Por Marguerite Del Guidice (National Geographic en español, 27 de febrero de 2008)
La lucha por el poder
Los habitantes de Islandia se enfrentan a una elección difícil: explotar una riqueza de energía limpia o preservar la pureza del paisaje.
Uno de los principales aspectos para entender a Islandia es lo pequeña que es su población y, por consecuencia, cómo puede ser la vida aquí. La impresión general es que cada habitante de este aislado territorio subártico conoce prácticamente a todos los demás. Imagine un país de 310 000 personas, con la mayoría apiñada en Reikiavik y sus alrededores, una capital europea muy moderna conocida por sus cafés con música en vivo y una vida nocturna llena de alcohol. Allí se concentran los mejores trabajos, y las posibilidades de toparse con algún conocido son tantas que es difícil tener una aventura amorosa y no ser sorprendido, como señalara un comentarista al respecto.
“Somos una sociedad muy cerrada”, comenta el editor de un periódico, un sesentón de lentes y camisa blanca. Luego une sus manos con fuerza, como si fuera un abrazo, o un cerco. La consecuencia de vivir en una pequeña ciudad en una isla en medio de quién sabe dónde es que, en cierto modo, funciona como si fuera un gran clan familiar, con una descendencia directa que se remonta docenas de generaciones hasta los orígenes del mito vikingo (un grupo genético tan puro que maravilla a los biólogos moleculares). “En cuanto uno abre la boca, toda la atención se centra en ti”, señala un observador. Es como vivir en un móvil, tocar cualquier parte de esta estructura articulada podría alterar toda su estabilidad. Así que, aunque Islandia en muchos aspectos sigue siendo una sociedad abierta y transparente, existe una renuencia implícita entre los islandeses cuando se trata de hablar de política y de decisiones gubernamentales; por ejemplo, en temas como la manera en que el país debe actuar para hallar el justo equilibrio entre proteger su medio ambiente y desarrollar su economía.
“EL AHOGAMIENTO”
En el otoño de 2006, este remoto y aislado país vivió un momento decisivo. Un remoto territorio virgen de las tierras altas fue inundado para construir un embalse de 57 kilómetros cuadrados como fuente de energía para una nueva fundidora de aluminio. La presa para el embalse era la más grande de su tipo en Europa, y la tierra se modificaría de manera irreversible: la vegetación de los terrenos altos quedaría sumergida, las cascadas y parte de un espectacular cañón se secarían, el ánsar de pico corto y el reno se verían obligados a buscar otro hábitat. Los ambientalistas de todo el mundo condenaron la inundación como un ataque a una de las últimas áreas naturales intactas de Europa, la llamaron “el ahogamiento”, y los propios islandeses no sabían si se dirigían directamente a un auge económico, a la ruina financiera o al mayor desastre ambiental de la historia europea. Esta moderna saga islandesa de hecho empezó hace millones de años, ya que está arraigada en la tierra misma y en la forma en que la geología excepcional de la isla ha configurado el destino geológico que surge de ella. En primer lugar, el país es en gran medida inhabitable; es un terreno rocoso, azotado por el viento, sin árboles, poco adecuado para lo que sea, excepto criar ovejas. “Inhóspito” viene a la mente. Imponente. Extraño. Trozos colosales de hielo azul que flotan en lagos glaciares ribeteados de fango en ebullición. Escarpadas montañas con formaciones que parecen cabezas humanas. Volcanes, géiseres, glaciares, grietas en la tierra por donde escapan gases y extensas zonas cubiertas por lava solidificada que trazó escabrosos paisajes visitados por los astronautas en los sesenta para que se hicieran una idea de lo que tendrían que enfrentar en la Luna.
Aquí es donde entra el destino geológico. Da la casualidad de que Islandia está exactamente en la parte superior de la intersección de dos placas tectónicas de la Tierra, uniendo un límite volcánico llamado la Cordillera del Atlántico Medio. Por consiguiente, una tercera parte de toda la lava que ha arrojado la Tierra en los últimos 500 años ha brotado en este lugar y, como hay muchos manantiales naturales de agua caliente, casi todas las casas y edificios tienen calefacción geotérmica. En la superficie, mientras tanto, descansan gigantescos glaciares y los abundantes ríos que manan de ellos. Esta combinación de temperaturas, de agitada actividad bajo la superficie y los fuertes ríos sobre esta, convierten a Islandia en una de las fuentes de energía geotérmica e hidroeléctrica más concentrada sobre la Tierra; son energías ecológicas, renovables, no contaminantes que el mercado mundial exige cada vez más.
Lo asombroso de este fenómeno es que muy poca de esa energía se ha explotado porque está encallada en medio de una remota isla entre Europa continental y Groenlandia. Desde los sesenta, el gobierno de Islandia ha tratado de atraer industria pesada prometiendo una electricidad de bajo costo, sin trámites burocráticos y mínimas repercusiones ambientales. Pero, salvo por dos pequeñas fundidoras y una planta de ferrosilicio, convencer a las compañías de invertir en ese país ha sido un esquema difícil de comercializar. La fuerza laboral es muy pequeña, con salarios altos y es probable que tenga una preparación académica excesiva. Además, hay que considerar lo remoto del lugar, los prolongados y oscuros inviernos y el clima inhóspito. Sólo una industria que requiera el máximo uso de energía y que pueda obtener una tarifa sumamente atractiva durante un periodo prolongado hallaría rentable montar una planta de producción hasta Islandia. La industria idónea resultó ser la del aluminio. Y así fue como la industria y la isla estuvieron predestinadas a reunirse, para preocupación de los ambientalistas que quieren salvar esta tierra singular e ilusión de los industriales que quieren usar parte de esos recursos naturales, tras vivir siglos entre ellos, para producir algo finalmente.
“TENEMOS QUE VIVIR”
Quizá en otra parte del mundo se hable de Islandia, de manera algo intensa, como el último territorio salvaje totalmente virgen de Europa. Pero la conciencia ecológica que se está apoderando del planeta no ha afectado a la mayoría de los islandeses. No hay duda de que estuvieron unidos a su tierra. Pero la verdad es que en cuanto uno se aleja de los caminos principales y de las zonas pobladas en las áreas costeras bajas donde vive todo el mundo, hay pocas carreteras y están en malas condiciones, así que las maravillas naturales de Islandia son inalcanzables y desconocidas incluso para sus propios habitantes. Para ellos, la tierra siempre ha estado ahí; es algo con lo que se debe lidiar y, de ser posible, explotarlo.
Cuando se presentó la oportunidad de que la empresa eléctrica nacional suscribiera un contrato de 40 años con Alcoa en 2003, una compañía estadounidense productora de aluminio, para proveer de energía hidroeléctrica a una nueva fundidora, quienes durante decenios habían defendido esa idea aprovecharon ansiosamente esa posibilidad de desarrollo industrial y nunca lamentaron su decisión. Quizá en este momento Islandia sea uno de los países más ricos del mundo, con una población alfabetizada de 99 % y una elevada esperanza de vida. Pero los recuerdos y el sentido histórico de los defensores del proyecto, algunos de ellos ya entrados en años, adoptan una perspectiva más amplia del pasado de Islandia que abarca todas las penurias, la pobreza y la colonización de Dinamarca, que oficialmente terminó apenas en 1944, y cuya impronta psicológica sigue relativamente fresca. Durante lo que parecería una eternidad, la vida en este lugar ha significado poco más que una casucha de tierra, oscuridad todo el invierno, frío, ninguna esperanza, niños que mueren a diestra y siniestra, terremotos, plagas, hambre, erupciones volcánicas que destruyen toda la vegetación, el ganado y cualquier espíritu, condiciones que, en las regiones distantes, siguen existiendo.
Aparentemente, el proyecto de Alcoa tenía la intención de rescatar una de esas moribundas regiones, el remoto y poco poblado Este, donde la forma de vida se ha deteriorado de manera ininterrumpida hasta el punto de la desesperación y el desaliento. Después de que se impusieran las cuotas de pesca a principios de los ochenta para proteger las reservas de peces, muchos propietarios de barcos vendieron o regalaron sus derechos de pesca, los cuales terminaron principalmente en manos de unas cuantas empresas, y los pequeños pescadores prácticamente fueron borrados del panorama. Los adelantos tecnológicos disminuyeron aún más los trabajos que anteriormente eran hechos por manos humanas; la gente empezó a ver que todo por lo que habían trabajado durante su vida entera no valía la pena, y sus hijos se iban en busca de otros horizontes. Con la antigua forma de vida condenada, los proyectos de plantas de aluminio como este han llegado a ser considerados, prudentemente o no, como una última oportunidad: “fundidora o muerte”.
El contrato con Alcoa aportaría a la región capital extranjero, un estimado de 400 empleos y el arranque de industrias de servicios derivadas de la fundidora o relacionadas con ella. También era una manera de que Islandia desarrollara conocimientos especializados que posiblemente podría vender al resto del mundo; diversificar una economía históricamente dependiente de la pesca y, en una muestra de sentido práctico digna de admiración, quizá hasta proteger a todo el país de una vez por todas contra lo imprevisible de la vida misma. “Tenemos que vivir”, afirma Halldór Ásgrímsson con voz triste y sonora. Halldór, ex primer ministro y miembro de toda la vida del parlamento de la región, fue la fuerza motriz detrás del proyecto. “Tenemos derecho a vivir.”
EL PEQUEÑO PAÍS QUE FUE CAPAZ
Al principio, la mayoría de los habitantes parecía respaldar el proyecto de la presa y de la fundidora que salvaría el Este; sería bueno, progresista y moderno para Islandia. Según los islandeses, su país es el mejor sobre la Tierra, al igual que todo lo islandés. Se enorgullecen de las sagas, los cautivadores e intrincados relatos medievales de los antiguos nórdicos y de la sociedad islandesa que generalmente están considerados entre la literatura más brillante de la Edad Media; de un premio Nobel de literatura (Halldór Laxness, en 1955); de tres ganadoras del concurso de belleza Miss Mundo; de cuatro alpinistas que han escalado el Everest; del parlamento existente más antiguo; de la primera mujer elegida democráticamente para presidenta, Vigdís Finnbogadóttir, quien ejerció el cargo durante 16 años hasta que decidió jubilarse.
Volviendo a nuestra historia, la empresa eléctrica nacional gastaba 1 500 millones de dólares en la infraestructura hidroeléctrica del proyecto para la presa y la fundidora; la mayor parte de esos fondos provenía de préstamos otorgados por bancos internacionales. Fue la inversión más importante en construcción que la pequeña Islandia hubiese emprendido y que probablemente haga. La energía que se esperaba generar anualmente (4 600 gigavatios-hora) era aproximadamente la mitad de lo que entonces consumía el país, y la magnitud del proyecto era apasionante: una compleja red de presas, centrales eléctricas, cables de alta tensión y túneles, e incluso una presa de roca y grava de 198 metros de altura.
Todo eso para dar servicio a la única fundidora de aluminio que se construía al otro lado del país, en el extremo opuesto a Reikiavik en el fiordo oriental Reydarfjödur. Hay una montaña común y corriente en ese lugar llamada Kárahnjúkar, y de ahí tomaron el nombre para lo que estaban haciendo: el Proyecto Hidroeléctrico de Kárahnjúkar.
Conforme avanzaba el proyecto, poco a poco se hizo evidente que Kárahnjúkar era más grande de lo que cualquiera hubiera imaginado. Incluso Jóhann Kröyer, director del proyecto para las presas y los túneles, lo comentó mientras almorzaba en el comedor del sitio de trabajo: “Creo que tal vez la gente no se da cuenta de lo colosal de este proyecto”. Pero conforme pasaban los meses, una minoría importante y cada vez mayor sí se percató, y surgió una especie de contienda familiar nacional, aparentemente forjada en torno a las consecuencias irreversibles que causaría en la tierra la gigantesca presa, la obstrucción de dos ríos glaciares y la inundación del territorio virgen de las tierras altas para formar el embalse. Islandia había obtenido una exención de los topes de contaminación del Protocolo de Kyoto, que expiraría en 2012, lo que agregaba un factor de apremio, ya que había futuras fundidoras y ampliaciones en etapa de planeación. ¿Tomaría el gobierno uno de los países con las condiciones ecológicas más puras del planeta y lo ofrecería como basurero a la industria pesada? ¿Era eso lo que realmente quería la gente? Incluso, ¿entendían lo que significaba?
DIFERENCIAS PLANETARIAS
Kárahnjúkar provocó lo que uno de los participantes describió como la guerra fría de Islandia. Por ejemplo, un importante partidario de la conservación de los recursos naturales me dijo que, cuando camina por un río, ve un acto divino, pero cuando lo hacen los constructores de presas, “empiezan a contar los kilovatios-hora”.
El principal hombre de Alcoa en este lugar, Tómas Már Sigurdsson, un islandés titulado en ingeniería ambiental que se considera a sí mismo como ambientalista, era optimista e idealista. La misión de Alcoa, dijo, era ser un buen vecino de la comunidad, mientras creaba la fundidora más eficiente, segura y respetuosa de la ecología del planeta, al reciclar materiales y usar las tecnologías más modernas para reducir al mínimo los desechos y controlar los gases de dióxido de azufre. Es decir, los derivados que se producen al extraer el aluminio de la alúmina, un polvo blanco refinado procedente de la bauxita.
Parecía estar especialmente entusiasmado por lo que Alcoa denomina la Iniciativa de Sustentabilidad, según la cual los representantes de diversos grupos de interés (empresas, gobierno, la compañía eléctrica, la comunidad, la iglesia, el medio ambiente) conciben normas de mutuo acuerdo para que esta empresa se haga responsable a lo largo del tiempo: ¿Elevó Alcoa el nivel de vida de la región? ¿Proporcionó los tipos de trabajo que dijo? ¿Trató al medio ambiente tal como lo prometió? La Iniciativa de Sustentabilidad había entrado en vigor en la nueva fundidora en Reydarfjördur.
“No sólo estamos construyendo una fábrica que producirá metal –prosiguió Tómas, un hombre de rostro infantil, calvo y con buena condición física, rubicundo y una actitud franca y formal–. Es un nivel muy distinto”. Al oír eso, los jóvenes e idealistas defensores de la ecología alzaban los ojos al cielo en señal de incredulidad. Rechazan propuestas como la Iniciativa de Sustentabilidad por considerarlas poco más que una mentira capitalista diseñada para manipular y convencer a una población ingenua; lo llaman “pintarse de verde”. Por esa razón, en una manifestación de protesta muy publicitada, un grupo de esos idealistas arrojó cubetas de skyr, un producto lácteo, pintado de verde en una reunión de industriales del aluminio (en la que participaba Tómas, el representante de Alcoa), quienes, al no percatarse en ese momento de lo que se trataba, comprensiblemente se asustaron. “¡Intentaban decir que las fundidoras de aluminio eran respetuosas de la ecología!”, señala Arna Ösp Magnúsardóttir –una organizadora local de la manifestación arrestada ese día–, mientras se sienta en un café en una acera de Reikiavik; viste mallas negras y un blusón de satén rosa.
Admite que realmente no pensó que el skyr fuera a detener el proyecto de Kárahnjúkar. “Lo que me importa es detener los que vengan en el futuro y dificultarles los negocios lo suficiente para que sepan que no se saldrán con la suya de nuevo con tanta facilidad”. Los críticos de Kárahnjúkar sostienen que no hay duda de que pudo haberse hecho algo diferente para beneficiar el este de la isla sin que eso fuera tan nocivo para la tierra. Construir proyectos de la escala de Kárahnjúkar para resolver problemas fue, como dijo alguien, “como tomar a un niño con el corazón roto y someterlo a una compleja operación cardiaca”.
Por otra parte, la gente que vive en el Este dice que intentaron todo lo que se les pudo ocurrir: negocios, industria, turismo. “Nada funcionó”, lamenta Smári Geirsson, maestro de historia de preparatoria y ex líder de la asociación de 16 miembros de los municipios orientales. Lo que dijo a continuación expresa la esencia misma del desacuerdo: “Creo que la gente que se opone a esto está muy preocupada por la tierra, el reno y las aves; pero nunca quieren discutir las necesidades de la gente. Muchos viven en Reikiavik, y se oponen si aquí movemos una piedra”, agrega, uniendo sus dedos con fuerza como si estuviera sosteniendo una.
“Pero viven entre el concreto y el asfalto. Quieren venir en sus jeeps y admirar las bellezas naturales y a la gente, que debe ser poca y, cuanto más rara, mejor”, prosigue, sacudiendo su cabeza inclinada. El origen de este choque de ideales puede hallarse a principios del siglo XX, cuando Islandia todavía vivía en la pobreza extrema y se escribía poesía romántica sobre el aprovechamiento de las cascadas como el futuro del país. Durante la Segunda Guerra Mundial y después, la ocupación por parte de miles de soldados británicos y luego de estadounidenses provocó una enorme afluencia de capital extranjero y la inversión en algunas barcas para pesca de arrastre, lo que impulsó la economía por un rato. Luego, con el tiempo, las reservas de peces decayeron, la población de arenque casi desapareció e Islandia volvió a sumirse en la pobreza.
Para mediados de los sesenta, según Styrmir Gunnarsson, un hombre con el cabello blanco como la nieve y editor del Morgunbladid, el principal diario de Reikiavik, el país contemplaba otra vez la idea de volverse rico “al usar las cascadas para producir electricidad y también al tener fábricas de aluminio”. Así que la sociedad procuró crear una infraestructura. Organismos gubernamentales, ministerios, departamentos académicos, instituciones financieras, empresas de ingeniería, todos en pos de lo que se consideraba una idea hermosa e importante. Luego, durante los dos últimos decenios, la disposición de Islandia empezó a cambiar. Poco a poco, los ciudadanos y los excursionistas ecológicos de todo el mundo empezaron a aventurarse en zonas vírgenes del interior –continúa– y empezó a arraigarse una conciencia tardía de lo que había allí, “glaciares, arena negra, hermosos ríos azules”. “Conforme la población viaja a esos lugares, todos tienen el mismo sentimiento: no deben cambiarlo, no hay que construir presas ni carreteras. Debe quedarse tal como está”. En medio de ese despertar de conciencia ambiental, la oportunidad con Alcoa fue quizá la última posibilidad de que muchos islandeses cumplieran el sueño industrial que habían albergado durante un siglo. “Sentían que estaban haciendo algo bueno para la nación”, añade Styrmir. Ahora los describen como delincuentes ambientales, están desconcertados. “No entienden”.
EL CIELO SE ESTÁ CAYENDO
Transcurrieron los meses y las protestas aumentaron. Se instaló un campamento y se celebró un concierto de protesta en el que figuró Björk, la delgada cantante de rock y quien actualmente es el producto de exportación más famoso de Islandia. Más de 10 000 personas marcharon por el centro de Reikiavik días antes de la inundación del embalse (el equivalente a más de 10 millones de personas si hubiera sido en Estados Unidos). Además, el reportero más famoso de la isla escandinava, Ómar Ragnarsson, de la televisión estatal, un hombre por completo calvo y prodigiosamente vigoroso a sus 67 años, botó en el embalse una embarcación blanca de fibra de vidrio de seis metros de eslora a la que llamó El Arca, para recolectar muestras de rocas y vegetación perdida conforme lo llenaban de agua a lo largo de los meses y filmar cómo se iba transformando la tierra.
Entre tanto, los críticos atacaban sin parar el plan de negocios de Kárahnjúkar y lo calificaban de locura de diversas maneras. El préstamo de 1 500 millones de dólares, por ejemplo, habría de amortizarse con los ingresos de Alcoa durante los cuatro decenios del contrato. Después de eso, Siggi, el vocero de la compañía eléctrica, predijo que la presa sería “una mina de oro”, una proyección financiera optimista no compartida por los que habían empezado a reconsiderar que durante 40 años no habría un rendimiento directo generado por esa astronómica inversión.
¿Y qué hay de los riesgos geológicos propios de perforar y detonar explosivos para abrir 72 kilómetros de túneles en un país que puede ser considerado en sí como un volcán? Siggi insistió en que, aunque la presa no estaba ubicada en una región sísmica, de todas maneras había sido diseñada para resistir sacudidas fuertes, y comparó todas las medidas de seguridad tomadas con “usar muchos cinturones en los mismos pantalones”.
Pero, ¿afectarían los campos electromagnéticos generados por el tendido eléctrico de alta tensión de 50 kilómetros la salud de la gente? ¿Y la contaminación que había producido la fundidora? Fue inevitable que cada vez más gente empezara a darse cuenta: Todos estaban pagando por ese proyecto y serían responsables si algo salía mal, sin embargo, los beneficios se acumulaban sólo para una región en crisis que contaba con varios miles de personas. Empezó a haber muestras de descontento por el sistema político prevaleciente del “círculo de amigos” y por la percepción del público de que había información oculta acerca de las políticas industriales del país.
“En apariencia tenemos un debate abierto”, afirma Baldur Pórhallsson, catedrático de la Universidad de Islandia especializado en política de las pequeñas sociedades. “Pero, por debajo, algunos políticos tienden a controlar el debate y el programa: llamadas telefónicas, correos electrónicos y cartas con pequeñas amenazas indirectas”. Con pocas oportunidades laborales –e intrigas y relaciones tan complejas entre política, negocios, gobierno y medios de comunicación–, se entiende que decir lo que uno piensa sería un desacierto para las perspectivas personales.
EL PROBLEMA DE ELEGIR
Una noche, ya muy tarde, en una cabaña junto a un lago en lo más profundo de las tierras altas orientales, Ómar, el reportero, lamentaba la más larga lista de circunstancias, mientras a la luz de una vela se identificaba con la gente de la región. “Si en vez de buscar maneras de usar la tierra para la industria pesada, Islandia la hubiera conservado intacta y hubiera trabajado para comercializar en el exterior su belleza inalterada durante 20 años, habríamos ganado más”.
¿Por qué Islandia no se posicionó como un líder mundial en el desarrollo de alternativas de hidrógeno? ¿O por qué no comercializó la que posiblemente sea la democracia parlamentaria más antigua del mundo como una meca para los estudiantes de leyes? ¿O por qué no produjo de manera más emprendedora productos islandeses de marca para el mercado internacional, que sin duda pagaría por esa belleza no contaminada? ¿Qué hay de las posibilidades de un turismo ecológico caro similar, por ejemplo, al de las Islas Galápagos? ¿O sacar provecho del rico patrimonio del país?
En la Casa de la Cultura, por ejemplo, uno puede contemplar manuscritos medievales originales como la Saga de Egil, páginas emborronadas escritas con una cuidadosa caligrafía en vitela. El Codex Regius, que preserva los poemas Edda, también está allí, es la colección más antigua y más importante de poesía que describe a los dioses, los héroes y la mitología antiguos; se dice que ha inspirado a artistas que van desde Wagner hasta Tolkien.
“Pero no hemos vendido eso”, señala Andri Snær Magnason, autor de Dreamland: Self-Help for a Frightened Nation. Su libro ha sido una sorpresa y un éxito de ventas; saca a la luz la falta colectiva de conciencia nacional respecto a la presa y la fundidora; y ha galvanizado el movimiento de conservación del medio ambiente. “Le vendemos a la gente aves de peluche adorables, pero no promovemos una idea profunda de nacionalidad”. Aún más importante, Andri sentía que la sociedad islandesa moderna carecía de un modelo para realizar un diálogo nacional. Por lo tanto, la mayoría de la gente, en vez de tomar decisiones informadas sobre temas como el proyecto de Kárahnjúkar, había apoyado de manera pasiva algo que no entendía, por una combinación de confianza en el sistema, temor a este y flojera intelectual ante problemas complejos e inciertos.
La lucha por el poder
Los habitantes de Islandia se enfrentan a una elección difícil: explotar una riqueza de energía limpia o preservar la pureza del paisaje.
Uno de los principales aspectos para entender a Islandia es lo pequeña que es su población y, por consecuencia, cómo puede ser la vida aquí. La impresión general es que cada habitante de este aislado territorio subártico conoce prácticamente a todos los demás. Imagine un país de 310 000 personas, con la mayoría apiñada en Reikiavik y sus alrededores, una capital europea muy moderna conocida por sus cafés con música en vivo y una vida nocturna llena de alcohol. Allí se concentran los mejores trabajos, y las posibilidades de toparse con algún conocido son tantas que es difícil tener una aventura amorosa y no ser sorprendido, como señalara un comentarista al respecto.
“Somos una sociedad muy cerrada”, comenta el editor de un periódico, un sesentón de lentes y camisa blanca. Luego une sus manos con fuerza, como si fuera un abrazo, o un cerco. La consecuencia de vivir en una pequeña ciudad en una isla en medio de quién sabe dónde es que, en cierto modo, funciona como si fuera un gran clan familiar, con una descendencia directa que se remonta docenas de generaciones hasta los orígenes del mito vikingo (un grupo genético tan puro que maravilla a los biólogos moleculares). “En cuanto uno abre la boca, toda la atención se centra en ti”, señala un observador. Es como vivir en un móvil, tocar cualquier parte de esta estructura articulada podría alterar toda su estabilidad. Así que, aunque Islandia en muchos aspectos sigue siendo una sociedad abierta y transparente, existe una renuencia implícita entre los islandeses cuando se trata de hablar de política y de decisiones gubernamentales; por ejemplo, en temas como la manera en que el país debe actuar para hallar el justo equilibrio entre proteger su medio ambiente y desarrollar su economía.
“EL AHOGAMIENTO”
En el otoño de 2006, este remoto y aislado país vivió un momento decisivo. Un remoto territorio virgen de las tierras altas fue inundado para construir un embalse de 57 kilómetros cuadrados como fuente de energía para una nueva fundidora de aluminio. La presa para el embalse era la más grande de su tipo en Europa, y la tierra se modificaría de manera irreversible: la vegetación de los terrenos altos quedaría sumergida, las cascadas y parte de un espectacular cañón se secarían, el ánsar de pico corto y el reno se verían obligados a buscar otro hábitat. Los ambientalistas de todo el mundo condenaron la inundación como un ataque a una de las últimas áreas naturales intactas de Europa, la llamaron “el ahogamiento”, y los propios islandeses no sabían si se dirigían directamente a un auge económico, a la ruina financiera o al mayor desastre ambiental de la historia europea. Esta moderna saga islandesa de hecho empezó hace millones de años, ya que está arraigada en la tierra misma y en la forma en que la geología excepcional de la isla ha configurado el destino geológico que surge de ella. En primer lugar, el país es en gran medida inhabitable; es un terreno rocoso, azotado por el viento, sin árboles, poco adecuado para lo que sea, excepto criar ovejas. “Inhóspito” viene a la mente. Imponente. Extraño. Trozos colosales de hielo azul que flotan en lagos glaciares ribeteados de fango en ebullición. Escarpadas montañas con formaciones que parecen cabezas humanas. Volcanes, géiseres, glaciares, grietas en la tierra por donde escapan gases y extensas zonas cubiertas por lava solidificada que trazó escabrosos paisajes visitados por los astronautas en los sesenta para que se hicieran una idea de lo que tendrían que enfrentar en la Luna.
Aquí es donde entra el destino geológico. Da la casualidad de que Islandia está exactamente en la parte superior de la intersección de dos placas tectónicas de la Tierra, uniendo un límite volcánico llamado la Cordillera del Atlántico Medio. Por consiguiente, una tercera parte de toda la lava que ha arrojado la Tierra en los últimos 500 años ha brotado en este lugar y, como hay muchos manantiales naturales de agua caliente, casi todas las casas y edificios tienen calefacción geotérmica. En la superficie, mientras tanto, descansan gigantescos glaciares y los abundantes ríos que manan de ellos. Esta combinación de temperaturas, de agitada actividad bajo la superficie y los fuertes ríos sobre esta, convierten a Islandia en una de las fuentes de energía geotérmica e hidroeléctrica más concentrada sobre la Tierra; son energías ecológicas, renovables, no contaminantes que el mercado mundial exige cada vez más.
Lo asombroso de este fenómeno es que muy poca de esa energía se ha explotado porque está encallada en medio de una remota isla entre Europa continental y Groenlandia. Desde los sesenta, el gobierno de Islandia ha tratado de atraer industria pesada prometiendo una electricidad de bajo costo, sin trámites burocráticos y mínimas repercusiones ambientales. Pero, salvo por dos pequeñas fundidoras y una planta de ferrosilicio, convencer a las compañías de invertir en ese país ha sido un esquema difícil de comercializar. La fuerza laboral es muy pequeña, con salarios altos y es probable que tenga una preparación académica excesiva. Además, hay que considerar lo remoto del lugar, los prolongados y oscuros inviernos y el clima inhóspito. Sólo una industria que requiera el máximo uso de energía y que pueda obtener una tarifa sumamente atractiva durante un periodo prolongado hallaría rentable montar una planta de producción hasta Islandia. La industria idónea resultó ser la del aluminio. Y así fue como la industria y la isla estuvieron predestinadas a reunirse, para preocupación de los ambientalistas que quieren salvar esta tierra singular e ilusión de los industriales que quieren usar parte de esos recursos naturales, tras vivir siglos entre ellos, para producir algo finalmente.
“TENEMOS QUE VIVIR”
Quizá en otra parte del mundo se hable de Islandia, de manera algo intensa, como el último territorio salvaje totalmente virgen de Europa. Pero la conciencia ecológica que se está apoderando del planeta no ha afectado a la mayoría de los islandeses. No hay duda de que estuvieron unidos a su tierra. Pero la verdad es que en cuanto uno se aleja de los caminos principales y de las zonas pobladas en las áreas costeras bajas donde vive todo el mundo, hay pocas carreteras y están en malas condiciones, así que las maravillas naturales de Islandia son inalcanzables y desconocidas incluso para sus propios habitantes. Para ellos, la tierra siempre ha estado ahí; es algo con lo que se debe lidiar y, de ser posible, explotarlo.
Cuando se presentó la oportunidad de que la empresa eléctrica nacional suscribiera un contrato de 40 años con Alcoa en 2003, una compañía estadounidense productora de aluminio, para proveer de energía hidroeléctrica a una nueva fundidora, quienes durante decenios habían defendido esa idea aprovecharon ansiosamente esa posibilidad de desarrollo industrial y nunca lamentaron su decisión. Quizá en este momento Islandia sea uno de los países más ricos del mundo, con una población alfabetizada de 99 % y una elevada esperanza de vida. Pero los recuerdos y el sentido histórico de los defensores del proyecto, algunos de ellos ya entrados en años, adoptan una perspectiva más amplia del pasado de Islandia que abarca todas las penurias, la pobreza y la colonización de Dinamarca, que oficialmente terminó apenas en 1944, y cuya impronta psicológica sigue relativamente fresca. Durante lo que parecería una eternidad, la vida en este lugar ha significado poco más que una casucha de tierra, oscuridad todo el invierno, frío, ninguna esperanza, niños que mueren a diestra y siniestra, terremotos, plagas, hambre, erupciones volcánicas que destruyen toda la vegetación, el ganado y cualquier espíritu, condiciones que, en las regiones distantes, siguen existiendo.
Aparentemente, el proyecto de Alcoa tenía la intención de rescatar una de esas moribundas regiones, el remoto y poco poblado Este, donde la forma de vida se ha deteriorado de manera ininterrumpida hasta el punto de la desesperación y el desaliento. Después de que se impusieran las cuotas de pesca a principios de los ochenta para proteger las reservas de peces, muchos propietarios de barcos vendieron o regalaron sus derechos de pesca, los cuales terminaron principalmente en manos de unas cuantas empresas, y los pequeños pescadores prácticamente fueron borrados del panorama. Los adelantos tecnológicos disminuyeron aún más los trabajos que anteriormente eran hechos por manos humanas; la gente empezó a ver que todo por lo que habían trabajado durante su vida entera no valía la pena, y sus hijos se iban en busca de otros horizontes. Con la antigua forma de vida condenada, los proyectos de plantas de aluminio como este han llegado a ser considerados, prudentemente o no, como una última oportunidad: “fundidora o muerte”.
El contrato con Alcoa aportaría a la región capital extranjero, un estimado de 400 empleos y el arranque de industrias de servicios derivadas de la fundidora o relacionadas con ella. También era una manera de que Islandia desarrollara conocimientos especializados que posiblemente podría vender al resto del mundo; diversificar una economía históricamente dependiente de la pesca y, en una muestra de sentido práctico digna de admiración, quizá hasta proteger a todo el país de una vez por todas contra lo imprevisible de la vida misma. “Tenemos que vivir”, afirma Halldór Ásgrímsson con voz triste y sonora. Halldór, ex primer ministro y miembro de toda la vida del parlamento de la región, fue la fuerza motriz detrás del proyecto. “Tenemos derecho a vivir.”
EL PEQUEÑO PAÍS QUE FUE CAPAZ
Al principio, la mayoría de los habitantes parecía respaldar el proyecto de la presa y de la fundidora que salvaría el Este; sería bueno, progresista y moderno para Islandia. Según los islandeses, su país es el mejor sobre la Tierra, al igual que todo lo islandés. Se enorgullecen de las sagas, los cautivadores e intrincados relatos medievales de los antiguos nórdicos y de la sociedad islandesa que generalmente están considerados entre la literatura más brillante de la Edad Media; de un premio Nobel de literatura (Halldór Laxness, en 1955); de tres ganadoras del concurso de belleza Miss Mundo; de cuatro alpinistas que han escalado el Everest; del parlamento existente más antiguo; de la primera mujer elegida democráticamente para presidenta, Vigdís Finnbogadóttir, quien ejerció el cargo durante 16 años hasta que decidió jubilarse.
Volviendo a nuestra historia, la empresa eléctrica nacional gastaba 1 500 millones de dólares en la infraestructura hidroeléctrica del proyecto para la presa y la fundidora; la mayor parte de esos fondos provenía de préstamos otorgados por bancos internacionales. Fue la inversión más importante en construcción que la pequeña Islandia hubiese emprendido y que probablemente haga. La energía que se esperaba generar anualmente (4 600 gigavatios-hora) era aproximadamente la mitad de lo que entonces consumía el país, y la magnitud del proyecto era apasionante: una compleja red de presas, centrales eléctricas, cables de alta tensión y túneles, e incluso una presa de roca y grava de 198 metros de altura.
Todo eso para dar servicio a la única fundidora de aluminio que se construía al otro lado del país, en el extremo opuesto a Reikiavik en el fiordo oriental Reydarfjödur. Hay una montaña común y corriente en ese lugar llamada Kárahnjúkar, y de ahí tomaron el nombre para lo que estaban haciendo: el Proyecto Hidroeléctrico de Kárahnjúkar.
Conforme avanzaba el proyecto, poco a poco se hizo evidente que Kárahnjúkar era más grande de lo que cualquiera hubiera imaginado. Incluso Jóhann Kröyer, director del proyecto para las presas y los túneles, lo comentó mientras almorzaba en el comedor del sitio de trabajo: “Creo que tal vez la gente no se da cuenta de lo colosal de este proyecto”. Pero conforme pasaban los meses, una minoría importante y cada vez mayor sí se percató, y surgió una especie de contienda familiar nacional, aparentemente forjada en torno a las consecuencias irreversibles que causaría en la tierra la gigantesca presa, la obstrucción de dos ríos glaciares y la inundación del territorio virgen de las tierras altas para formar el embalse. Islandia había obtenido una exención de los topes de contaminación del Protocolo de Kyoto, que expiraría en 2012, lo que agregaba un factor de apremio, ya que había futuras fundidoras y ampliaciones en etapa de planeación. ¿Tomaría el gobierno uno de los países con las condiciones ecológicas más puras del planeta y lo ofrecería como basurero a la industria pesada? ¿Era eso lo que realmente quería la gente? Incluso, ¿entendían lo que significaba?
DIFERENCIAS PLANETARIAS
Kárahnjúkar provocó lo que uno de los participantes describió como la guerra fría de Islandia. Por ejemplo, un importante partidario de la conservación de los recursos naturales me dijo que, cuando camina por un río, ve un acto divino, pero cuando lo hacen los constructores de presas, “empiezan a contar los kilovatios-hora”.
El principal hombre de Alcoa en este lugar, Tómas Már Sigurdsson, un islandés titulado en ingeniería ambiental que se considera a sí mismo como ambientalista, era optimista e idealista. La misión de Alcoa, dijo, era ser un buen vecino de la comunidad, mientras creaba la fundidora más eficiente, segura y respetuosa de la ecología del planeta, al reciclar materiales y usar las tecnologías más modernas para reducir al mínimo los desechos y controlar los gases de dióxido de azufre. Es decir, los derivados que se producen al extraer el aluminio de la alúmina, un polvo blanco refinado procedente de la bauxita.
Parecía estar especialmente entusiasmado por lo que Alcoa denomina la Iniciativa de Sustentabilidad, según la cual los representantes de diversos grupos de interés (empresas, gobierno, la compañía eléctrica, la comunidad, la iglesia, el medio ambiente) conciben normas de mutuo acuerdo para que esta empresa se haga responsable a lo largo del tiempo: ¿Elevó Alcoa el nivel de vida de la región? ¿Proporcionó los tipos de trabajo que dijo? ¿Trató al medio ambiente tal como lo prometió? La Iniciativa de Sustentabilidad había entrado en vigor en la nueva fundidora en Reydarfjördur.
“No sólo estamos construyendo una fábrica que producirá metal –prosiguió Tómas, un hombre de rostro infantil, calvo y con buena condición física, rubicundo y una actitud franca y formal–. Es un nivel muy distinto”. Al oír eso, los jóvenes e idealistas defensores de la ecología alzaban los ojos al cielo en señal de incredulidad. Rechazan propuestas como la Iniciativa de Sustentabilidad por considerarlas poco más que una mentira capitalista diseñada para manipular y convencer a una población ingenua; lo llaman “pintarse de verde”. Por esa razón, en una manifestación de protesta muy publicitada, un grupo de esos idealistas arrojó cubetas de skyr, un producto lácteo, pintado de verde en una reunión de industriales del aluminio (en la que participaba Tómas, el representante de Alcoa), quienes, al no percatarse en ese momento de lo que se trataba, comprensiblemente se asustaron. “¡Intentaban decir que las fundidoras de aluminio eran respetuosas de la ecología!”, señala Arna Ösp Magnúsardóttir –una organizadora local de la manifestación arrestada ese día–, mientras se sienta en un café en una acera de Reikiavik; viste mallas negras y un blusón de satén rosa.
Admite que realmente no pensó que el skyr fuera a detener el proyecto de Kárahnjúkar. “Lo que me importa es detener los que vengan en el futuro y dificultarles los negocios lo suficiente para que sepan que no se saldrán con la suya de nuevo con tanta facilidad”. Los críticos de Kárahnjúkar sostienen que no hay duda de que pudo haberse hecho algo diferente para beneficiar el este de la isla sin que eso fuera tan nocivo para la tierra. Construir proyectos de la escala de Kárahnjúkar para resolver problemas fue, como dijo alguien, “como tomar a un niño con el corazón roto y someterlo a una compleja operación cardiaca”.
Por otra parte, la gente que vive en el Este dice que intentaron todo lo que se les pudo ocurrir: negocios, industria, turismo. “Nada funcionó”, lamenta Smári Geirsson, maestro de historia de preparatoria y ex líder de la asociación de 16 miembros de los municipios orientales. Lo que dijo a continuación expresa la esencia misma del desacuerdo: “Creo que la gente que se opone a esto está muy preocupada por la tierra, el reno y las aves; pero nunca quieren discutir las necesidades de la gente. Muchos viven en Reikiavik, y se oponen si aquí movemos una piedra”, agrega, uniendo sus dedos con fuerza como si estuviera sosteniendo una.
“Pero viven entre el concreto y el asfalto. Quieren venir en sus jeeps y admirar las bellezas naturales y a la gente, que debe ser poca y, cuanto más rara, mejor”, prosigue, sacudiendo su cabeza inclinada. El origen de este choque de ideales puede hallarse a principios del siglo XX, cuando Islandia todavía vivía en la pobreza extrema y se escribía poesía romántica sobre el aprovechamiento de las cascadas como el futuro del país. Durante la Segunda Guerra Mundial y después, la ocupación por parte de miles de soldados británicos y luego de estadounidenses provocó una enorme afluencia de capital extranjero y la inversión en algunas barcas para pesca de arrastre, lo que impulsó la economía por un rato. Luego, con el tiempo, las reservas de peces decayeron, la población de arenque casi desapareció e Islandia volvió a sumirse en la pobreza.
Para mediados de los sesenta, según Styrmir Gunnarsson, un hombre con el cabello blanco como la nieve y editor del Morgunbladid, el principal diario de Reikiavik, el país contemplaba otra vez la idea de volverse rico “al usar las cascadas para producir electricidad y también al tener fábricas de aluminio”. Así que la sociedad procuró crear una infraestructura. Organismos gubernamentales, ministerios, departamentos académicos, instituciones financieras, empresas de ingeniería, todos en pos de lo que se consideraba una idea hermosa e importante. Luego, durante los dos últimos decenios, la disposición de Islandia empezó a cambiar. Poco a poco, los ciudadanos y los excursionistas ecológicos de todo el mundo empezaron a aventurarse en zonas vírgenes del interior –continúa– y empezó a arraigarse una conciencia tardía de lo que había allí, “glaciares, arena negra, hermosos ríos azules”. “Conforme la población viaja a esos lugares, todos tienen el mismo sentimiento: no deben cambiarlo, no hay que construir presas ni carreteras. Debe quedarse tal como está”. En medio de ese despertar de conciencia ambiental, la oportunidad con Alcoa fue quizá la última posibilidad de que muchos islandeses cumplieran el sueño industrial que habían albergado durante un siglo. “Sentían que estaban haciendo algo bueno para la nación”, añade Styrmir. Ahora los describen como delincuentes ambientales, están desconcertados. “No entienden”.
EL CIELO SE ESTÁ CAYENDO
Transcurrieron los meses y las protestas aumentaron. Se instaló un campamento y se celebró un concierto de protesta en el que figuró Björk, la delgada cantante de rock y quien actualmente es el producto de exportación más famoso de Islandia. Más de 10 000 personas marcharon por el centro de Reikiavik días antes de la inundación del embalse (el equivalente a más de 10 millones de personas si hubiera sido en Estados Unidos). Además, el reportero más famoso de la isla escandinava, Ómar Ragnarsson, de la televisión estatal, un hombre por completo calvo y prodigiosamente vigoroso a sus 67 años, botó en el embalse una embarcación blanca de fibra de vidrio de seis metros de eslora a la que llamó El Arca, para recolectar muestras de rocas y vegetación perdida conforme lo llenaban de agua a lo largo de los meses y filmar cómo se iba transformando la tierra.
Entre tanto, los críticos atacaban sin parar el plan de negocios de Kárahnjúkar y lo calificaban de locura de diversas maneras. El préstamo de 1 500 millones de dólares, por ejemplo, habría de amortizarse con los ingresos de Alcoa durante los cuatro decenios del contrato. Después de eso, Siggi, el vocero de la compañía eléctrica, predijo que la presa sería “una mina de oro”, una proyección financiera optimista no compartida por los que habían empezado a reconsiderar que durante 40 años no habría un rendimiento directo generado por esa astronómica inversión.
¿Y qué hay de los riesgos geológicos propios de perforar y detonar explosivos para abrir 72 kilómetros de túneles en un país que puede ser considerado en sí como un volcán? Siggi insistió en que, aunque la presa no estaba ubicada en una región sísmica, de todas maneras había sido diseñada para resistir sacudidas fuertes, y comparó todas las medidas de seguridad tomadas con “usar muchos cinturones en los mismos pantalones”.
Pero, ¿afectarían los campos electromagnéticos generados por el tendido eléctrico de alta tensión de 50 kilómetros la salud de la gente? ¿Y la contaminación que había producido la fundidora? Fue inevitable que cada vez más gente empezara a darse cuenta: Todos estaban pagando por ese proyecto y serían responsables si algo salía mal, sin embargo, los beneficios se acumulaban sólo para una región en crisis que contaba con varios miles de personas. Empezó a haber muestras de descontento por el sistema político prevaleciente del “círculo de amigos” y por la percepción del público de que había información oculta acerca de las políticas industriales del país.
“En apariencia tenemos un debate abierto”, afirma Baldur Pórhallsson, catedrático de la Universidad de Islandia especializado en política de las pequeñas sociedades. “Pero, por debajo, algunos políticos tienden a controlar el debate y el programa: llamadas telefónicas, correos electrónicos y cartas con pequeñas amenazas indirectas”. Con pocas oportunidades laborales –e intrigas y relaciones tan complejas entre política, negocios, gobierno y medios de comunicación–, se entiende que decir lo que uno piensa sería un desacierto para las perspectivas personales.
EL PROBLEMA DE ELEGIR
Una noche, ya muy tarde, en una cabaña junto a un lago en lo más profundo de las tierras altas orientales, Ómar, el reportero, lamentaba la más larga lista de circunstancias, mientras a la luz de una vela se identificaba con la gente de la región. “Si en vez de buscar maneras de usar la tierra para la industria pesada, Islandia la hubiera conservado intacta y hubiera trabajado para comercializar en el exterior su belleza inalterada durante 20 años, habríamos ganado más”.
¿Por qué Islandia no se posicionó como un líder mundial en el desarrollo de alternativas de hidrógeno? ¿O por qué no comercializó la que posiblemente sea la democracia parlamentaria más antigua del mundo como una meca para los estudiantes de leyes? ¿O por qué no produjo de manera más emprendedora productos islandeses de marca para el mercado internacional, que sin duda pagaría por esa belleza no contaminada? ¿Qué hay de las posibilidades de un turismo ecológico caro similar, por ejemplo, al de las Islas Galápagos? ¿O sacar provecho del rico patrimonio del país?
En la Casa de la Cultura, por ejemplo, uno puede contemplar manuscritos medievales originales como la Saga de Egil, páginas emborronadas escritas con una cuidadosa caligrafía en vitela. El Codex Regius, que preserva los poemas Edda, también está allí, es la colección más antigua y más importante de poesía que describe a los dioses, los héroes y la mitología antiguos; se dice que ha inspirado a artistas que van desde Wagner hasta Tolkien.
“Pero no hemos vendido eso”, señala Andri Snær Magnason, autor de Dreamland: Self-Help for a Frightened Nation. Su libro ha sido una sorpresa y un éxito de ventas; saca a la luz la falta colectiva de conciencia nacional respecto a la presa y la fundidora; y ha galvanizado el movimiento de conservación del medio ambiente. “Le vendemos a la gente aves de peluche adorables, pero no promovemos una idea profunda de nacionalidad”. Aún más importante, Andri sentía que la sociedad islandesa moderna carecía de un modelo para realizar un diálogo nacional. Por lo tanto, la mayoría de la gente, en vez de tomar decisiones informadas sobre temas como el proyecto de Kárahnjúkar, había apoyado de manera pasiva algo que no entendía, por una combinación de confianza en el sistema, temor a este y flojera intelectual ante problemas complejos e inciertos.
Aquí estaba Islandia (o al menos Reikiavik), prosigue Andri, “en su mejor momento de crecimiento y progreso económicos”, gracias a dos industrias, la farmacéutica y la técnica, la privatización de la banca y una liberalización general del sector financiero efectuada en los últimos 20 años. En esa coyuntura, añade, el problema debe ser “de elección”; no de fundidora o muerte. Así que, ahí estaban todos, una gran familia desdichada. Los ambientalistas trataban de salvar a Islandia. Los industriales también. Todos trataban de salvar a Islandia. “Una guerra civil mental”, la denominó alguien. Una guerra de sueños.
¿LIBERTAD A QUÉ PRECIO?
Poco tiempo después de la inundación, en lo que parecía un reconocimiento práctico de las demandas de la creciente presión ecologista, el gobierno decidió establecer un enorme parque nacional muy esperado en un área totalmente virgen del glaciar Vatnajökull y sus alrededores, contiguo a Kárahnjúkar, que quizá abarque unos 12 950 kilómetros cuadrados.
El parque fue una victoria muy importante, quizá la primera de muchas. Era esperado por dirigentes ecologistas como Árni Finnsson, director de la Asociación para la Conservación de la Naturaleza de Islandia. Estaba eufórico por el parque y también por el creciente peso político que había alcanzado el movimiento. Surgió un nuevo partido ecologista, presidido por Ómar, llamado Movimiento de Islandia y, aunque en las elecciones de mayo pasado no logró reunir el 5 % mínimo de los votos exigidos por la ley para ganar escaños en el parlamento (obtuvo 3.3 %) y su futuro era poco claro, el panorama político parecía estar cambiando. Los ecologistas ya eran una fuerza política en el debate, los problemas ambientales ocupaban un lugar más preponderante en la agenda pública, y todos los partidos de Islandia tendrían que tomarlos en cuenta.
En cuanto a la industria del aluminio, la situación en el pasado otoño era la siguiente: la fundidora había arrancado en la planta de Alcoa de Reydarfjördur con la producción máxima esperada, 344 000 toneladas métricas anuales, la compañía planeaba instalar otra fundidora que usara energía geotérmica, en la ciudad noreste de Húsavík y se esperaba que Century Aluminum construyera una segunda fundidora este año cerca del aeropuerto, a las afueras de Reikiavik (aunque por un escaso margen la gente de Hafnarfjördur rechazó por mayoría de votos la propuesta de Alcan para ampliar la fundidora existente en ese lugar). Así que, por ahora, Islandia se encuentra en un estado que solamente puede describirse como esquizofrénico.
“La pregunta durante los próximos años es –dice Styrmir, el editor del periódico– ¿podemos conciliar a los que siguen inspirados por la idea de que Islandia se vuelva rica usando la tierra para generar energía y la gente que lucha contra cualquier cambio medioambiental? ¿Podemos usar la energía geotérmica mejor a como se ha hecho en el pasado, con horribles ductos exteriores que transportan vapor y se extienden por todo el paisaje en una y otra dirección?
La industria nacional de producción de energía investiga (apoyada en parte por Alcoa) una nueva tecnología de perforación profunda que podría generar más energía con menos perforaciones y ductos al descubierto. Los experimentos implican perforar cinco kilómetros hacia abajo en lugar de los dos habituales, informa Siggi, el vocero de Landsvirkjun, para aprovechar “la temperatura más alta y la mayor presión y, por consiguiente, obtener hasta 10 veces más energía por perforación”. Pero los resultados están muy lejos.
“No es fácil manipular un líquido caliente de ese tipo, así que hay muchos obstáculos técnicos”. Al mismo tiempo, también se desarrolla el uso de tecnología geotérmica convencional, principalmente para suministrar energía a las plantas de aluminio del suroeste y del noreste, lo cual ha sido cuestionado por los ambientalistas. “La mayor parte sigue en fase de estudio”, añade Siggi; al respecto, Ómar comentó: “Lo llaman investigación, pero para esa investigación han llevado a ese lugar máquinas excavadoras, han hecho carreteras y destruido la zona”. Así que la guerra fría continúa cansinamente, con la energía geotérmica como el próximo campo de batalla ambiental.
Para Islandia y para cualquier país que busca a tientas el equilibrio entre proteger su medio ambiente y desarrollar su economía, el desafío es el siguiente: ¿Cómo se modifica la infraestructura de una sociedad –cómo se supera la inercia y se deja tiempo para que se generen otras alternativas–, mientras la vida y la subsistencia de la gente están en juego? ¿Cómo se desarrollan industrias respetuosas con el medio ambiente que también sean lucrativas, haciendo de ese modo que la conservación sea tanto rentable como virtuosa?
“Creo que Kárahnjúkar es el principio de una nueva era –afirma un hombre que filma un documental sobre el proyecto–. Una oportunidad para la transformación”.
1 comentario:
Para Jaime: qué hermosa carta es ésta que has escrito para nosotros, analfabetos de Islandia, de su originalidad en este mundo cada vez menos original. Lo mío es la poesía pero lo tuyo es un canto; un abrazo a los islandeses y para ti cariños de xavier
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