Por Gianni Vattimo, político y filósofo. Traducción de Teresa Oñate, catedrática de Filosofía de la UNED (EL MUNDO, 14/03/08):
Los periódicos italianos comentaron mucho la ocurrencia que, al parecer, se le escapó a Zapatero en el intervalo de una transmisión televisiva durante la campaña electoral, según la cual -decía el presidente- «para mí es útil que haya tensión».
En Italia, a buena parte de los media -de derecha o de izquierda- una ocurrencia como ésta les ha parecido casi un escándalo. Es lógico si se piensa que diariamente las más altas cátedras institucionales, periodísticas e incluso religiosas amonestan a los italianos instándoles a mantener los tonos más sosegados en la campaña electoral que acaba de comenzar oficialmente a principios de marzo, si bien estaba ya ampliamente en curso desde los meses anteriores. De ser cierta entonces, la ocurrencia de Zapatero, en ese clima político difuso, resume otra más de las razones que los italianos -y los europeos en general- pueden tener para tomarlo como modelo de político abierto al futuro. De hecho, y por el contrario, lo que está sucediendo un poco en toda Europa -desde la Alemania de la grosse koalition a la Francia de Sarkozy, que ficha como consejeros a conocidas personalidades de la izquierda- es la recurrente afirmación de eso que sólo podemos calificar como la neutralización de la política. Tras la caída del Gobierno Prodi, en Italia se viene asistiendo también a un significativo acercamiento de las posiciones de Berlusconi y de Veltroni, quienes parecen encaminarse más o menos explícitamente a construir, tras la próximas elecciones, un Gobierno de grandes pactos o, si se quiere, de solidaridad nacional orientada a asegurar, con medidas bipartidistas, la solución de numerosos problemas objetivos; eso comenzando por uno tan visible y escandaloso como el de las basuras de Nápoles. Problemas que angustian a los italianos independientemente de sus orientaciones políticas.
La tendencia a la neutralización, que en Italia se está imponiendo sobre todo debido a la gravedad de las cuestiones acumuladas y pendientes de resolución, sin duda se basa en la dificultad que entraña la configuración de mayorías parlamentarias compactas, capaces de gobernar eficazmente; pero ello tiene a su vez, probablemente, su causa en el creciente desinterés del electorado, que tiende a reducir su propia participación activa en la política, bombardeado como lo está por los descréditos de todo tipo que vierten los media y le confirman cada vez más en la convicción de que la política es ahora un asunto de grupos reducidos, ocupados sólo por defender los propios privilegios y por repartirse la tarta del dinero público, olvidando los derechos de los ciudadanos. Así pues, ¿el desinterés del electorado y la creciente impopularidad de la política y de los políticos es una causa o un efecto de la neutralización? En otras palabras, ¿los ciudadanos se interesan cada vez menos por la política porque están cansados de peleas y conflictos, o más bien porque están adormecidos a causa de la ausencia de verdaderas diferencias entre quienes se disputan sus votos en las elecciones?
Quien vivió los años juveniles de las democracias (en gran parte de Europa tras la II Guerra Mundial; en la Península Ibérica alguna década más tarde) sabe perfectamente que la vivacidad de la vida política durante aquellos años no estaba ciertamente caracterizada por los tonos sosegados, sino que se manifestaba a menudo a través de ásperas confrontaciones, también en la calle. No los añoramos, pero sí constatamos que la popularidad de Zapatero, no solo en España sino quizá sobre todo fuera de España, depende en no poca medida de la resolución política con que se ha tomado muy a pecho los problemas de su país y los del mundo, en relación a los cuales y en lo que a algunos de ellos atañe -como italiano pienso sobre todo en los derechos civiles y en la Guerra de Irak- se ha implicado tomando decisiones para nada pacíficas. Podemos también admitir que en algunos casos su capacidad de decisión ha tenido que ver con temas más simbólicos y más amplios que los meramente concernidos por el aseguramiento de las condiciones materiales de la vida, la distribución de la riqueza o la administración del poder. Pero el valor simbólico de sus posicionamientos -pensemos por ejemplo en todo lo que refiere a las parejas gays, que ciertamente no son la mayoría de las parejas del país; o en la agilización de los procedimientos de divorcio; o en la educación de la ciudadanía, que está vinculada con la ética de la debilitación de la violencia en general, y sin duda con la debilitación de la violencia de género, etcétera. ¡Todos los temas que curiosamente han suscitado la fiera oposición de la Iglesia oficial!- tienen un peso decisivo precisamente sobre la vitalidad del interés político de los ciudadanos. El hecho de que en Italia no se consiga llegar todavía a poder promulgar una ley sobre las uniones civiles, homo y heterosexuales, o que se esté poniendo en tela de juicio hasta la ley del aborto, incluso en aquellas versiones suyas que nosotros conocemos y se cuentan entre las más moderadas de las posibles, tiene un impacto negativo muy profundo en la participación de los ciudadanos en la vida política; produce, de hecho, una sensación de triste resignación y apatía, que se traduce en la derivada convicción de que la democracia es pura retórica, y de que el poder está y estará siempre en las mismas manos: en las manos de los conservadores.
Tanto si es causa como si es efecto, la neutralización no es ciertamente un buen síntoma de la vida democrática. Quien aconseja el sosiego de los tonos moderados y el realismo de las soluciones bipartidistas, es siempre y sólo quien tiene interés en que las cosas no cambien. Como bien lo saben quienes lo citan, ya San Agustín define la paz como la tranquillitas ordinis: «La tranquilidad del orden». Pero, sería necesario añadir ¿la tranquilidad del orden existente?
No hay que poner en peligro este bien, que a menudo se equipara con el valor mismo de la vida, por lo cual lo que los ciudadanos deberían hacer es, entonces, defender la familia como (¿siempre?) ha sido; defender las leyes del libre mercado, las únicas (¿?) capaces de asegurar el desarrollo (naturalmente, el de los beneficios medidos por el PIB); etcétera. ¿No deberíamos -políticamente- tener mucho cuidado con no perder los ámbitos abiertos para la vida democrática eficaz por medio de las sociedades de la comunicación y la información? Porque, ¿de qué discutiremos ahora que sí podemos libremente discutir? ¿Sobre qué hablaremos, sobre qué disentimos y qué nos comunicamos los unos a los otros? El clima que se está instaurando en Europa con la neutralización del conflicto político en favor de un acuerdo realista sobre las medidas técnicas necesarias para el funcionamiento de la máquina económica y social terminará dentro de poco -si no lo cuestionamos- por hacernos considerar todo conflicto político o sindical como una amenaza terrorista. A imitación perfecta de la América de Bush, donde se llama (y persigue como) «terroristas» a todos los disidentes.
La democracia no se ha desarrollado nunca realmente ni en condiciones de perfecta paz social, ni bajo el dominio de los tonos sosegados. ¡Viva Zapatero, que, aun sin quererlo, nos ha devuelto -al menos en el plano simbólico- el gusto por el conflicto de las diferencias democráticas!
Los periódicos italianos comentaron mucho la ocurrencia que, al parecer, se le escapó a Zapatero en el intervalo de una transmisión televisiva durante la campaña electoral, según la cual -decía el presidente- «para mí es útil que haya tensión».
En Italia, a buena parte de los media -de derecha o de izquierda- una ocurrencia como ésta les ha parecido casi un escándalo. Es lógico si se piensa que diariamente las más altas cátedras institucionales, periodísticas e incluso religiosas amonestan a los italianos instándoles a mantener los tonos más sosegados en la campaña electoral que acaba de comenzar oficialmente a principios de marzo, si bien estaba ya ampliamente en curso desde los meses anteriores. De ser cierta entonces, la ocurrencia de Zapatero, en ese clima político difuso, resume otra más de las razones que los italianos -y los europeos en general- pueden tener para tomarlo como modelo de político abierto al futuro. De hecho, y por el contrario, lo que está sucediendo un poco en toda Europa -desde la Alemania de la grosse koalition a la Francia de Sarkozy, que ficha como consejeros a conocidas personalidades de la izquierda- es la recurrente afirmación de eso que sólo podemos calificar como la neutralización de la política. Tras la caída del Gobierno Prodi, en Italia se viene asistiendo también a un significativo acercamiento de las posiciones de Berlusconi y de Veltroni, quienes parecen encaminarse más o menos explícitamente a construir, tras la próximas elecciones, un Gobierno de grandes pactos o, si se quiere, de solidaridad nacional orientada a asegurar, con medidas bipartidistas, la solución de numerosos problemas objetivos; eso comenzando por uno tan visible y escandaloso como el de las basuras de Nápoles. Problemas que angustian a los italianos independientemente de sus orientaciones políticas.
La tendencia a la neutralización, que en Italia se está imponiendo sobre todo debido a la gravedad de las cuestiones acumuladas y pendientes de resolución, sin duda se basa en la dificultad que entraña la configuración de mayorías parlamentarias compactas, capaces de gobernar eficazmente; pero ello tiene a su vez, probablemente, su causa en el creciente desinterés del electorado, que tiende a reducir su propia participación activa en la política, bombardeado como lo está por los descréditos de todo tipo que vierten los media y le confirman cada vez más en la convicción de que la política es ahora un asunto de grupos reducidos, ocupados sólo por defender los propios privilegios y por repartirse la tarta del dinero público, olvidando los derechos de los ciudadanos. Así pues, ¿el desinterés del electorado y la creciente impopularidad de la política y de los políticos es una causa o un efecto de la neutralización? En otras palabras, ¿los ciudadanos se interesan cada vez menos por la política porque están cansados de peleas y conflictos, o más bien porque están adormecidos a causa de la ausencia de verdaderas diferencias entre quienes se disputan sus votos en las elecciones?
Quien vivió los años juveniles de las democracias (en gran parte de Europa tras la II Guerra Mundial; en la Península Ibérica alguna década más tarde) sabe perfectamente que la vivacidad de la vida política durante aquellos años no estaba ciertamente caracterizada por los tonos sosegados, sino que se manifestaba a menudo a través de ásperas confrontaciones, también en la calle. No los añoramos, pero sí constatamos que la popularidad de Zapatero, no solo en España sino quizá sobre todo fuera de España, depende en no poca medida de la resolución política con que se ha tomado muy a pecho los problemas de su país y los del mundo, en relación a los cuales y en lo que a algunos de ellos atañe -como italiano pienso sobre todo en los derechos civiles y en la Guerra de Irak- se ha implicado tomando decisiones para nada pacíficas. Podemos también admitir que en algunos casos su capacidad de decisión ha tenido que ver con temas más simbólicos y más amplios que los meramente concernidos por el aseguramiento de las condiciones materiales de la vida, la distribución de la riqueza o la administración del poder. Pero el valor simbólico de sus posicionamientos -pensemos por ejemplo en todo lo que refiere a las parejas gays, que ciertamente no son la mayoría de las parejas del país; o en la agilización de los procedimientos de divorcio; o en la educación de la ciudadanía, que está vinculada con la ética de la debilitación de la violencia en general, y sin duda con la debilitación de la violencia de género, etcétera. ¡Todos los temas que curiosamente han suscitado la fiera oposición de la Iglesia oficial!- tienen un peso decisivo precisamente sobre la vitalidad del interés político de los ciudadanos. El hecho de que en Italia no se consiga llegar todavía a poder promulgar una ley sobre las uniones civiles, homo y heterosexuales, o que se esté poniendo en tela de juicio hasta la ley del aborto, incluso en aquellas versiones suyas que nosotros conocemos y se cuentan entre las más moderadas de las posibles, tiene un impacto negativo muy profundo en la participación de los ciudadanos en la vida política; produce, de hecho, una sensación de triste resignación y apatía, que se traduce en la derivada convicción de que la democracia es pura retórica, y de que el poder está y estará siempre en las mismas manos: en las manos de los conservadores.
Tanto si es causa como si es efecto, la neutralización no es ciertamente un buen síntoma de la vida democrática. Quien aconseja el sosiego de los tonos moderados y el realismo de las soluciones bipartidistas, es siempre y sólo quien tiene interés en que las cosas no cambien. Como bien lo saben quienes lo citan, ya San Agustín define la paz como la tranquillitas ordinis: «La tranquilidad del orden». Pero, sería necesario añadir ¿la tranquilidad del orden existente?
No hay que poner en peligro este bien, que a menudo se equipara con el valor mismo de la vida, por lo cual lo que los ciudadanos deberían hacer es, entonces, defender la familia como (¿siempre?) ha sido; defender las leyes del libre mercado, las únicas (¿?) capaces de asegurar el desarrollo (naturalmente, el de los beneficios medidos por el PIB); etcétera. ¿No deberíamos -políticamente- tener mucho cuidado con no perder los ámbitos abiertos para la vida democrática eficaz por medio de las sociedades de la comunicación y la información? Porque, ¿de qué discutiremos ahora que sí podemos libremente discutir? ¿Sobre qué hablaremos, sobre qué disentimos y qué nos comunicamos los unos a los otros? El clima que se está instaurando en Europa con la neutralización del conflicto político en favor de un acuerdo realista sobre las medidas técnicas necesarias para el funcionamiento de la máquina económica y social terminará dentro de poco -si no lo cuestionamos- por hacernos considerar todo conflicto político o sindical como una amenaza terrorista. A imitación perfecta de la América de Bush, donde se llama (y persigue como) «terroristas» a todos los disidentes.
La democracia no se ha desarrollado nunca realmente ni en condiciones de perfecta paz social, ni bajo el dominio de los tonos sosegados. ¡Viva Zapatero, que, aun sin quererlo, nos ha devuelto -al menos en el plano simbólico- el gusto por el conflicto de las diferencias democráticas!
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