Por Carlos Fuentes es escritor mexicano (EL PAÍS, 23/03/08):
Una mujer y un afroamericano. Una u otro serán el candidato del Partido Demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos en noviembre. El hecho, en sí, culmina dos de las más persistentes y arduas luchas políticas y sociales de la nación norteamericana. La emancipación de las mujeres y la emancipación de los negros.
No se puede acusar a la Constitución de 1789 y a la Declaración de Derechos del Hombre de consagrar libertades que no existían en la práctica: la igualdad para las mujeres y los negros. Pero es de la naturaleza de las cartas magnas no sólo consagrar derechos, sino proponerlos como metas a alcanzar. Fue este hecho lo que movió a los norteamericanos a crear un sistema partidista que propusiese, sin menoscabo de la Constitución, leyes y acciones que atendiesen asuntos concretos y evoluciones parciales.
Tanto la condición jurídica de la mujer como la esclavitud negaron los principios de igualdad y justicia constitucionales. Ganar el derecho de la mujer y la libertad del esclavo tomaron tiempo, esfuerzo y voluntad muy grandes. Ni las mujeres ni los esclavos contaban con el voto.
Como lo reseña el gran historiador James MacGregor Burns en su libro The vineyard of liberty (El viñedo de la libertad) que cubre la historia de Estados Unidos entre la Revolución de Independencia y la Guerra de Secesión, el camino de los derechos de la mujer fue largo y difícil. Para llegar al sufragio femenino obtenido en 1920, la mujer campesina debió soportar, antes, la sujeción legal al marido y la situación de ama de casa o ama de llaves. En el campo, se esperaba que una mujer diese a luz seis hijos entre los veinte y los treinta años. En las fábricas urbanas, la mujer se sofocaba por la falta de ventilación, martirizada por el ruido y víctima de la insalubridad. La tifoidea y la disentería diezmaban las filas del trabajo femenino. No había derechos de la mujer: había costumbres, mitos, religión y machismo.
La educación abrió el resquicio de la libertad. Muchas mujeres optaron por ser maestras y escapar al dominio del marido. Se abrieron escuelas nocturnas. Se crearon bibliotecas circulantes. Penetraron las ideas utópicas y socialistas. Por fin, en 1834 estalló la huelga de las trabajadoras de la fábrica textil de Lowell. Denigradas como “amazonas”, las huelguistas fueron puestas en la lista negra. Pedían ventilación y jornada de trabajo tolerable. Estos fueron, entre otros, los derechos exigidos en la Convención de los Derechos de la Mujer celebrada en 1848, seguida de la obtención del primer derecho al sufragio en 1869 en Wyoming y la consagración del voto femenino en quince Estados más antes de la enmienda constitucional de 1920.
Elizabeth Cady Stanton, Lucrecia Mott y Susan B. Anthony son las heroínas de este proceso de emancipación femenina. Lo comentaba así Mehitabel Eastman, trabajadora textil: las palabras de la mujer están subdesarrolladas, sus destinos frustrados. “Es una ironía de la vida que las condiciones que crean nuestro potencial y la conciencia del mismo, sean las mismas condiciones que obstaculizan nuestro camino”.
¿Podía decirse otro tanto de la lucha por la emancipación de los negros? Las condiciones de trabajo de los esclavos afroamericanos las ilustran en su más cruel manera los Corrales Flotantes en los que los esclavos eran azotados, mutilados, sodomizados, arrojados al mar, abandonados a morir de sed, ejecutados si se mostraban rebeldes. La boca de un negro, decían sus torturadores, sólo se lava con vinagre.
Como trabajador de la plantación, la suerte del negro era sólo relativamente mejor. Tragedia más grande que la privación de la libertad era la separación de padres e hijos, marido y mujer. Vendidos a diferentes amos u obligada, la mujer negra, a procrear esclavos con un esclavo indeseado.
El reverendo Charles Jones, dueño de la plantación Montevideo en la costa de Georgia, se asombra de la “extravagancia” de sus esclavos, sus cantos y bailes, la mezcla de tribalismo africano y religión evangélica. Los cantos espirituales, son el anuncio de una cultura propia y de una rebeldía incipiente. La rebelión de Nat Turner en 1831, tema de la gran novela de William Styron, condujo al rebelde a la horca. Pero a la postre cinco Estados de Nueva Inglaterra otorgaron el derecho de votar a los negros aunque Massachusetts prohibió los matrimonios interraciales y reforzó la segregación en transportes, hoteles y restaurantes.
Si Nat Turner pagó su rebeldía con la muerte, Frederick Douglass pagó su libertad con la vida. Este esclavo fugitivo aprendió a leer y escribir, educó a otros negros, se hizo marinero y acabó mesmerizando con su retórica a los públicos del norte. Su mensaje: la abolición de la esclavitud.
Tomaría una guerra civil para completar la Revolución de Independencia y un movimiento para los derechos civiles en la década de 1960 para completar la promesa de la Guerra de Secesión. Pero la misma intolerancia que asesinó a Martin Luther King y a Robert Kennedy, volverá a asomar la cabeza contra Barack Obama. Y el mismo prejuicio misógino atacará a Hillary Clinton.
Lo extraordinario es el hecho mismo de que la candidatura demócrata recaiga sobre una mujer o sobre un afroamericano. Como cantara Bob Dylan, los tiempos han cambiado. Y los ha cambiado la historia que aquí recuento.
Una mujer y un afroamericano. Una u otro serán el candidato del Partido Demócrata a la Presidencia de los Estados Unidos en noviembre. El hecho, en sí, culmina dos de las más persistentes y arduas luchas políticas y sociales de la nación norteamericana. La emancipación de las mujeres y la emancipación de los negros.
No se puede acusar a la Constitución de 1789 y a la Declaración de Derechos del Hombre de consagrar libertades que no existían en la práctica: la igualdad para las mujeres y los negros. Pero es de la naturaleza de las cartas magnas no sólo consagrar derechos, sino proponerlos como metas a alcanzar. Fue este hecho lo que movió a los norteamericanos a crear un sistema partidista que propusiese, sin menoscabo de la Constitución, leyes y acciones que atendiesen asuntos concretos y evoluciones parciales.
Tanto la condición jurídica de la mujer como la esclavitud negaron los principios de igualdad y justicia constitucionales. Ganar el derecho de la mujer y la libertad del esclavo tomaron tiempo, esfuerzo y voluntad muy grandes. Ni las mujeres ni los esclavos contaban con el voto.
Como lo reseña el gran historiador James MacGregor Burns en su libro The vineyard of liberty (El viñedo de la libertad) que cubre la historia de Estados Unidos entre la Revolución de Independencia y la Guerra de Secesión, el camino de los derechos de la mujer fue largo y difícil. Para llegar al sufragio femenino obtenido en 1920, la mujer campesina debió soportar, antes, la sujeción legal al marido y la situación de ama de casa o ama de llaves. En el campo, se esperaba que una mujer diese a luz seis hijos entre los veinte y los treinta años. En las fábricas urbanas, la mujer se sofocaba por la falta de ventilación, martirizada por el ruido y víctima de la insalubridad. La tifoidea y la disentería diezmaban las filas del trabajo femenino. No había derechos de la mujer: había costumbres, mitos, religión y machismo.
La educación abrió el resquicio de la libertad. Muchas mujeres optaron por ser maestras y escapar al dominio del marido. Se abrieron escuelas nocturnas. Se crearon bibliotecas circulantes. Penetraron las ideas utópicas y socialistas. Por fin, en 1834 estalló la huelga de las trabajadoras de la fábrica textil de Lowell. Denigradas como “amazonas”, las huelguistas fueron puestas en la lista negra. Pedían ventilación y jornada de trabajo tolerable. Estos fueron, entre otros, los derechos exigidos en la Convención de los Derechos de la Mujer celebrada en 1848, seguida de la obtención del primer derecho al sufragio en 1869 en Wyoming y la consagración del voto femenino en quince Estados más antes de la enmienda constitucional de 1920.
Elizabeth Cady Stanton, Lucrecia Mott y Susan B. Anthony son las heroínas de este proceso de emancipación femenina. Lo comentaba así Mehitabel Eastman, trabajadora textil: las palabras de la mujer están subdesarrolladas, sus destinos frustrados. “Es una ironía de la vida que las condiciones que crean nuestro potencial y la conciencia del mismo, sean las mismas condiciones que obstaculizan nuestro camino”.
¿Podía decirse otro tanto de la lucha por la emancipación de los negros? Las condiciones de trabajo de los esclavos afroamericanos las ilustran en su más cruel manera los Corrales Flotantes en los que los esclavos eran azotados, mutilados, sodomizados, arrojados al mar, abandonados a morir de sed, ejecutados si se mostraban rebeldes. La boca de un negro, decían sus torturadores, sólo se lava con vinagre.
Como trabajador de la plantación, la suerte del negro era sólo relativamente mejor. Tragedia más grande que la privación de la libertad era la separación de padres e hijos, marido y mujer. Vendidos a diferentes amos u obligada, la mujer negra, a procrear esclavos con un esclavo indeseado.
El reverendo Charles Jones, dueño de la plantación Montevideo en la costa de Georgia, se asombra de la “extravagancia” de sus esclavos, sus cantos y bailes, la mezcla de tribalismo africano y religión evangélica. Los cantos espirituales, son el anuncio de una cultura propia y de una rebeldía incipiente. La rebelión de Nat Turner en 1831, tema de la gran novela de William Styron, condujo al rebelde a la horca. Pero a la postre cinco Estados de Nueva Inglaterra otorgaron el derecho de votar a los negros aunque Massachusetts prohibió los matrimonios interraciales y reforzó la segregación en transportes, hoteles y restaurantes.
Si Nat Turner pagó su rebeldía con la muerte, Frederick Douglass pagó su libertad con la vida. Este esclavo fugitivo aprendió a leer y escribir, educó a otros negros, se hizo marinero y acabó mesmerizando con su retórica a los públicos del norte. Su mensaje: la abolición de la esclavitud.
Tomaría una guerra civil para completar la Revolución de Independencia y un movimiento para los derechos civiles en la década de 1960 para completar la promesa de la Guerra de Secesión. Pero la misma intolerancia que asesinó a Martin Luther King y a Robert Kennedy, volverá a asomar la cabeza contra Barack Obama. Y el mismo prejuicio misógino atacará a Hillary Clinton.
Lo extraordinario es el hecho mismo de que la candidatura demócrata recaiga sobre una mujer o sobre un afroamericano. Como cantara Bob Dylan, los tiempos han cambiado. Y los ha cambiado la historia que aquí recuento.
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