Por Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC (EL PERIÓDICO, 24/03/08):
Gianfranco Girotti es el obispo regente de un dicasterio, o ministerio vaticano, llamado Penitenciaría Apostólica, del que había pocas noticias hasta que un comentario suyo sobre nuevos pecados sociales ha dado la vuelta al mundo. El arte periodístico ha conseguido relacionar estos nuevos “pecados sociales” con los consagrados “pecados capitales”, dando a entender que por decreto se ampliaba el número de puertas que comunicaban con el infierno.
No ha habido ninguna definición solemne, sino una respuesta a la pregunta del periodista, y no ha habido ninguna novedad, sino repetición de puntos de vistas referidos a la bioética, las drogas, la ecología y la justicia social. Sobre cualquiera de estos asuntos hay decenas de pronunciamientos vaticanos.
¿POR QUÉ, entonces, esa media docena de líneas, en una entrevista periodística, han causado tanto interés? Si descartamos que fuera debido a la solemnidad de un pronunciamiento o a su novedad rompedora, hay que atribuirlo al lugar desde el que se pronuncia: desde un dicasterio especializado en asuntos de conciencia, siempre relacionados, en la tradición católica, con la culpa y el perdón. La sorna con que han sido acogidos los comentarios del obispo no se para en la severidad de los temas aludidos, sino en la implícita invitación a pasar por el confesionario, un mueble casi en desuso que el gerente de la Penitenciaría desearía revitalizar. Es la relación de los males sociales con la culpa lo que la opinión pública ha sentido como una novedad provocadora.
Para entenderlo debemos recordar que vivimos en un mundo muy sensible a la responsabilidad, pero sin sentido de la culpabilidad. Se pide responsabilidad por todo y a todos: al político, al médico, al ma- estro, al conductor. Si nos fijamos bien, la mayoría de las veces esa responsabilidad se sustancia en indemnización material. Lo que se exige del responsable de un accidente de tráfico o de un error médico es que pague en dinero por su mala acción. No interesa la figura del sujeto de la acción. Mejor: solo interesa identificarle para que pague la factura, pero no para señalarle como culpable de una acción inmoral. Si un conductor borracho atropella a un peatón en el paso de cebra, tendrá que indemnizar a la víctima, pero no sufrirá un juicio moral condenatorio por parte de la sociedad. Nadie le llamará asesino, porque no se asocia la responsabilidad a la culpabilidad. La nuestra es la era de la responsabilidad sin culpa, de los falsamente inocentes.
EN UN MUNDO así, calificar al narcotráfico, a los atentados a la naturaleza, a los abusos de la ciencia o a la globalización económica –que causa anualmente, según informe de la ONU, unos 18 millones de muertes por hambre– de “pecado” parece un anacronismo, porque ese término pone el acento en el daño objetivo, por supuesto, pero sobre todo, en la culpa del sujeto individual. Y eso no se lleva. Ahora bien, la culpa puede ser un elemento anacrónico, pero no por eso falso o inútil, aunque produzca la hilaridad de tantos comentaristas. Otro tanto podría decirse del término perdón, un concepto de indiscutible raigambre judeocristiana, que, convertido en virtud política, puede ser clave en sociedades flageladas por el terrorismo. Hannah Arendt asocia la virtud política del perdón a la posibilidad de un nuevo comienzo en sociedades escindidas y empobrecidas por la violencia terrorista.
Lo que hay que preguntarse es por qué asuntos tan graves son tomados a chirigota. Señalaría dos razones. En primer lugar, el uso perverso que ha hecho la Iglesia de la culpa. No hay más que recordar a la España nacionalcatólica en la que la Iglesia utilizaba la culpa para apoderarse de las conciencias y así mantener su dominio. Entonces todo era pecado: leer El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, ver a Rita Hayworth en Gilda, ser marxista o ir al baile en Cuaresma. Primero traducían culpa por angustia y luego ofrecían los confesionarios como divanes salvadores.
ESTE TIPO de experiencias ha quitado credibilidad al discurso eclesiástico sobre la culpa, de ahí la dureza de las reacciones, aunque haya sido bajo la forma de la risa. En segundo lugar, porque la Iglesia católica no puede hablar públicamente de la culpa y del perdón sin hacer un esfuerzo de traducción política de esos términos. Gianfranco Girotti habla, bien es verdad, en L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano, a creyentes católicos.
Ahora bien, un católico adulto es un ciudadano creyente y no un creyente ciudadano. Difícilmente seguirá un criterio moral, por muy católico que sea, si no se le presenta como teniendo interés y valor también para el no creyente, es decir, si no puede ser traducido en un lenguaje profano. Si la culpa y el perdón son tan importantes para el hombre católico, tiene que haber manera de que esa explicación llegue al no creyente, es decir, hay que intentar explicar –lo que no hace el obispo romano– que más allá del perdón del confesionario hay una forma política de perdón que interesa a toda la sociedad. Solo así podrá ser fecunda la osada anacronía de llamar “pecado” a daños modernos que atentan a la naturaleza del hombre y del planeta, a la justicia social y al uso de la ciencia.
Gianfranco Girotti es el obispo regente de un dicasterio, o ministerio vaticano, llamado Penitenciaría Apostólica, del que había pocas noticias hasta que un comentario suyo sobre nuevos pecados sociales ha dado la vuelta al mundo. El arte periodístico ha conseguido relacionar estos nuevos “pecados sociales” con los consagrados “pecados capitales”, dando a entender que por decreto se ampliaba el número de puertas que comunicaban con el infierno.
No ha habido ninguna definición solemne, sino una respuesta a la pregunta del periodista, y no ha habido ninguna novedad, sino repetición de puntos de vistas referidos a la bioética, las drogas, la ecología y la justicia social. Sobre cualquiera de estos asuntos hay decenas de pronunciamientos vaticanos.
¿POR QUÉ, entonces, esa media docena de líneas, en una entrevista periodística, han causado tanto interés? Si descartamos que fuera debido a la solemnidad de un pronunciamiento o a su novedad rompedora, hay que atribuirlo al lugar desde el que se pronuncia: desde un dicasterio especializado en asuntos de conciencia, siempre relacionados, en la tradición católica, con la culpa y el perdón. La sorna con que han sido acogidos los comentarios del obispo no se para en la severidad de los temas aludidos, sino en la implícita invitación a pasar por el confesionario, un mueble casi en desuso que el gerente de la Penitenciaría desearía revitalizar. Es la relación de los males sociales con la culpa lo que la opinión pública ha sentido como una novedad provocadora.
Para entenderlo debemos recordar que vivimos en un mundo muy sensible a la responsabilidad, pero sin sentido de la culpabilidad. Se pide responsabilidad por todo y a todos: al político, al médico, al ma- estro, al conductor. Si nos fijamos bien, la mayoría de las veces esa responsabilidad se sustancia en indemnización material. Lo que se exige del responsable de un accidente de tráfico o de un error médico es que pague en dinero por su mala acción. No interesa la figura del sujeto de la acción. Mejor: solo interesa identificarle para que pague la factura, pero no para señalarle como culpable de una acción inmoral. Si un conductor borracho atropella a un peatón en el paso de cebra, tendrá que indemnizar a la víctima, pero no sufrirá un juicio moral condenatorio por parte de la sociedad. Nadie le llamará asesino, porque no se asocia la responsabilidad a la culpabilidad. La nuestra es la era de la responsabilidad sin culpa, de los falsamente inocentes.
EN UN MUNDO así, calificar al narcotráfico, a los atentados a la naturaleza, a los abusos de la ciencia o a la globalización económica –que causa anualmente, según informe de la ONU, unos 18 millones de muertes por hambre– de “pecado” parece un anacronismo, porque ese término pone el acento en el daño objetivo, por supuesto, pero sobre todo, en la culpa del sujeto individual. Y eso no se lleva. Ahora bien, la culpa puede ser un elemento anacrónico, pero no por eso falso o inútil, aunque produzca la hilaridad de tantos comentaristas. Otro tanto podría decirse del término perdón, un concepto de indiscutible raigambre judeocristiana, que, convertido en virtud política, puede ser clave en sociedades flageladas por el terrorismo. Hannah Arendt asocia la virtud política del perdón a la posibilidad de un nuevo comienzo en sociedades escindidas y empobrecidas por la violencia terrorista.
Lo que hay que preguntarse es por qué asuntos tan graves son tomados a chirigota. Señalaría dos razones. En primer lugar, el uso perverso que ha hecho la Iglesia de la culpa. No hay más que recordar a la España nacionalcatólica en la que la Iglesia utilizaba la culpa para apoderarse de las conciencias y así mantener su dominio. Entonces todo era pecado: leer El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, ver a Rita Hayworth en Gilda, ser marxista o ir al baile en Cuaresma. Primero traducían culpa por angustia y luego ofrecían los confesionarios como divanes salvadores.
ESTE TIPO de experiencias ha quitado credibilidad al discurso eclesiástico sobre la culpa, de ahí la dureza de las reacciones, aunque haya sido bajo la forma de la risa. En segundo lugar, porque la Iglesia católica no puede hablar públicamente de la culpa y del perdón sin hacer un esfuerzo de traducción política de esos términos. Gianfranco Girotti habla, bien es verdad, en L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano, a creyentes católicos.
Ahora bien, un católico adulto es un ciudadano creyente y no un creyente ciudadano. Difícilmente seguirá un criterio moral, por muy católico que sea, si no se le presenta como teniendo interés y valor también para el no creyente, es decir, si no puede ser traducido en un lenguaje profano. Si la culpa y el perdón son tan importantes para el hombre católico, tiene que haber manera de que esa explicación llegue al no creyente, es decir, hay que intentar explicar –lo que no hace el obispo romano– que más allá del perdón del confesionario hay una forma política de perdón que interesa a toda la sociedad. Solo así podrá ser fecunda la osada anacronía de llamar “pecado” a daños modernos que atentan a la naturaleza del hombre y del planeta, a la justicia social y al uso de la ciencia.
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