Por Joschka Fischer, dirigente del Partido Verde. Fue ministro de Exteriores y vicecanciller de Alemania. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 12/03/08):
Muchos ciudadanos y gobiernos europeos, profundamente frustrados con las políticas del Gobierno de Bush, confían en que haya un cambio fundamental en la política exterior estadounidense tras las próximas elecciones presidenciales. Pero sería necesario un milagro político de ciertas dimensiones para que esas esperanzas no se vean defraudadas, y todo indica que dicho milagro no va a ocurrir, gane quien gane.
El Gobierno de Bush ha cometido numerosos errores en política exterior, de consecuencias trascendentales. Pero Bush no inventó el unilateralismo de Washington ni causó la brecha transatlántica entre Estados Unidos y Europa. Es verdad que reforzó ambas tendencias, pero sus verdaderas causas están en factores históricos objetivos, en especial el hecho de que Estados Unidos es la única potencia mundial desde 1989 y Europa se ha debilitado a sí misma. Mientras Estados Unidos siga siendo la única potencia mundial, su próximo presidente no podrá ni querrá cambiar el marco esencial de la política exterior de ese país.
No hay duda de que será importante quién obtenga la Casa Blanca: un candidato de quien sea esperable que continúe la política exterior de Bush o alguien dispuesto a empezar de nuevo. En el primer caso, la brecha transatlántica se ahondará de forma radical. Cuatro -o incluso ocho- años más de política estadounidense como la de Bush harían tanto daño a la esencia de la alianza transatlántica que podrían poner en peligro su propia existencia.
Si, por el contrario, el próximo presidente se compromete a emprender una nueva dirección, la política exterior estadounidense podría volver a ser más multilateral, más centrada en instituciones y alianzas internacionales y más dispuesta a devolver la relación entre la fuerza militar y la diplomacia a sus proporciones históricas. Ésta es la parte positiva.
Lo malo es que, incluso en unas circunstancias tan prometedoras, Estados Unidos, como potencia mundial, no renunciará a su política de “mano libre” ni olvidará su fuerza y su posición de superioridad entre todos los países.
Otra mala (¿o buena?) consecuencia es que una política más multilateral de Estados Unidos aumentará la presión para que los europeos asuman más responsabilidad en las crisis y las resoluciones de conflictos internacionales: en Afganistán, Irán, Irak, Oriente Próximo, Transcaucasia y Rusia, así como a propósito del futuro de Turquía. A estas prioridades comunes, los europeos deberían añadir África, el cambio climático y la reforma de Naciones Unidas y el sistema comercial mundial.
Europa ha menospreciado durante mucho tiempo su propio peso, su importancia. El valor geopolítico, económico y social de Europa es evidente. Pero, además, la integración europea de los intereses de varios Estados soberanos mediante unas instituciones comunes puede ser un ejemplo para gran parte del mundo.
En especial, la forma en la que Europa, en su proceso de ampliación, ha proyectado su poder para lograr una paz duradera en todo el continente y ha promovido el desarrollo al integrar economías, Estados y sociedades en su marco institucional, podría servir de modelo para construir un orden mundial de cooperación en el siglo XXI.
Este modelo moderno, progresista y pacífico es único y superior a todas las demás respuestas actuales a las cuestiones políticas fundamentales.
Pero una cosa es que pueda hacerlo y otra cosa es que lo haga. La influencia de Europa en el mundo es débil por sus disputas internas y su falta de unidad, que debilitan a la Unión Europea y limitan su capacidad de actuación. Objetivamente fuerte y subjetivamente enferma: así podría describirse la condición actual de la UE.
Este momento actual de debilidad de Estados Unidos coincide con un panorama político internacional que ha cambiado de manera sustancial y que se define, en gran medida, por las limitaciones del poder estadounidense, la ineficacia de Europa y la aparición de nuevos gigantes mundiales como China e India.
Con estas transformaciones, ¿sigue teniendo sentido hablar de “Occidente”? Creo que sí, más que nunca, porque la brecha entre Europa y Estados Unidos deja a las dos partes mucho más débiles ante el mundo.
Los excesos unilaterales de poder de Washington ofrecen la oportunidad de empezar de nuevo en sus relaciones con Europa. Estados Unidos va a necesitar más que nunca unos socios fuertes, y estará dispuesto a buscarlos.
¿A qué esperan, pues, los europeos? ¿Por qué no empezar ya a superar la tensión tradicional entre la OTAN y la Unión Europea, sobre todo ahora que la política francesa respecto a la OTAN, con el presidente Nicolas Sarkozy, ha emprendido la buena dirección? Para que el secretario general de la OTAN y el responsable de la política exterior de la Unión Europea asistan de manera habitual a los consejos de ambas organizaciones no hacen falta mucho tiempo ni mucho esfuerzo.
¿Por qué no iniciar consultas de alto nivel entre la Unión Europea y Estados Unidos (en las que participe el secretario general de la OTAN cuando se hable de cuestiones de seguridad), por ejemplo invitando al secretario de Estado y otros miembros de la Administración estadounidense, como el secretario del Tesoro y el responsable de la Agencia de Protección Ambiental, a que asistan varias veces al año a las correspondientes reuniones del Consejo de la UE? ¿Por qué no celebrar reuniones anuales del Consejo Europeo con el presidente de Estados Unidos?
También sería importante que hubiera reuniones periódicas de los comités correspondientes del Congreso estadounidense y el Parlamento Europeo, puesto que esos dos organismos tendrán que ser los que ratifiquen cualquier tratado internacional. La suerte del Protocolo de Kioto debería servir de lección a todas las partes implicadas. Unas consultas de este tipo entre Estados Unidos y la Unión Europea no necesitarían ningún acuerdo previo, así que podrían comenzar sin más preliminares.
Hay una cosa de la que los europeos pueden estar seguros ya hoy, que estamos en plena campaña electoral estadounidense: si Estados Unidos tiene una política exterior de orientación más multilateral, Europa no podrá seguir actuando cómodamente a remolque en los asuntos políticos mundiales. Y eso es positivo. La nueva fórmula transatlántica debe consistir en más voz en la toma de decisiones a cambio de un mayor reparto de responsabilidades.
Muchos ciudadanos y gobiernos europeos, profundamente frustrados con las políticas del Gobierno de Bush, confían en que haya un cambio fundamental en la política exterior estadounidense tras las próximas elecciones presidenciales. Pero sería necesario un milagro político de ciertas dimensiones para que esas esperanzas no se vean defraudadas, y todo indica que dicho milagro no va a ocurrir, gane quien gane.
El Gobierno de Bush ha cometido numerosos errores en política exterior, de consecuencias trascendentales. Pero Bush no inventó el unilateralismo de Washington ni causó la brecha transatlántica entre Estados Unidos y Europa. Es verdad que reforzó ambas tendencias, pero sus verdaderas causas están en factores históricos objetivos, en especial el hecho de que Estados Unidos es la única potencia mundial desde 1989 y Europa se ha debilitado a sí misma. Mientras Estados Unidos siga siendo la única potencia mundial, su próximo presidente no podrá ni querrá cambiar el marco esencial de la política exterior de ese país.
No hay duda de que será importante quién obtenga la Casa Blanca: un candidato de quien sea esperable que continúe la política exterior de Bush o alguien dispuesto a empezar de nuevo. En el primer caso, la brecha transatlántica se ahondará de forma radical. Cuatro -o incluso ocho- años más de política estadounidense como la de Bush harían tanto daño a la esencia de la alianza transatlántica que podrían poner en peligro su propia existencia.
Si, por el contrario, el próximo presidente se compromete a emprender una nueva dirección, la política exterior estadounidense podría volver a ser más multilateral, más centrada en instituciones y alianzas internacionales y más dispuesta a devolver la relación entre la fuerza militar y la diplomacia a sus proporciones históricas. Ésta es la parte positiva.
Lo malo es que, incluso en unas circunstancias tan prometedoras, Estados Unidos, como potencia mundial, no renunciará a su política de “mano libre” ni olvidará su fuerza y su posición de superioridad entre todos los países.
Otra mala (¿o buena?) consecuencia es que una política más multilateral de Estados Unidos aumentará la presión para que los europeos asuman más responsabilidad en las crisis y las resoluciones de conflictos internacionales: en Afganistán, Irán, Irak, Oriente Próximo, Transcaucasia y Rusia, así como a propósito del futuro de Turquía. A estas prioridades comunes, los europeos deberían añadir África, el cambio climático y la reforma de Naciones Unidas y el sistema comercial mundial.
Europa ha menospreciado durante mucho tiempo su propio peso, su importancia. El valor geopolítico, económico y social de Europa es evidente. Pero, además, la integración europea de los intereses de varios Estados soberanos mediante unas instituciones comunes puede ser un ejemplo para gran parte del mundo.
En especial, la forma en la que Europa, en su proceso de ampliación, ha proyectado su poder para lograr una paz duradera en todo el continente y ha promovido el desarrollo al integrar economías, Estados y sociedades en su marco institucional, podría servir de modelo para construir un orden mundial de cooperación en el siglo XXI.
Este modelo moderno, progresista y pacífico es único y superior a todas las demás respuestas actuales a las cuestiones políticas fundamentales.
Pero una cosa es que pueda hacerlo y otra cosa es que lo haga. La influencia de Europa en el mundo es débil por sus disputas internas y su falta de unidad, que debilitan a la Unión Europea y limitan su capacidad de actuación. Objetivamente fuerte y subjetivamente enferma: así podría describirse la condición actual de la UE.
Este momento actual de debilidad de Estados Unidos coincide con un panorama político internacional que ha cambiado de manera sustancial y que se define, en gran medida, por las limitaciones del poder estadounidense, la ineficacia de Europa y la aparición de nuevos gigantes mundiales como China e India.
Con estas transformaciones, ¿sigue teniendo sentido hablar de “Occidente”? Creo que sí, más que nunca, porque la brecha entre Europa y Estados Unidos deja a las dos partes mucho más débiles ante el mundo.
Los excesos unilaterales de poder de Washington ofrecen la oportunidad de empezar de nuevo en sus relaciones con Europa. Estados Unidos va a necesitar más que nunca unos socios fuertes, y estará dispuesto a buscarlos.
¿A qué esperan, pues, los europeos? ¿Por qué no empezar ya a superar la tensión tradicional entre la OTAN y la Unión Europea, sobre todo ahora que la política francesa respecto a la OTAN, con el presidente Nicolas Sarkozy, ha emprendido la buena dirección? Para que el secretario general de la OTAN y el responsable de la política exterior de la Unión Europea asistan de manera habitual a los consejos de ambas organizaciones no hacen falta mucho tiempo ni mucho esfuerzo.
¿Por qué no iniciar consultas de alto nivel entre la Unión Europea y Estados Unidos (en las que participe el secretario general de la OTAN cuando se hable de cuestiones de seguridad), por ejemplo invitando al secretario de Estado y otros miembros de la Administración estadounidense, como el secretario del Tesoro y el responsable de la Agencia de Protección Ambiental, a que asistan varias veces al año a las correspondientes reuniones del Consejo de la UE? ¿Por qué no celebrar reuniones anuales del Consejo Europeo con el presidente de Estados Unidos?
También sería importante que hubiera reuniones periódicas de los comités correspondientes del Congreso estadounidense y el Parlamento Europeo, puesto que esos dos organismos tendrán que ser los que ratifiquen cualquier tratado internacional. La suerte del Protocolo de Kioto debería servir de lección a todas las partes implicadas. Unas consultas de este tipo entre Estados Unidos y la Unión Europea no necesitarían ningún acuerdo previo, así que podrían comenzar sin más preliminares.
Hay una cosa de la que los europeos pueden estar seguros ya hoy, que estamos en plena campaña electoral estadounidense: si Estados Unidos tiene una política exterior de orientación más multilateral, Europa no podrá seguir actuando cómodamente a remolque en los asuntos políticos mundiales. Y eso es positivo. La nueva fórmula transatlántica debe consistir en más voz en la toma de decisiones a cambio de un mayor reparto de responsabilidades.
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