Por Pere Puigdomènech, miembro del Grupo Europeo de Ética de las Ciencias y las Nuevas Tecnologías (EL PAÍS, 15/03/08):
Nuestra relación con la comida en este principio del siglo XXI es una de las mejores demostraciones de las paradojas y contradicciones que vive nuestra sociedad que pretendemos moderna y globalizada. Existen en el mundo enormes bolsas de hambre y malnutrición que disminuyen pero que no acabamos de resolver. Sin embargo, crece -incluso en los países en desarrollo- el número de personas para las que la obesidad es un problema. El porcentaje de humanos viviendo en ciudades crece de forma imparable y nos alejamos de los lugares de producción de alimentos que llegan a nuestros platos siguiendo largas rutas y diversas transformaciones que dan vida a la industria alimentaria. Sin embargo, al mismo tiempo, la imagen del alimento criado con los cánones de una agricultura tradicional idealizada nos guía a menudo al decidir lo que comemos. La demanda global de alimentos en cantidad y en calidad sigue creciendo, y a ella responde una agricultura intensiva a la que además le pedimos que nos provea de otros productos como combustibles. Sin embargo, sabemos que nuestra agricultura es agresiva con el medio ambiente y no deseamos que se ganen terrenos de cultivos sobre terrenos todavía no explotados. Por si todo esto fuera poco nos enteramos con sorpresa de la aparición de tecnologías como la clonación de animales o las plantas modificadas genéticamente. Cuando hay que tomar decisiones sobre ellas nuestras contradicciones afloran en todo su esplendor.
Tomemos la clonación de animales de granja. Cuando hace algo más de 10 años nació Dolly se abrió una nueva página en la historia de la biología. Sería posible reprogramar las células que dan lugar a los diferentes órganos de nuestro cuerpo y conseguir tejidos idénticos a nosotros mismos que reparasen los que están dañados, aunque aparecía el fantasma de la clonación de humanos. Pero esta misma parecía prometedora para algunos de los que trabajan en la mejora de los animales de granja, ya que se podría utilizar para producir parentales de aquellos animales que producen mejor y más leche o carne. Unas 500 vacas y cerdos clonados ya están creciendo en Estados Unidos y se espera la llegada a Europa en cualquier momento de semen de toros clonados o de carne procedente de sus descendientes. Las normas internacionales de comercio dictan que sólo pueden ponerse barreras por razones de seguridad alimentaria. A ambos lados del Atlántico tenemos prestigiosas agencias que velan por la seguridad de nuestros alimentos y que coinciden en que no hay ninguna razón para pensar que los productos procedentes de animales clonados planteen problemas para la salud. Sin embargo, en Europa nos preguntamos qué ventajas reales plantean estos animales mientras que su creación implica problemas de bienestar animal, su uso sistemático puede reducir la diversidad de especies en las que basamos nuestra alimentación y se debe respetar la voluntad del consumidor que no parece muy inclinado a aceptarlos en su comida. Sobre la mesa de la Comisión Europea están las opiniones, entre ellas la del Grupo Europeo de Ética de las Ciencias, que deberían ayudarla para tomar una decisión complicada pero informada.
Más complicado para los responsables políticos es el problema de las plantas modificadas genéticamente. Porque éstas sí han demostrado ventajas en su uso, pero también han concitado unas reacciones violentas y organizadas en su contra. Se trata de plantas a las que mediante métodos moleculares se les ha introducido un gen que no existía en la especie. Cuando en 1983 se demostró que hacer este tipo de modificaciones sería posible ya se vio que la tecnología abría muchas posibilidades de aplicación, pero podría llegar a producir riesgos que habría de minimizar. Por ello desde 1986, en Estados Unidos, y desde 1990, en Europa, se han dictado unas normativas muy rigurosas que permiten el uso de esta nueva tecnología con la mayor cautela. En el mundo se plantaron en 2007 unos 100 millones de hectáreas de estas plantas, esencialmente soja, maíz, algodón y colza. Las modificaciones introducidas en estas plantas favorecen un cultivo más fácil y las protegen del ataque de insectos. La realidad es que la agricultura de algunos países ha cambiado de forma radical tras la aplicación de estos cultivos. En Argentina, por ejemplo, la superficie de soja se ha multiplicado y su exportación es esencial para la economía argentina. Esta soja se usa esencialmente para dos cosas: para producir aceite que se usa sobre todo en los países del este de Asia y para pienso que se usa en Europa en gran cantidad. La demanda de grasa para cocinar ha crecido de tal manera que en los países más pobres hay una escasez que afecta la nutrición de su gente. En Europa, con la prohibición de las harinas cárnicas tras la crisis de las vacas locas, la soja importada de América, transgénica en su mayoría, es imprescindible para los piensos y algo parecido ocurre con el maíz. En este momento, tal como ha alertado la FAO, los precios de los alimentos están aumentando de tal forma que pone en peligro el acceso a ellos de capas crecientes de la población más pobre. Estremece pensar lo que hubiera ocurrido si no hubiera habido plantas modificadas genéticamente. Sin embargo, la oposición a estas plantas sigue intensa.
Por todo ello, los gobiernos tratan de informarse mediante comités de expertos cuyo valor reside en la calidad de la opinión que producen y en su independencia. Sorprende por ello que en un país como Francia, a la hora de tomar decisiones sobre las plantas modificadas genéticamente, el Gobierno de Sarkozy haya actuado de forma precipitada. Ante la complejidad de la cuestión y las presiones contradictorias que se ejercen sobre el Gobierno francés se ha publicado un informe poco elaborado y del que algunos políticos han querido extraer unas conclusiones no sustentadas en él. Por ello 12 de los 15 científicos que participaron en el ejercicio han protestado públicamente. La credibilidad del trabajo realizado cae por los suelos.
Pero ante la comida es difícil reaccionar fríamente. A mediados del siglo XIX la filosofía materialista utilizó la frase: “Somos lo que comemos” para transmitir la idea de que somos parte del mundo material. En la actualidad la misma frase se está utilizando más bien por aquellos que quieren transmitir que en la comida hay algo más que un material necesario para nuestra vida. Para la parte opulenta de nuestro mundo, la función de la comida es otra que la de alimento. La comida es una forma de arte, es parte de nuestro estilo de vida, una forma de comunicarnos entre nosotros y de expresar nuestras convicciones. Y parecemos olvidar que hoy la comida es un producto industrial, un elemento de comercio global, algo que tiene que producirse eficientemente, que está afectado por los equilibrios globales y que lo va a estar más con el aumento de la población y el cambio climático.
La aplicación de nuevas tecnologías a la búsqueda de alimentos existe desde antes de que la historia existiera. En el origen de las sociedades humanas está la identificación de unas especies y variedades que, extendidas por todo el mundo, dieron lugar a la agricultura y la ganadería que conocemos. Ello no se hizo sin conflictos, como nos lo demuestra la lucha entre el agricultor y el cazador que aparece en toda la literatura comenzando por la historia de Caín y Abel. En el siglo XX la aplicación de múltiples tecnologías agronómicas y genéticas ha permitido, no sin desequilibrios, alimentarnos hasta ahora. Para afrontar los retos que tenemos delante de nosotros no podemos permitirnos dejar de utilizar cualquier tecnología que ayude a asegurar la producción de alimento abundante y saludable. Junto a ellas hemos desarrollado mecanismos sociales y científicos que nos permiten utilizarlas con toda prudencia. Utilizar sabiamente tecnologías y mecanismos de reflexión y control es imprescindible para afrontar la problemática compleja que se avecina.
Nuestra relación con la comida en este principio del siglo XXI es una de las mejores demostraciones de las paradojas y contradicciones que vive nuestra sociedad que pretendemos moderna y globalizada. Existen en el mundo enormes bolsas de hambre y malnutrición que disminuyen pero que no acabamos de resolver. Sin embargo, crece -incluso en los países en desarrollo- el número de personas para las que la obesidad es un problema. El porcentaje de humanos viviendo en ciudades crece de forma imparable y nos alejamos de los lugares de producción de alimentos que llegan a nuestros platos siguiendo largas rutas y diversas transformaciones que dan vida a la industria alimentaria. Sin embargo, al mismo tiempo, la imagen del alimento criado con los cánones de una agricultura tradicional idealizada nos guía a menudo al decidir lo que comemos. La demanda global de alimentos en cantidad y en calidad sigue creciendo, y a ella responde una agricultura intensiva a la que además le pedimos que nos provea de otros productos como combustibles. Sin embargo, sabemos que nuestra agricultura es agresiva con el medio ambiente y no deseamos que se ganen terrenos de cultivos sobre terrenos todavía no explotados. Por si todo esto fuera poco nos enteramos con sorpresa de la aparición de tecnologías como la clonación de animales o las plantas modificadas genéticamente. Cuando hay que tomar decisiones sobre ellas nuestras contradicciones afloran en todo su esplendor.
Tomemos la clonación de animales de granja. Cuando hace algo más de 10 años nació Dolly se abrió una nueva página en la historia de la biología. Sería posible reprogramar las células que dan lugar a los diferentes órganos de nuestro cuerpo y conseguir tejidos idénticos a nosotros mismos que reparasen los que están dañados, aunque aparecía el fantasma de la clonación de humanos. Pero esta misma parecía prometedora para algunos de los que trabajan en la mejora de los animales de granja, ya que se podría utilizar para producir parentales de aquellos animales que producen mejor y más leche o carne. Unas 500 vacas y cerdos clonados ya están creciendo en Estados Unidos y se espera la llegada a Europa en cualquier momento de semen de toros clonados o de carne procedente de sus descendientes. Las normas internacionales de comercio dictan que sólo pueden ponerse barreras por razones de seguridad alimentaria. A ambos lados del Atlántico tenemos prestigiosas agencias que velan por la seguridad de nuestros alimentos y que coinciden en que no hay ninguna razón para pensar que los productos procedentes de animales clonados planteen problemas para la salud. Sin embargo, en Europa nos preguntamos qué ventajas reales plantean estos animales mientras que su creación implica problemas de bienestar animal, su uso sistemático puede reducir la diversidad de especies en las que basamos nuestra alimentación y se debe respetar la voluntad del consumidor que no parece muy inclinado a aceptarlos en su comida. Sobre la mesa de la Comisión Europea están las opiniones, entre ellas la del Grupo Europeo de Ética de las Ciencias, que deberían ayudarla para tomar una decisión complicada pero informada.
Más complicado para los responsables políticos es el problema de las plantas modificadas genéticamente. Porque éstas sí han demostrado ventajas en su uso, pero también han concitado unas reacciones violentas y organizadas en su contra. Se trata de plantas a las que mediante métodos moleculares se les ha introducido un gen que no existía en la especie. Cuando en 1983 se demostró que hacer este tipo de modificaciones sería posible ya se vio que la tecnología abría muchas posibilidades de aplicación, pero podría llegar a producir riesgos que habría de minimizar. Por ello desde 1986, en Estados Unidos, y desde 1990, en Europa, se han dictado unas normativas muy rigurosas que permiten el uso de esta nueva tecnología con la mayor cautela. En el mundo se plantaron en 2007 unos 100 millones de hectáreas de estas plantas, esencialmente soja, maíz, algodón y colza. Las modificaciones introducidas en estas plantas favorecen un cultivo más fácil y las protegen del ataque de insectos. La realidad es que la agricultura de algunos países ha cambiado de forma radical tras la aplicación de estos cultivos. En Argentina, por ejemplo, la superficie de soja se ha multiplicado y su exportación es esencial para la economía argentina. Esta soja se usa esencialmente para dos cosas: para producir aceite que se usa sobre todo en los países del este de Asia y para pienso que se usa en Europa en gran cantidad. La demanda de grasa para cocinar ha crecido de tal manera que en los países más pobres hay una escasez que afecta la nutrición de su gente. En Europa, con la prohibición de las harinas cárnicas tras la crisis de las vacas locas, la soja importada de América, transgénica en su mayoría, es imprescindible para los piensos y algo parecido ocurre con el maíz. En este momento, tal como ha alertado la FAO, los precios de los alimentos están aumentando de tal forma que pone en peligro el acceso a ellos de capas crecientes de la población más pobre. Estremece pensar lo que hubiera ocurrido si no hubiera habido plantas modificadas genéticamente. Sin embargo, la oposición a estas plantas sigue intensa.
Por todo ello, los gobiernos tratan de informarse mediante comités de expertos cuyo valor reside en la calidad de la opinión que producen y en su independencia. Sorprende por ello que en un país como Francia, a la hora de tomar decisiones sobre las plantas modificadas genéticamente, el Gobierno de Sarkozy haya actuado de forma precipitada. Ante la complejidad de la cuestión y las presiones contradictorias que se ejercen sobre el Gobierno francés se ha publicado un informe poco elaborado y del que algunos políticos han querido extraer unas conclusiones no sustentadas en él. Por ello 12 de los 15 científicos que participaron en el ejercicio han protestado públicamente. La credibilidad del trabajo realizado cae por los suelos.
Pero ante la comida es difícil reaccionar fríamente. A mediados del siglo XIX la filosofía materialista utilizó la frase: “Somos lo que comemos” para transmitir la idea de que somos parte del mundo material. En la actualidad la misma frase se está utilizando más bien por aquellos que quieren transmitir que en la comida hay algo más que un material necesario para nuestra vida. Para la parte opulenta de nuestro mundo, la función de la comida es otra que la de alimento. La comida es una forma de arte, es parte de nuestro estilo de vida, una forma de comunicarnos entre nosotros y de expresar nuestras convicciones. Y parecemos olvidar que hoy la comida es un producto industrial, un elemento de comercio global, algo que tiene que producirse eficientemente, que está afectado por los equilibrios globales y que lo va a estar más con el aumento de la población y el cambio climático.
La aplicación de nuevas tecnologías a la búsqueda de alimentos existe desde antes de que la historia existiera. En el origen de las sociedades humanas está la identificación de unas especies y variedades que, extendidas por todo el mundo, dieron lugar a la agricultura y la ganadería que conocemos. Ello no se hizo sin conflictos, como nos lo demuestra la lucha entre el agricultor y el cazador que aparece en toda la literatura comenzando por la historia de Caín y Abel. En el siglo XX la aplicación de múltiples tecnologías agronómicas y genéticas ha permitido, no sin desequilibrios, alimentarnos hasta ahora. Para afrontar los retos que tenemos delante de nosotros no podemos permitirnos dejar de utilizar cualquier tecnología que ayude a asegurar la producción de alimento abundante y saludable. Junto a ellas hemos desarrollado mecanismos sociales y científicos que nos permiten utilizarlas con toda prudencia. Utilizar sabiamente tecnologías y mecanismos de reflexión y control es imprescindible para afrontar la problemática compleja que se avecina.
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