejor saber que no todo el cannabis tiene el mismo efecto. Ir bien acompañado asegura el regreso a casa. En la calle, las cosas pueden ser menos amables. "Si le sigue un drugrunner [lo mismo puede ser un ladrón que un traficante] no le haga caso. Tampoco le dé dinero. Ofrecer drogas blandas o duras es ilegal", reza la hojita informativa.
Tanto autocontrol contrasta con las quejas de los hoteleros de la ciudad. Desde el L'Orangerie se pueden ver anclados el Mississipi y Smoky, y la percepción ambiental es distinta. "Es imposible circular por el paseo fluvial del Mosa. Y aquí mismo, en esta calle, hay un coffee shop que no será trasladado y sólo nos crea problemas. Los traficantes rondan y acosan a nuestros clientes. Es posible que el cliente que fuma hachís no haga nada, pero el mundo que le rodea entorpece el negocio hotelero", sentencia la encargada del hotel.
Majestuosa y próxima a partes iguales, Maastricht prefiere sin duda ser recordada como la sede de la firma del Tratado de la Unión Europea en 1991. Sin embargo, la decisión del Gobierno de centro-izquierda de evaluar la tolerancia con las drogas blandas puede acabar jugando a su favor. Apartar de los centros históricos urbanos el negocio de la marihuana tiene visos de ganar adeptos entre los legisladores.
1 comentario:
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