Por José María Ridao (EL PAÍS, 20/03/08):
La última escalada de violencia en la franja de Gaza no ha dado lugar a reacciones políticas ni intelectuales a la altura de lo que está sucediendo. El centenar largo de víctimas mortales que han provocado las acciones de palestinos e israelíes, en una proporción de al menos 10 a una desfavorable a los primeros, se ha integrado sin dificultad en la macabra rutina de Oriente Próximo, una zona de la que ya nadie parece esperar otra cosa que una ración cotidiana de cadáveres y hogares destruidos. En esta ocasión, sin embargo, el balance fúnebre arroja cifras que deberían haber golpeado las conciencias: no sólo la práctica totalidad de las víctimas son civiles, sino que, además, un alto porcentaje de ellas eran niños de corta edad.
La brutalidad con la que se desarrolla el conflicto queda cabalmente resumida en las declaraciones de un miembro del Gobierno israelí, quien anunció un holocausto entre los habitantes de Gaza en respuesta a los misiles lanzados por Hamás. Baste recordar que hace apenas unos años José Saramago fue objeto de duros reproches por comparar la situación de los palestinos en los territorios ocupados con la de los judíos bajo el nazismo. Las declaraciones del ministro israelí no hacen buenas las del premio Nobel; sencillamente demuestran que la capacidad de reacción se ha embotado. Con el agravante de que el premio Nobel se limitaba a establecer un discutible paralelismo histórico mientras que, en el otro caso, se trata de una aterradora amenaza.
La victoria de Hamás en las últimas elecciones celebradas en los territorios ocupados, así como el golpe de Estado recíproco entre Abbas y Haniye que ha provocado una segunda partición de Palestina, de tantas consecuencias como la acordada por Naciones Unidas en 1947, ha tenido efectos que desbordan la estricta dimensión política del conflicto. Puesto que Hamás está incluido en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea y, por otra parte, llegó al poder mediante una victoria electoral, la actuación israelí y de gran parte de la comunidad internacional parece apoyarse en un sobrentendido monstruoso: los castigos contra Gaza son colectivos porque, según se viene a insinuar, en Gaza nadie es inocente. Si esta ecuación se consolida, y nada indica que no se esté consolidando cuando se asiste, en riguroso silencio, al férreo embargo israelí que dura desde hace meses, el conflicto de Oriente Próximo se habrá instalado en una lógica que sólo lleva a la expulsión, sino a la aniquilación o al exterminio. La defensa de los derechos más elementales de una población civil como la de Gaza no puede quedar en suspenso en razón de lo que esa población haya votado en unas elecciones democráticas; se trata, por el contrario, de una defensa para la que no cabe excepción, y que vale lo mismo para condenar el lanzamiento de misiles por parte de Hamás contra las ciudades israelíes fronterizas que para reprobar las incursiones israelíes en las ciudades palestinas. La cuestión de principio no se ve afectada por la eficacia mortífera de uno y otro contendiente.
La grave responsabilidad contraída por Abbas y Haniye al haber propiciado la separación política entre Gaza y Cisjordania es sólo comparable a la que, por miope ventajismo, han asumido los patrocinadores de Annapolis. La expresión “proceso de paz” se ha convertido con los años en la manera corriente de nombrar una de las guerras más desiguales que ha conocido el siglo XX, y que lleva visos de ocupar parte del XXI. En resumidas cuentas, Annapolis no tuvo más resultado que el de seguir alimentando el espantajo del “proceso de paz” para no enfrentarse a la realidad de una guerra librada entre un poderoso ejército ocupante y un enjambre de organizaciones provistas de armas azarosas, en la que la población civil desempeña el trágico papel de campo de batalla. Los patrocinadores de Annapolis sabían de antemano que la alfombra roja extendida a los pies de Abbas se traduciría, de inmediato, en insoportable sufrimiento para la población de Gaza, pero no tuvieron la lucidez o los escrúpulos suficientes para no adentrarse por ese tortuoso camino. Pretendían reforzar a Abbas y debilitar a Haniye, pero no fueron capaces de prever que el acoso a Haniye invalidaría la interlocución de Abbas, como se ha visto con ocasión de esta nueva escalada de violencia. Y puede que aún no se haya tocado el fondo: de persistir el ensañamiento con la población civil de Gaza, sus atroces privaciones, sus escalofriantes dosis de muerte y destrucción, acabarán volviéndose contra el frágil poder de Abbas. En realidad, su permanencia al frente de una Autoridad mermada depende de lo que quiera Israel.
La segunda partición de Palestina ha concedido un renovado aliento a las doctrinas que sueñan con una transferencia de los territorios ocupados, o de una parte de ellos, a los países árabes colindantes, cerrando el paso a la solución de los dos Estados. Al margen de las ingentes dificultades para avanzar por esta vía, su eventual puesta en práctica sólo significaría exportar a toda la región la inestabilidad que padecen los palestinos. Al menos en ese punto Annapolis no incurrió en el que, tal vez, hubiera sido el más irreparable de los errores: reafirmó la solución de los dos Estados, aunque fijó una estrategia inviable para llegar al objetivo. Una estrategia que, además, puede propiciar la liquidación de uno de los pocos elementos del “proceso de paz” que sigue en pie pese a sus reiterados fracasos. A diferencia de lo que ocurría hasta los años noventa, antes de la Conferencia de Madrid y de los Acuerdos de Oslo, los palestinos dispusieron a partir de entonces de un mecanismo democrático para elegir a sus representantes, tanto en la gestión de los asuntos dependientes de la Autoridad como, sobre todo, en el trato con los israelíes.
Cualquier negociación emprendida con éstos venía, así, avalada políticamente por el respaldo de una mayoría, aunque las diversas organizaciones armadas en los territorios ocupados dispusieran de una contundente capacidad para interponer obstáculos, sobre todo si Israel se obstinaba en no identificar y deslindar responsabilidades. Abbas y Haniye han desarticulado ese mecanismo democrático y, por su parte, los patrocinadores de Annapolis han dado carta de naturaleza a la nueva situación de hecho. Del lado israelí, además, se ha jugado con una doble baraja, manteniendo la apariencia de una negociación con Abbas y, al mismo tiempo, prosiguiendo con la colonización.
El principal problema a estas alturas no es sólo que Annapolis resulte inviable para alcanzar la paz o, al menos, un arreglo que limite el horror que se vive en Oriente Próximo. Al suponer que es posible un acuerdo por separado con Abbas, los patrocinadores de Annapolis están abandonando a su suerte a los habitantes de Gaza, están cerrando los ojos a un sufrimiento que nada puede justificar, ni siquiera la quimera de una paz que difícilmente se alcanzará sobre semejantes presupuestos. En estas circunstancias, los contendientes se sienten empujados a reafirmarse en sus respectivos maximalismos, para los que la población civil no cuenta. Aunque será sin duda muy difícil cerrar la fractura que se ha instalado en los territorios ocupados, la prioridad internacional, como también la de los dirigentes israelíes y palestinos a los que la actual espiral de violencia no haya cegado todavía, debería dirigirse a recomponer la unidad, propiciando que Palestina vuelva a estar representada por una sola Autoridad elegida democráticamente.
Cualquier intento de sacar provecho de la división política entre Gaza y Cisjordania está condenado al fracaso. Pero un fracaso que dejará un rastro de horror que pesará como una losa de vergüenza durante mucho tiempo.
La última escalada de violencia en la franja de Gaza no ha dado lugar a reacciones políticas ni intelectuales a la altura de lo que está sucediendo. El centenar largo de víctimas mortales que han provocado las acciones de palestinos e israelíes, en una proporción de al menos 10 a una desfavorable a los primeros, se ha integrado sin dificultad en la macabra rutina de Oriente Próximo, una zona de la que ya nadie parece esperar otra cosa que una ración cotidiana de cadáveres y hogares destruidos. En esta ocasión, sin embargo, el balance fúnebre arroja cifras que deberían haber golpeado las conciencias: no sólo la práctica totalidad de las víctimas son civiles, sino que, además, un alto porcentaje de ellas eran niños de corta edad.
La brutalidad con la que se desarrolla el conflicto queda cabalmente resumida en las declaraciones de un miembro del Gobierno israelí, quien anunció un holocausto entre los habitantes de Gaza en respuesta a los misiles lanzados por Hamás. Baste recordar que hace apenas unos años José Saramago fue objeto de duros reproches por comparar la situación de los palestinos en los territorios ocupados con la de los judíos bajo el nazismo. Las declaraciones del ministro israelí no hacen buenas las del premio Nobel; sencillamente demuestran que la capacidad de reacción se ha embotado. Con el agravante de que el premio Nobel se limitaba a establecer un discutible paralelismo histórico mientras que, en el otro caso, se trata de una aterradora amenaza.
La victoria de Hamás en las últimas elecciones celebradas en los territorios ocupados, así como el golpe de Estado recíproco entre Abbas y Haniye que ha provocado una segunda partición de Palestina, de tantas consecuencias como la acordada por Naciones Unidas en 1947, ha tenido efectos que desbordan la estricta dimensión política del conflicto. Puesto que Hamás está incluido en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos y la Unión Europea y, por otra parte, llegó al poder mediante una victoria electoral, la actuación israelí y de gran parte de la comunidad internacional parece apoyarse en un sobrentendido monstruoso: los castigos contra Gaza son colectivos porque, según se viene a insinuar, en Gaza nadie es inocente. Si esta ecuación se consolida, y nada indica que no se esté consolidando cuando se asiste, en riguroso silencio, al férreo embargo israelí que dura desde hace meses, el conflicto de Oriente Próximo se habrá instalado en una lógica que sólo lleva a la expulsión, sino a la aniquilación o al exterminio. La defensa de los derechos más elementales de una población civil como la de Gaza no puede quedar en suspenso en razón de lo que esa población haya votado en unas elecciones democráticas; se trata, por el contrario, de una defensa para la que no cabe excepción, y que vale lo mismo para condenar el lanzamiento de misiles por parte de Hamás contra las ciudades israelíes fronterizas que para reprobar las incursiones israelíes en las ciudades palestinas. La cuestión de principio no se ve afectada por la eficacia mortífera de uno y otro contendiente.
La grave responsabilidad contraída por Abbas y Haniye al haber propiciado la separación política entre Gaza y Cisjordania es sólo comparable a la que, por miope ventajismo, han asumido los patrocinadores de Annapolis. La expresión “proceso de paz” se ha convertido con los años en la manera corriente de nombrar una de las guerras más desiguales que ha conocido el siglo XX, y que lleva visos de ocupar parte del XXI. En resumidas cuentas, Annapolis no tuvo más resultado que el de seguir alimentando el espantajo del “proceso de paz” para no enfrentarse a la realidad de una guerra librada entre un poderoso ejército ocupante y un enjambre de organizaciones provistas de armas azarosas, en la que la población civil desempeña el trágico papel de campo de batalla. Los patrocinadores de Annapolis sabían de antemano que la alfombra roja extendida a los pies de Abbas se traduciría, de inmediato, en insoportable sufrimiento para la población de Gaza, pero no tuvieron la lucidez o los escrúpulos suficientes para no adentrarse por ese tortuoso camino. Pretendían reforzar a Abbas y debilitar a Haniye, pero no fueron capaces de prever que el acoso a Haniye invalidaría la interlocución de Abbas, como se ha visto con ocasión de esta nueva escalada de violencia. Y puede que aún no se haya tocado el fondo: de persistir el ensañamiento con la población civil de Gaza, sus atroces privaciones, sus escalofriantes dosis de muerte y destrucción, acabarán volviéndose contra el frágil poder de Abbas. En realidad, su permanencia al frente de una Autoridad mermada depende de lo que quiera Israel.
La segunda partición de Palestina ha concedido un renovado aliento a las doctrinas que sueñan con una transferencia de los territorios ocupados, o de una parte de ellos, a los países árabes colindantes, cerrando el paso a la solución de los dos Estados. Al margen de las ingentes dificultades para avanzar por esta vía, su eventual puesta en práctica sólo significaría exportar a toda la región la inestabilidad que padecen los palestinos. Al menos en ese punto Annapolis no incurrió en el que, tal vez, hubiera sido el más irreparable de los errores: reafirmó la solución de los dos Estados, aunque fijó una estrategia inviable para llegar al objetivo. Una estrategia que, además, puede propiciar la liquidación de uno de los pocos elementos del “proceso de paz” que sigue en pie pese a sus reiterados fracasos. A diferencia de lo que ocurría hasta los años noventa, antes de la Conferencia de Madrid y de los Acuerdos de Oslo, los palestinos dispusieron a partir de entonces de un mecanismo democrático para elegir a sus representantes, tanto en la gestión de los asuntos dependientes de la Autoridad como, sobre todo, en el trato con los israelíes.
Cualquier negociación emprendida con éstos venía, así, avalada políticamente por el respaldo de una mayoría, aunque las diversas organizaciones armadas en los territorios ocupados dispusieran de una contundente capacidad para interponer obstáculos, sobre todo si Israel se obstinaba en no identificar y deslindar responsabilidades. Abbas y Haniye han desarticulado ese mecanismo democrático y, por su parte, los patrocinadores de Annapolis han dado carta de naturaleza a la nueva situación de hecho. Del lado israelí, además, se ha jugado con una doble baraja, manteniendo la apariencia de una negociación con Abbas y, al mismo tiempo, prosiguiendo con la colonización.
El principal problema a estas alturas no es sólo que Annapolis resulte inviable para alcanzar la paz o, al menos, un arreglo que limite el horror que se vive en Oriente Próximo. Al suponer que es posible un acuerdo por separado con Abbas, los patrocinadores de Annapolis están abandonando a su suerte a los habitantes de Gaza, están cerrando los ojos a un sufrimiento que nada puede justificar, ni siquiera la quimera de una paz que difícilmente se alcanzará sobre semejantes presupuestos. En estas circunstancias, los contendientes se sienten empujados a reafirmarse en sus respectivos maximalismos, para los que la población civil no cuenta. Aunque será sin duda muy difícil cerrar la fractura que se ha instalado en los territorios ocupados, la prioridad internacional, como también la de los dirigentes israelíes y palestinos a los que la actual espiral de violencia no haya cegado todavía, debería dirigirse a recomponer la unidad, propiciando que Palestina vuelva a estar representada por una sola Autoridad elegida democráticamente.
Cualquier intento de sacar provecho de la división política entre Gaza y Cisjordania está condenado al fracaso. Pero un fracaso que dejará un rastro de horror que pesará como una losa de vergüenza durante mucho tiempo.
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