Por Umberto Eco, semiólogo y escritor italiano. Su última novela publicada es La misteriosa llama de la reina Loana (EL MUNDO, 20/03/08):
Leí a comienzos de marzo en un diario italiano una pequeña nota en la que se comentaba un sondeo, realizado días atrás en el Reino Unido, según el cual la cuarta parte de los ingleses piensa que Winston Churchill es un personaje de ficción. Y lo mismo sucede con Ghandi y con Charles Dickens. Muchos entrevistados (no se precisaba cuántos) habrían colocado, en cambio, entre las personas que realmente existieron a Sherlock Holmes, Robin Hood y Eleanor Rigby.
Como primera reacción ante esta revelación, tendería a no dramatizar. Me interesaría saber, ante todo, a qué franja social pertenece esa cuarta parte de los encuestados que no tiene ideas claras sobre Churchill o sobre Dickens. Si hubiesen entrevistado a los londinenses de los tiempos de este último, a los que se ven en sus incisos sobre las miserias del Londres de Dor o en las escenas de Hogarth, al menos tres cuartas partes de ellos -sucios, embrutecidos y hambrientos-, no habrían sabido quién era Shakespeare.
Tampoco me sorprende que crean que han existido realmente Sherlock Holmes o Robin Hood. Uno porque existe un negocio holmesiano, que, en Londres, hace visitar incluso su supuesto apartamento de Baker Street. Y el otro, porque el personaje que inspiró la leyenda de Robin Hood existió realmente. Lo único que lo hace irreal es que, en los tiempos de la economía feudal, se robaba a los ricos para dárselo a los pobres, mientras tras la llegada de la economía de mercado, se roba a los pobres para dárselo a los ricos.
Por otra parte, también yo, cuando era niño, creía que Búfalo Bill era un personaje imaginario, hasta que mi padre me desveló que no sólo había existido, sino que incluso él lo había visto, una vez que pasó, con su circo, por nuestra ciudad, trayendo el mítico West al Piamonte.
La verdad es que lo que sabemos sobre el pasado, incluso el más próximo, es poco, como se demuestra cada vez que se hacen encuestas a nuestros jóvenes (y no digamos, a los estadounidenses). He leído sondeos en los que algunos creían que Aldo Moro fue un brigadista rojo, De Gasperi, un jefe fascista y Badoglio, un partisano. Algunos dicen: ¿Por qué los quinceañeros tienen que saber quién gobernaba más de cincuenta años antes de que naciesen? Pues yo, incluso en la escuela fascista, sabía, a los 10 años, que el primer ministro en los tiempos de la marcha sobre Roma (20 años antes) era Facta. Y a los 18, sabía quiénes habían sido Rattazzi o Crispi, que pertenecían al siglo anterior.
El hecho es que ha cambiado nuestra relación con el pasado, probablemente incluso en la escuela. Antaño, nos interesábamos mucho por el pasado, porque las noticias sobre el presente eran pocas, dado que los periódicos las contaban todas en ocho páginas.
Con los medios de comunicación de masas, se difunde una inmensa información sobre el presente. Piénsese que, en internet, puede haber noticias sobre millones de cosas que están sucediendo en este mismo momento (incluso sobre las más irrelevantes).
El pasado del que nos hablan los medios de comunicación de masas, como por ejemplo la historia de los emperadores romanos o Ricardo Corazón de León o, incluso, la Primera Guerra mundial, pasa (a través de Hollywood y de las industrias afines) junto al enorme flujo de información sobre el presente, y es muy difícil que un usuario de películas perciba la diferencia temporal entre Espartaco y Ricardo Corazón de León.
De esta forma, se difumina o, en cualquier caso, pierde consistencia la diferencia entre lo imaginario y lo real. Díganme si no, por qué un chaval que está viendo una película en la televisión debe retener que Espartaco ha existido y el Vinicio de Quo vadis, no, que la condesa de Castiglione fue un personaje histórico y Elisa de Rivombrosa, no, que Iván el Terrible fue real y Ming, tirano de Mongo, no, dado lo muchísimo que se asemejan entre sí.
En la cultura estadounidense, esta difuminación del pasado en el presente se vive con total desenvoltura, de tal forma que puede encontrar, incluso a un profesor de Filosofía, que le diga lo irrelevante que es saber qué dijo Descartes sobre nuestro modo de pensar, dado que lo que interesa es lo que están descubriendo hoy las ciencias del conocimiento.
Está olvidando que, si las ciencias del conocimiento han llegado a donde han llegado, es porque ese discurso comenzó con los filósofos del Seiscientos. Pero sobre todo se está renunciando a extraer de la experiencia del pasado una lección para el presente.
Muchos creen que el viejo aforismo de que la historia es maestra de la vida es una banalidad de maestro antiguo, pero está claro que, si Hitler hubiese estudiado con atención la campaña de Rusia de Napoleón, no habría caído en la trampa en la que cayó. Y si Bush hubiese estudiado bien las guerras de los ingleses en Afganistán en el Ochocientos (e incluso la ultimísima guerra de los soviéticos contra los talibanes), habría diseñado de otra forma su campaña afgana.
Puede parecer que entre el imbécil inglés que cree que Churchill fue un personaje imaginario y el Bush que va a Irak convencido de terminar ese asunto en 15 días hay una diferencia abismal, pero no es así. Se trata del mismo fenómeno de ofuscación de la dimensión histórica.
Leí a comienzos de marzo en un diario italiano una pequeña nota en la que se comentaba un sondeo, realizado días atrás en el Reino Unido, según el cual la cuarta parte de los ingleses piensa que Winston Churchill es un personaje de ficción. Y lo mismo sucede con Ghandi y con Charles Dickens. Muchos entrevistados (no se precisaba cuántos) habrían colocado, en cambio, entre las personas que realmente existieron a Sherlock Holmes, Robin Hood y Eleanor Rigby.
Como primera reacción ante esta revelación, tendería a no dramatizar. Me interesaría saber, ante todo, a qué franja social pertenece esa cuarta parte de los encuestados que no tiene ideas claras sobre Churchill o sobre Dickens. Si hubiesen entrevistado a los londinenses de los tiempos de este último, a los que se ven en sus incisos sobre las miserias del Londres de Dor o en las escenas de Hogarth, al menos tres cuartas partes de ellos -sucios, embrutecidos y hambrientos-, no habrían sabido quién era Shakespeare.
Tampoco me sorprende que crean que han existido realmente Sherlock Holmes o Robin Hood. Uno porque existe un negocio holmesiano, que, en Londres, hace visitar incluso su supuesto apartamento de Baker Street. Y el otro, porque el personaje que inspiró la leyenda de Robin Hood existió realmente. Lo único que lo hace irreal es que, en los tiempos de la economía feudal, se robaba a los ricos para dárselo a los pobres, mientras tras la llegada de la economía de mercado, se roba a los pobres para dárselo a los ricos.
Por otra parte, también yo, cuando era niño, creía que Búfalo Bill era un personaje imaginario, hasta que mi padre me desveló que no sólo había existido, sino que incluso él lo había visto, una vez que pasó, con su circo, por nuestra ciudad, trayendo el mítico West al Piamonte.
La verdad es que lo que sabemos sobre el pasado, incluso el más próximo, es poco, como se demuestra cada vez que se hacen encuestas a nuestros jóvenes (y no digamos, a los estadounidenses). He leído sondeos en los que algunos creían que Aldo Moro fue un brigadista rojo, De Gasperi, un jefe fascista y Badoglio, un partisano. Algunos dicen: ¿Por qué los quinceañeros tienen que saber quién gobernaba más de cincuenta años antes de que naciesen? Pues yo, incluso en la escuela fascista, sabía, a los 10 años, que el primer ministro en los tiempos de la marcha sobre Roma (20 años antes) era Facta. Y a los 18, sabía quiénes habían sido Rattazzi o Crispi, que pertenecían al siglo anterior.
El hecho es que ha cambiado nuestra relación con el pasado, probablemente incluso en la escuela. Antaño, nos interesábamos mucho por el pasado, porque las noticias sobre el presente eran pocas, dado que los periódicos las contaban todas en ocho páginas.
Con los medios de comunicación de masas, se difunde una inmensa información sobre el presente. Piénsese que, en internet, puede haber noticias sobre millones de cosas que están sucediendo en este mismo momento (incluso sobre las más irrelevantes).
El pasado del que nos hablan los medios de comunicación de masas, como por ejemplo la historia de los emperadores romanos o Ricardo Corazón de León o, incluso, la Primera Guerra mundial, pasa (a través de Hollywood y de las industrias afines) junto al enorme flujo de información sobre el presente, y es muy difícil que un usuario de películas perciba la diferencia temporal entre Espartaco y Ricardo Corazón de León.
De esta forma, se difumina o, en cualquier caso, pierde consistencia la diferencia entre lo imaginario y lo real. Díganme si no, por qué un chaval que está viendo una película en la televisión debe retener que Espartaco ha existido y el Vinicio de Quo vadis, no, que la condesa de Castiglione fue un personaje histórico y Elisa de Rivombrosa, no, que Iván el Terrible fue real y Ming, tirano de Mongo, no, dado lo muchísimo que se asemejan entre sí.
En la cultura estadounidense, esta difuminación del pasado en el presente se vive con total desenvoltura, de tal forma que puede encontrar, incluso a un profesor de Filosofía, que le diga lo irrelevante que es saber qué dijo Descartes sobre nuestro modo de pensar, dado que lo que interesa es lo que están descubriendo hoy las ciencias del conocimiento.
Está olvidando que, si las ciencias del conocimiento han llegado a donde han llegado, es porque ese discurso comenzó con los filósofos del Seiscientos. Pero sobre todo se está renunciando a extraer de la experiencia del pasado una lección para el presente.
Muchos creen que el viejo aforismo de que la historia es maestra de la vida es una banalidad de maestro antiguo, pero está claro que, si Hitler hubiese estudiado con atención la campaña de Rusia de Napoleón, no habría caído en la trampa en la que cayó. Y si Bush hubiese estudiado bien las guerras de los ingleses en Afganistán en el Ochocientos (e incluso la ultimísima guerra de los soviéticos contra los talibanes), habría diseñado de otra forma su campaña afgana.
Puede parecer que entre el imbécil inglés que cree que Churchill fue un personaje imaginario y el Bush que va a Irak convencido de terminar ese asunto en 15 días hay una diferencia abismal, pero no es así. Se trata del mismo fenómeno de ofuscación de la dimensión histórica.
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