Por John Gray es autor de Black Mass: apocalyptic religion and the death of utopia [Misa negra: la religión apocalíptica y la muerte de la utopía]. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 17/03/08):
Si alguna vez ha habido un ejemplo de cómo la humanidad es incapaz de soportar el exceso de realidad, es el debate actual sobre el cambio climático. Ninguna persona razonable duda ya de que el mundo está calentándose, ni de que ese cambio se debe a las acciones humanas. Aparte de un grupo cada vez menor que rechaza los hallazgos inequívocos de la ciencia, todo el mundo está de acuerdo en que nos enfrentamos a un reto sin precedentes.
A la hora de decidir qué hay que hacer, la mayoría de la gente -incluidos casi todos los ecologistas- rehúye las incomodidades que acompañan al pensamiento realista. Parece que George Bush ya se ha convencido de que la ciencia del clima no es una conspiración de izquierdas para destruir la economía estadounidense. Sin embargo, tanto él como el resto de nuestros dirigentes políticos siguen insistiendo en que el crecimiento no tiene límites. Mientras adoptemos nuevas tecnologías que se suponen inocuas para el medio ambiente -como los biocombustibles-, la expansión económica puede seguir como hasta ahora. En el otro extremo del espectro, los verdes tienen la fe puesta en el crecimiento sostenible y las energías renovables. Las raíces de la crisis ambiental, dicen -y aquí están de acuerdo con Bush-, están en nuestra adicción a los combustibles fósiles. Con que pasemos al viento, las olas y la energía solar, todo irá bien.
Desde el punto de vista político, Bush y los verdes no pueden estar más alejados; ahora bien, en lo que sí están unidos es en su resistencia a la verdad más fundamental en la crisis del medio ambiente, que es que no puede resolverse sin reducir enormemente nuestro impacto sobre la tierra. Esto significa disminuir la producción de gases de efecto invernadero, pero, en este aspecto, las políticas de moda hasta pueden ser contraproducentes. El paso a los biocombustibles, encabezado por Bush pero en marcha también en varias partes del mundo, significa más destrucción de bosques tropicales, que son un importantísimo regulador natural del clima. Reducir las emisiones al tiempo que se destruyen los mecanismos naturales de absorción del planeta no es una solución. Es una receta para el desastre.
Las recetas habituales de los verdes no suelen ser mucho mejores. Muchas energías renovables no son tan eficientes ni tan inocuas como se dice. Unas granjas de molinos de viento antiestéticas e ineficaces no nos van a permitir renunciar a los combustibles fósiles, y la energía hidroeléctrica a gran escala tiene tremendos costes ambientales. Los métodos orgánicos de producción de alimentos pueden tener beneficios significativos en el sentido de que mejoran el bienestar de los animales y reducen los costes de combustible. Ahora bien, no contribuyen a detener la destrucción de la naturaleza que acompaña a la expansión de la agricultura para alimentar a una población humana cada vez más numerosa.
Es decir, las panaceas verdes convencionales no se diferencian tanto de las políticas de Bush. En los dos casos, el resultado no puede ser más que un planeta que habrá perdido su biodiversidad y una humanidad expuesta a un entorno cada vez más hostil. La tecnología, hasta cierto punto, puede sustituir la biosfera destruida, pero, como ocurre con un paciente que vive enchufado a las máquinas, viviremos con los días contados. Un día, la máquina se parará.
La incómoda realidad, que ambos lados del debate ambiental ignoran o niegan, es que un estilo de vida tan necesitado de energía como el que se disfruta en las zonas ricas del mundo no puede ampliarse a una población de 9.000 o 10.000 millones de seres humanos, el nivel previsto en los estudios de la ONU para mediados de siglo. Por lo que respecta a los recursos, los números humanos ya son insostenibles. El calentamiento global es la otra cara de la moneda de la industrialización mundial, y las reservas de gas natural y petróleo que necesita la industria están llegando a su máximo precisamente en un momento en el que su demanda aumenta a toda prisa. Al contrario de lo que dicen los verdes, no existe la menor perspectiva de que el mundo vaya a abandonar el uso de los combustibles fósiles. No hay más que preguntar a cualquier economista competente, y se verá que, por más que se extiendan las energías renovables, es imposible satisfacer la demanda de energía que se genera en China e India. Y, de todas formas, ¿acaso alguien cree que los países que están enriqueciéndose gracias a los hidrocarburos -Rusia, Irán, Venezuela y los Estados del Golfo- van a renunciar a ellos? Mientras exista una demanda suficiente de combustibles fósiles, esos países seguirán extrayéndolos, sean cuales sean las consecuencias para el clima mundial.
La única forma de avanzar es disminuir la necesidad de combustibles fósiles y, al mismo tiempo, dado que es imposible renunciar a ellos por completo, hacer que sean más limpios. Eso significa utilizar sin reparos unas tecnologías que muchos ecologistas ven con pavor supersticioso. La energía nuclear tiene los sabidos problemas de la seguridad y el tratamiento de los residuos, y no es, ni mucho menos, una panacea. Sin embargo, su demonización es típica de las peores ideas fantasiosas de los verdes. Aunque la energía solar tiene posibilidades, no hay un tipo único de energía renovable que pueda sustituir a los combustibles sucios del pasado industrial.
Si rechazamos la opción nuclear acabaremos inevitablemente volviendo al carbón. Existen nuevas tecnologías que pueden hacer que el carbón sea más limpio. Pero ésa no es razón para dar la espalda a la energía nuclear, que ya está prácticamente libre de emisiones. Lo mismo ocurre con las cosechas transgénicas. La ingeniería genética supone un tipo de intervención humana en procesos naturales cuyos riesgos no se conocen aún del todo. Pero su alternativa es seguir adelante con la agricultura de estilo industrial, cuyos efectos destructivos en la biosfera son muy visibles.
Cualquier remedio factible para la crisis del medio ambiente tiene que contar con soluciones de alta tecnología. Si se tienen en cuenta las aspiraciones legítimas de las personas que viven en los países en vías de desarrollo, las estrategias de alta tecnología son las únicas que disponen de alguna posibilidad de reducir la huella humana. Pero también será necesario romper el tabú supremo y afrontar la realidad de las presiones de la población.
Los activistas verdes, los economistas del libre mercado y los fundamentalistas religiosos pueden dar la impresión de no tener mucho en común. No obstante, todos están de acuerdo en que no hay nada que no pueda resolverse con un mejor reparto, un crecimiento más rápido y una transformación de los valores humanos. En realidad, el eternamente impopular Malthus se acercaba bastante a la verdad cuando, a finales del siglo XVIII, afirmó que el crecimiento de la población acabaría por superar a la producción de alimentos. Se suponía que la agricultura industrial iba a acabar con la hambruna. Pero resulta que depende demasiado del petróleo barato, y, con las tierras que están perdiéndose para otros cultivos como consecuencia del paso a los biocombustibles, están volviendo a aparecer los límites a la producción de alimentos.
Más que centrarnos en programas fantasiosos sobre energías renovables, debemos garantizar métodos anticonceptivos y aborto libres y gratuitos en todas partes. Un mundo con menos gente estaría mucho mejor preparado para abordar el cambio climático que el mundo superpoblado al que nos encaminamos.
Todavía merece la pena luchar por un mundo habitable y humano. Pero se necesita pensar con realismo, y ése no es el fuerte del movimiento ecologista. Sería irónico que, por culpa de su hostilidad irracional respecto a las soluciones de alta tecnología, los verdes acabaran siendo una amenaza para el planeta equiparable a la que representa George W. Bush.
Si alguna vez ha habido un ejemplo de cómo la humanidad es incapaz de soportar el exceso de realidad, es el debate actual sobre el cambio climático. Ninguna persona razonable duda ya de que el mundo está calentándose, ni de que ese cambio se debe a las acciones humanas. Aparte de un grupo cada vez menor que rechaza los hallazgos inequívocos de la ciencia, todo el mundo está de acuerdo en que nos enfrentamos a un reto sin precedentes.
A la hora de decidir qué hay que hacer, la mayoría de la gente -incluidos casi todos los ecologistas- rehúye las incomodidades que acompañan al pensamiento realista. Parece que George Bush ya se ha convencido de que la ciencia del clima no es una conspiración de izquierdas para destruir la economía estadounidense. Sin embargo, tanto él como el resto de nuestros dirigentes políticos siguen insistiendo en que el crecimiento no tiene límites. Mientras adoptemos nuevas tecnologías que se suponen inocuas para el medio ambiente -como los biocombustibles-, la expansión económica puede seguir como hasta ahora. En el otro extremo del espectro, los verdes tienen la fe puesta en el crecimiento sostenible y las energías renovables. Las raíces de la crisis ambiental, dicen -y aquí están de acuerdo con Bush-, están en nuestra adicción a los combustibles fósiles. Con que pasemos al viento, las olas y la energía solar, todo irá bien.
Desde el punto de vista político, Bush y los verdes no pueden estar más alejados; ahora bien, en lo que sí están unidos es en su resistencia a la verdad más fundamental en la crisis del medio ambiente, que es que no puede resolverse sin reducir enormemente nuestro impacto sobre la tierra. Esto significa disminuir la producción de gases de efecto invernadero, pero, en este aspecto, las políticas de moda hasta pueden ser contraproducentes. El paso a los biocombustibles, encabezado por Bush pero en marcha también en varias partes del mundo, significa más destrucción de bosques tropicales, que son un importantísimo regulador natural del clima. Reducir las emisiones al tiempo que se destruyen los mecanismos naturales de absorción del planeta no es una solución. Es una receta para el desastre.
Las recetas habituales de los verdes no suelen ser mucho mejores. Muchas energías renovables no son tan eficientes ni tan inocuas como se dice. Unas granjas de molinos de viento antiestéticas e ineficaces no nos van a permitir renunciar a los combustibles fósiles, y la energía hidroeléctrica a gran escala tiene tremendos costes ambientales. Los métodos orgánicos de producción de alimentos pueden tener beneficios significativos en el sentido de que mejoran el bienestar de los animales y reducen los costes de combustible. Ahora bien, no contribuyen a detener la destrucción de la naturaleza que acompaña a la expansión de la agricultura para alimentar a una población humana cada vez más numerosa.
Es decir, las panaceas verdes convencionales no se diferencian tanto de las políticas de Bush. En los dos casos, el resultado no puede ser más que un planeta que habrá perdido su biodiversidad y una humanidad expuesta a un entorno cada vez más hostil. La tecnología, hasta cierto punto, puede sustituir la biosfera destruida, pero, como ocurre con un paciente que vive enchufado a las máquinas, viviremos con los días contados. Un día, la máquina se parará.
La incómoda realidad, que ambos lados del debate ambiental ignoran o niegan, es que un estilo de vida tan necesitado de energía como el que se disfruta en las zonas ricas del mundo no puede ampliarse a una población de 9.000 o 10.000 millones de seres humanos, el nivel previsto en los estudios de la ONU para mediados de siglo. Por lo que respecta a los recursos, los números humanos ya son insostenibles. El calentamiento global es la otra cara de la moneda de la industrialización mundial, y las reservas de gas natural y petróleo que necesita la industria están llegando a su máximo precisamente en un momento en el que su demanda aumenta a toda prisa. Al contrario de lo que dicen los verdes, no existe la menor perspectiva de que el mundo vaya a abandonar el uso de los combustibles fósiles. No hay más que preguntar a cualquier economista competente, y se verá que, por más que se extiendan las energías renovables, es imposible satisfacer la demanda de energía que se genera en China e India. Y, de todas formas, ¿acaso alguien cree que los países que están enriqueciéndose gracias a los hidrocarburos -Rusia, Irán, Venezuela y los Estados del Golfo- van a renunciar a ellos? Mientras exista una demanda suficiente de combustibles fósiles, esos países seguirán extrayéndolos, sean cuales sean las consecuencias para el clima mundial.
La única forma de avanzar es disminuir la necesidad de combustibles fósiles y, al mismo tiempo, dado que es imposible renunciar a ellos por completo, hacer que sean más limpios. Eso significa utilizar sin reparos unas tecnologías que muchos ecologistas ven con pavor supersticioso. La energía nuclear tiene los sabidos problemas de la seguridad y el tratamiento de los residuos, y no es, ni mucho menos, una panacea. Sin embargo, su demonización es típica de las peores ideas fantasiosas de los verdes. Aunque la energía solar tiene posibilidades, no hay un tipo único de energía renovable que pueda sustituir a los combustibles sucios del pasado industrial.
Si rechazamos la opción nuclear acabaremos inevitablemente volviendo al carbón. Existen nuevas tecnologías que pueden hacer que el carbón sea más limpio. Pero ésa no es razón para dar la espalda a la energía nuclear, que ya está prácticamente libre de emisiones. Lo mismo ocurre con las cosechas transgénicas. La ingeniería genética supone un tipo de intervención humana en procesos naturales cuyos riesgos no se conocen aún del todo. Pero su alternativa es seguir adelante con la agricultura de estilo industrial, cuyos efectos destructivos en la biosfera son muy visibles.
Cualquier remedio factible para la crisis del medio ambiente tiene que contar con soluciones de alta tecnología. Si se tienen en cuenta las aspiraciones legítimas de las personas que viven en los países en vías de desarrollo, las estrategias de alta tecnología son las únicas que disponen de alguna posibilidad de reducir la huella humana. Pero también será necesario romper el tabú supremo y afrontar la realidad de las presiones de la población.
Los activistas verdes, los economistas del libre mercado y los fundamentalistas religiosos pueden dar la impresión de no tener mucho en común. No obstante, todos están de acuerdo en que no hay nada que no pueda resolverse con un mejor reparto, un crecimiento más rápido y una transformación de los valores humanos. En realidad, el eternamente impopular Malthus se acercaba bastante a la verdad cuando, a finales del siglo XVIII, afirmó que el crecimiento de la población acabaría por superar a la producción de alimentos. Se suponía que la agricultura industrial iba a acabar con la hambruna. Pero resulta que depende demasiado del petróleo barato, y, con las tierras que están perdiéndose para otros cultivos como consecuencia del paso a los biocombustibles, están volviendo a aparecer los límites a la producción de alimentos.
Más que centrarnos en programas fantasiosos sobre energías renovables, debemos garantizar métodos anticonceptivos y aborto libres y gratuitos en todas partes. Un mundo con menos gente estaría mucho mejor preparado para abordar el cambio climático que el mundo superpoblado al que nos encaminamos.
Todavía merece la pena luchar por un mundo habitable y humano. Pero se necesita pensar con realismo, y ése no es el fuerte del movimiento ecologista. Sería irónico que, por culpa de su hostilidad irracional respecto a las soluciones de alta tecnología, los verdes acabaran siendo una amenaza para el planeta equiparable a la que representa George W. Bush.
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