Por Bernard-Henri Lévy, filósofo francés (EL MUNDO, 20/03/08):
Se nos decía que por el efecto mecánico de los Juegos Olímpicos, China se abriría al mundo y, por lo tanto, a la democracia. Y se añadía que los chinos, sabiéndose observados y analizados como nunca antes lo estuvieron, querrían ofrecer por todos los medios una imagen decente de sí mismos y de su régimen.
La verdad obliga a decir que, por el momento, lo que ha pasado es exactamente todo lo contrario. Se ha expulsado de las principales ciudades del país a los pobres y a los parados. Y se ha acelerado la destrucción de los hutong, los barrios populares del centro de Pekín.
De esta forma, se ha multiplicado el número de los sin techo, que malviven por doquier, sin que se haya puesto en marcha política de realojo alguna. Con ello se acentúa, además, el fenómeno de la miseria urbana y de la insalubridad contra el que, supuestamente, se pretendía luchar.
En estos últimos meses, se ha encarcelado, a menudo sin juicio alguno, a miles de posibles disidentes. Como el artículo 306 del Código Penal permite encarcelar a cualquier abogado sospechoso de «manipular o destruir pruebas», se ha detenido y colocado fuera de órbita a los letrados más valientes. También se ha hecho limpieza en la prensa. Se compró a la francesa Thales antenas parabólicas capaces de reforzar la gran muralla de las ondas, para borrar e interferir las emisiones en chino de las radios anglosajonas. Y las revueltas se han multiplicado en las zonas rurales sin que la prensa local se haya hecho eco de ellas.
El ritmo de las ejecuciones capitales parece no haber desfallecido, sin que eso llame especialmente la atención de la prensa internacional que, ella sí, es libre para escribir lo que le parezca. Se sigue practicando igual que antes el tráfico de órganos extraídos de los cuerpos de los ajusticiados. Y el número de campos de trabajo, contabilizados por la Laogai Research Foundation, no ha menguado en absoluto.
En definitiva, las mejoras no se han visto por ninguna parte. O mejor dicho, se ha producido el resultado concreto de que en China se hayan intensificado las violaciones de los Derechos Humanos.
En el Tíbet se ha desencadenado la represión más brutal que haya conocido jamás la región autónoma, desde que la puso en marcha, hace 18 años -y sólo unos meses después de los acontecimientos de Tiananmen-, el actual presidente de la República Popular, Hu Jinto, que ganó precisamente en el Tíbet su reputación de hombre de hierro y sus galones en el partido.
¿Cuáles son las circunstancias exactas de esta nueva represión? ¿Qué crédito hay que conceder a la verborrea oficial sobre el «secesionismo» tibetano y sobre la voluntad de sus jefes espirituales de utilizar la caja de resonancia de la etapa preolímpica para hacer oír, por fin, su voz?
Al final, todo eso importa poco. Porque lo importante es que, exactamente igual que hace 18 años, se ha disparado contra la multitud. Lo que importa es que la capital tibetana, Lhasa, se ha transformado, en el momento en el que escribo, en una zona de guerra, desconectada del mundo y ocupada por la policía y por los tanques del Ejército chino.
Lo que importa es que los chinos han hecho gala de nuevo de una indiferencia soberana ante lo que pueda decir un Occidente al que desprecian. Lo que importa es que, aleccionados por nuestra pusilanimidad ante las masacres de Darfur y de Birmania, los chinos comprendieron, o creyeron comprender, que tampoco moveríamos un dedo, si pasaban al Tíbet a sangre y fuego.
Ante tal cinismo, sigo pensando que todavía estamos a tiempo de hacer uso del lenguaje de la firmeza. A pesar de que nos sigan considerando demasiado cobardes o, quizás, demasiado dependientes de ellos, para osar articular tal lenguaje.
Sigo diciendo que no es demasiado tarde para utilizar el arma de los Juegos, para exigirles, al menos, que dejen de matar y apliquen al pie de la letra -sobre todo, en materia de respeto de las libertades- las disposiciones de la Constitución sobre la autonomía regional tibetana.
¿Que Pekín no cederá? ¿Que los boicots generalizados nunca funcionan? Eso, nunca lo sabremos, mientras no lo hayamos intentado. Y no tenemos nada que perder por intentarlo. Y los pueblos, chino y tibetano, tienen mucho que ganar.
¿Que no se mezcla el deporte con la política? ¿Que no se puede privar al mundo de ese gran jolgorio que son los Juegos? De acuerdo, amigos deportistas. Pero no cambiemos los papeles. Son los chinos los que están estropeando la fiesta. Son ellos los que están pisoteando los principios del olimpismo. Son ellos los que hacen que la llama que, los próximos días, cruzará el Everest, pase literalmente por encima de los cuerpos de hombres de oración y de paz asesinados.
Es por culpa de los chinos, por culpa de los carniceros de Tiananmen y, ahora, del Tíbet, que, el próximo mes de agosto, cuando los deportistas disputéis vuestras medallas a sus atletas anabolizados, transfundidos y transformados casi en robots, tendréis que correr, luchar y desfilar en estadios manchados de sangre.
Todavía estamos a tiempo de salvar el deporte, el honor y muchas vidas. Arriesgándonos, como acaba de hacer Obama, todavía estamos a tiempo de evocar la posibilidad (justa posibilidad) del boicot. Todavía estamos a tiempo de decir a la vez sí al ideal olímpico y no a los Juegos de la vergüenza. Son las doce menos cinco, también allí.
Se nos decía que por el efecto mecánico de los Juegos Olímpicos, China se abriría al mundo y, por lo tanto, a la democracia. Y se añadía que los chinos, sabiéndose observados y analizados como nunca antes lo estuvieron, querrían ofrecer por todos los medios una imagen decente de sí mismos y de su régimen.
La verdad obliga a decir que, por el momento, lo que ha pasado es exactamente todo lo contrario. Se ha expulsado de las principales ciudades del país a los pobres y a los parados. Y se ha acelerado la destrucción de los hutong, los barrios populares del centro de Pekín.
De esta forma, se ha multiplicado el número de los sin techo, que malviven por doquier, sin que se haya puesto en marcha política de realojo alguna. Con ello se acentúa, además, el fenómeno de la miseria urbana y de la insalubridad contra el que, supuestamente, se pretendía luchar.
En estos últimos meses, se ha encarcelado, a menudo sin juicio alguno, a miles de posibles disidentes. Como el artículo 306 del Código Penal permite encarcelar a cualquier abogado sospechoso de «manipular o destruir pruebas», se ha detenido y colocado fuera de órbita a los letrados más valientes. También se ha hecho limpieza en la prensa. Se compró a la francesa Thales antenas parabólicas capaces de reforzar la gran muralla de las ondas, para borrar e interferir las emisiones en chino de las radios anglosajonas. Y las revueltas se han multiplicado en las zonas rurales sin que la prensa local se haya hecho eco de ellas.
El ritmo de las ejecuciones capitales parece no haber desfallecido, sin que eso llame especialmente la atención de la prensa internacional que, ella sí, es libre para escribir lo que le parezca. Se sigue practicando igual que antes el tráfico de órganos extraídos de los cuerpos de los ajusticiados. Y el número de campos de trabajo, contabilizados por la Laogai Research Foundation, no ha menguado en absoluto.
En definitiva, las mejoras no se han visto por ninguna parte. O mejor dicho, se ha producido el resultado concreto de que en China se hayan intensificado las violaciones de los Derechos Humanos.
En el Tíbet se ha desencadenado la represión más brutal que haya conocido jamás la región autónoma, desde que la puso en marcha, hace 18 años -y sólo unos meses después de los acontecimientos de Tiananmen-, el actual presidente de la República Popular, Hu Jinto, que ganó precisamente en el Tíbet su reputación de hombre de hierro y sus galones en el partido.
¿Cuáles son las circunstancias exactas de esta nueva represión? ¿Qué crédito hay que conceder a la verborrea oficial sobre el «secesionismo» tibetano y sobre la voluntad de sus jefes espirituales de utilizar la caja de resonancia de la etapa preolímpica para hacer oír, por fin, su voz?
Al final, todo eso importa poco. Porque lo importante es que, exactamente igual que hace 18 años, se ha disparado contra la multitud. Lo que importa es que la capital tibetana, Lhasa, se ha transformado, en el momento en el que escribo, en una zona de guerra, desconectada del mundo y ocupada por la policía y por los tanques del Ejército chino.
Lo que importa es que los chinos han hecho gala de nuevo de una indiferencia soberana ante lo que pueda decir un Occidente al que desprecian. Lo que importa es que, aleccionados por nuestra pusilanimidad ante las masacres de Darfur y de Birmania, los chinos comprendieron, o creyeron comprender, que tampoco moveríamos un dedo, si pasaban al Tíbet a sangre y fuego.
Ante tal cinismo, sigo pensando que todavía estamos a tiempo de hacer uso del lenguaje de la firmeza. A pesar de que nos sigan considerando demasiado cobardes o, quizás, demasiado dependientes de ellos, para osar articular tal lenguaje.
Sigo diciendo que no es demasiado tarde para utilizar el arma de los Juegos, para exigirles, al menos, que dejen de matar y apliquen al pie de la letra -sobre todo, en materia de respeto de las libertades- las disposiciones de la Constitución sobre la autonomía regional tibetana.
¿Que Pekín no cederá? ¿Que los boicots generalizados nunca funcionan? Eso, nunca lo sabremos, mientras no lo hayamos intentado. Y no tenemos nada que perder por intentarlo. Y los pueblos, chino y tibetano, tienen mucho que ganar.
¿Que no se mezcla el deporte con la política? ¿Que no se puede privar al mundo de ese gran jolgorio que son los Juegos? De acuerdo, amigos deportistas. Pero no cambiemos los papeles. Son los chinos los que están estropeando la fiesta. Son ellos los que están pisoteando los principios del olimpismo. Son ellos los que hacen que la llama que, los próximos días, cruzará el Everest, pase literalmente por encima de los cuerpos de hombres de oración y de paz asesinados.
Es por culpa de los chinos, por culpa de los carniceros de Tiananmen y, ahora, del Tíbet, que, el próximo mes de agosto, cuando los deportistas disputéis vuestras medallas a sus atletas anabolizados, transfundidos y transformados casi en robots, tendréis que correr, luchar y desfilar en estadios manchados de sangre.
Todavía estamos a tiempo de salvar el deporte, el honor y muchas vidas. Arriesgándonos, como acaba de hacer Obama, todavía estamos a tiempo de evocar la posibilidad (justa posibilidad) del boicot. Todavía estamos a tiempo de decir a la vez sí al ideal olímpico y no a los Juegos de la vergüenza. Son las doce menos cinco, también allí.
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