Por Alberto Manguel, escritor argentino y autor de Historia de la lectura. Su último libro es Breve tratado de la pasión (EL PAÍS, 14/03/08):
Hace ya dos años, la publicación de varias caricaturas del profeta Mahoma en buen número de periódicos (primero en Dinamarca, como una broma, y luego en otros países, como un acto de desafío), provocó la santa ira de ciertos grupos islamistas. Ahora, después del arresto de tres sospechosos acusados de querer asesinar al caricaturista Kurt Westergaard, algunos periódicos daneses han decidido publicar nuevamente esos dibujos para demostrar el derecho esencial a la libertad de la palabra o, en este caso, del icono.
Los matones extremistas han logrado amedrentar hasta al propietario del hotel donde se alojaba Westergaard con su mujer, quienes fueron echados a la calle. Mientras tanto, en Suecia, el autor de otras caricaturas similares, Lars Vilks, ha tenido que dejar su casa en Malmö porque los mismos extremistas han puesto un precio astronómico a su cabeza. Curiosamente, la fe religiosa de estos creyentes, que se supone incólume, parece verse amenazada o comprometida por una mera pincelada o unas pocas palabras torpemente humanas.
Que un acto cruel y violento pueda enfurecer al Creador del Universo (y a su profeta) puede entenderse, ya que a ningún autor (lleve mayúscula o no) le gusta que destruyan o dañen su obra. Matar, torturar, humillar, abusar de otro ser humano es, sin duda alguna, un crimen ante los ojos de Dios, y supongo que los creyentes tienen el derecho a ver el que un diluvio universal no ocurra todos los días como una espléndida prueba de la infinita paciencia divina. Que a seres como Bush y Bin Laden les sea permitido llevar una vida confortable muestra hasta qué punto Dios tiene una tolerancia nada humana hacia sus criaturas.
Pero asegurar, al mismo tiempo, que un chiste, un dibujito, un juego de palabras, pueda ofender a Aquel para quien la eternidad es como un día, me parece la mayor de las blasfemias. Los endebles seres humanos podemos molestarnos si alguien se burla de nosotros, pero seguramente no puede ser así para un ser que imaginamos supremo, incorruptible, omnisciente. Borges arguyó que de los gustos literarios de Dios nada sabemos; es difícil pensar que Alguien que todo lo sabe y cuyo generoso sentido estético lo llevó a inventar desde el poético antílope hasta la burda broma del hipopótamo, destierre de su mesa de noche las obras de Diderot, de Salman Rushdie, de Fernando Vallejo y de Mark Twain. Su profeta enseñó los beneficios de la risa: “Que tu corazón sea ligero en todo momento, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega”.
Las grandes figuras religiosas del pasado, porque eran también seres humanos inteligentes, no carecían de sentido del humor.
Jesús (en la versión de Jerónimo) se burló amistosamente de Pedro con un juego de palabras un poco tonto: “Eres Pedro (Petrus) y sobre esta piedra (petra) levantaré mi iglesia”. Cuando el Buda estaba a punto de cruzar el desierto, los dioses, para protegerlo del sol, le enviaron parasoles de sus múltiples cielos; para no desairar a ninguno, el Buda se multiplicó cortésmente y cada uno de los dioses vio a un Buda que, sonriente, caminaba llevando en alto su regalo. Según el Midrash, le preguntaron a Moisés por qué Dios (para quien no hay misterios) preguntó “Adán ¿dónde estás?” cuando lo buscó en el Jardín después del asunto de la manzana. Moisés contestó: “Para enseñarnos las reglas de urbanidad, porque es mala educación entrar en la casa de alguien sin haberse anunciado”. En el primer tomo del Al-Mustatraf se cuenta que un hombre pobre vino a ver a Mahoma para pedirle un camello para viajar a La Meca. “Te daré una cría de camello”, dijo Mahoma. “¡Pero una cría de camello no aguantará mi peso!”, se quejó el hombre. “Tú pediste un camello”, le respondió Mahoma. “¿Acaso no sabes que todo camello es necesariamente la cría de otro camello?”.
La palabra “blasfemia” viene del griego y quiere decir “ofender a alguien”. En la mitología griega, la condición de blasfemia depende de la sensibilidad del dios blasfemado. Atenea castiga a la joven Aracne convirtiéndola en araña porque ésta se había ufanado de ser mejor tejedora que la diosa. Para la Iglesia católica de la Edad Media, la noción de blasfemia se confunde con la de herejía, sólo que, por un delicioso intríngulis burocrático, musulmanes y judíos no podían ser acusados de herejía porque no podían ser considerados creyentes. Se los podía, sin embargo, acusar de insultar a Dios y todos sus santos, y no sólo a través de palabras y acciones (diciendo, por ejemplo, que la suerte y no Dios rige nuestras vidas), sino también a través del pensamiento, lo que se llamaba “blasfemar con el corazón”. Un edicto del año 538, firmado por el emperador Justiniano, declaraba que el castigo por blasfemar era la muerte, pero la sentencia fue raramente ejecutada.
En numerosos países, la noción de blasfemia tiene carácter jurídico: en los Estados Unidos, por ejemplo, gracias a la ley prohibiendo la blasfemia, grupos religiosos han logrado hacer prohibir en varias bibliotecas escolares libros que, a su juicio, insultaban a su Dios. Es así como autores tan diversos como Roald Dahl, J. D. Salinger y J. K. Rowling, se han visto compartiendo el exilio con clásicos como Jonathan Swift y William Faulkner.
El célebre décimo sura del Corán declara: “Ningún alma puede creer sin el permiso de Dios”. A comienzos del siglo VIII, el ilustre teólogo Hasan al-Basri entendió que esto significaba que “no podemos desear el bien sin que Dios lo desee por nosotros”. Los creyentes deben contentarse con la convicción de que la gracia divina los ha elegido, y no insistir en que los otros, aquellos que Dios no ha querido iluminar, compartan su devoción. Eso sería atribuirse (y eso sí es blasfemia) un rol que Dios se ha reservado. Que los otros se burlen. Esto también (si proseguimos el razonamiento) es voluntad de Dios, cuyos motivos son misteriosos.
Los creyentes insisten en que Dios les exige sacrificio y fuerza. Prueba de esto, y sin duda para poner su fe a prueba, Dios ha deseado la existencia de unos pocos bufones en su corte, herederos de Voltaire, de Erasmo, de Rabelais, quienes siguen el consejo de Horacio (otra de Sus excelentes creaciones) de enseñar riendo.
Hace ya dos años, la publicación de varias caricaturas del profeta Mahoma en buen número de periódicos (primero en Dinamarca, como una broma, y luego en otros países, como un acto de desafío), provocó la santa ira de ciertos grupos islamistas. Ahora, después del arresto de tres sospechosos acusados de querer asesinar al caricaturista Kurt Westergaard, algunos periódicos daneses han decidido publicar nuevamente esos dibujos para demostrar el derecho esencial a la libertad de la palabra o, en este caso, del icono.
Los matones extremistas han logrado amedrentar hasta al propietario del hotel donde se alojaba Westergaard con su mujer, quienes fueron echados a la calle. Mientras tanto, en Suecia, el autor de otras caricaturas similares, Lars Vilks, ha tenido que dejar su casa en Malmö porque los mismos extremistas han puesto un precio astronómico a su cabeza. Curiosamente, la fe religiosa de estos creyentes, que se supone incólume, parece verse amenazada o comprometida por una mera pincelada o unas pocas palabras torpemente humanas.
Que un acto cruel y violento pueda enfurecer al Creador del Universo (y a su profeta) puede entenderse, ya que a ningún autor (lleve mayúscula o no) le gusta que destruyan o dañen su obra. Matar, torturar, humillar, abusar de otro ser humano es, sin duda alguna, un crimen ante los ojos de Dios, y supongo que los creyentes tienen el derecho a ver el que un diluvio universal no ocurra todos los días como una espléndida prueba de la infinita paciencia divina. Que a seres como Bush y Bin Laden les sea permitido llevar una vida confortable muestra hasta qué punto Dios tiene una tolerancia nada humana hacia sus criaturas.
Pero asegurar, al mismo tiempo, que un chiste, un dibujito, un juego de palabras, pueda ofender a Aquel para quien la eternidad es como un día, me parece la mayor de las blasfemias. Los endebles seres humanos podemos molestarnos si alguien se burla de nosotros, pero seguramente no puede ser así para un ser que imaginamos supremo, incorruptible, omnisciente. Borges arguyó que de los gustos literarios de Dios nada sabemos; es difícil pensar que Alguien que todo lo sabe y cuyo generoso sentido estético lo llevó a inventar desde el poético antílope hasta la burda broma del hipopótamo, destierre de su mesa de noche las obras de Diderot, de Salman Rushdie, de Fernando Vallejo y de Mark Twain. Su profeta enseñó los beneficios de la risa: “Que tu corazón sea ligero en todo momento, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega”.
Las grandes figuras religiosas del pasado, porque eran también seres humanos inteligentes, no carecían de sentido del humor.
Jesús (en la versión de Jerónimo) se burló amistosamente de Pedro con un juego de palabras un poco tonto: “Eres Pedro (Petrus) y sobre esta piedra (petra) levantaré mi iglesia”. Cuando el Buda estaba a punto de cruzar el desierto, los dioses, para protegerlo del sol, le enviaron parasoles de sus múltiples cielos; para no desairar a ninguno, el Buda se multiplicó cortésmente y cada uno de los dioses vio a un Buda que, sonriente, caminaba llevando en alto su regalo. Según el Midrash, le preguntaron a Moisés por qué Dios (para quien no hay misterios) preguntó “Adán ¿dónde estás?” cuando lo buscó en el Jardín después del asunto de la manzana. Moisés contestó: “Para enseñarnos las reglas de urbanidad, porque es mala educación entrar en la casa de alguien sin haberse anunciado”. En el primer tomo del Al-Mustatraf se cuenta que un hombre pobre vino a ver a Mahoma para pedirle un camello para viajar a La Meca. “Te daré una cría de camello”, dijo Mahoma. “¡Pero una cría de camello no aguantará mi peso!”, se quejó el hombre. “Tú pediste un camello”, le respondió Mahoma. “¿Acaso no sabes que todo camello es necesariamente la cría de otro camello?”.
La palabra “blasfemia” viene del griego y quiere decir “ofender a alguien”. En la mitología griega, la condición de blasfemia depende de la sensibilidad del dios blasfemado. Atenea castiga a la joven Aracne convirtiéndola en araña porque ésta se había ufanado de ser mejor tejedora que la diosa. Para la Iglesia católica de la Edad Media, la noción de blasfemia se confunde con la de herejía, sólo que, por un delicioso intríngulis burocrático, musulmanes y judíos no podían ser acusados de herejía porque no podían ser considerados creyentes. Se los podía, sin embargo, acusar de insultar a Dios y todos sus santos, y no sólo a través de palabras y acciones (diciendo, por ejemplo, que la suerte y no Dios rige nuestras vidas), sino también a través del pensamiento, lo que se llamaba “blasfemar con el corazón”. Un edicto del año 538, firmado por el emperador Justiniano, declaraba que el castigo por blasfemar era la muerte, pero la sentencia fue raramente ejecutada.
En numerosos países, la noción de blasfemia tiene carácter jurídico: en los Estados Unidos, por ejemplo, gracias a la ley prohibiendo la blasfemia, grupos religiosos han logrado hacer prohibir en varias bibliotecas escolares libros que, a su juicio, insultaban a su Dios. Es así como autores tan diversos como Roald Dahl, J. D. Salinger y J. K. Rowling, se han visto compartiendo el exilio con clásicos como Jonathan Swift y William Faulkner.
El célebre décimo sura del Corán declara: “Ningún alma puede creer sin el permiso de Dios”. A comienzos del siglo VIII, el ilustre teólogo Hasan al-Basri entendió que esto significaba que “no podemos desear el bien sin que Dios lo desee por nosotros”. Los creyentes deben contentarse con la convicción de que la gracia divina los ha elegido, y no insistir en que los otros, aquellos que Dios no ha querido iluminar, compartan su devoción. Eso sería atribuirse (y eso sí es blasfemia) un rol que Dios se ha reservado. Que los otros se burlen. Esto también (si proseguimos el razonamiento) es voluntad de Dios, cuyos motivos son misteriosos.
Los creyentes insisten en que Dios les exige sacrificio y fuerza. Prueba de esto, y sin duda para poner su fe a prueba, Dios ha deseado la existencia de unos pocos bufones en su corte, herederos de Voltaire, de Erasmo, de Rabelais, quienes siguen el consejo de Horacio (otra de Sus excelentes creaciones) de enseñar riendo.
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