Por Manuel Cruz, catedrático de Filosofía de la UB y director de la revista Barcelona Metropolis (EL PERIÓDICO, 22/03/08):
Probablemente este texto apenas interese a unos pocos: a fin de cuentas se refiere a un ámbito, el de la cultura superior, y a una institución, la universitaria, que, a pesar de la retórica oficial, hace tiempo que perdieron protagonismo e importancia en la vida colectiva. El detonante de las consideraciones que siguen fue la lectura en un diario barcelonés de una noticia que, he de confesarlo, me impresionó.
Uno de los intelectuales más brillantes de este país, Jordi Llovet, había decidido acogerse a la posibilidad de jubilación anticipada que ofrece la Universitat de Barcelona, abandonando la primera línea de la docencia. Si la decisión hubiera respondido a motivos personales, quizá me habría limitado a lamentar la sensible pérdida que sufrirán los estudiantes de su facultad en los próximos años.
Pero fue la explicación que el propio interesado proporcionaba lo que más llamó mi atención. Se aludía en la noticia a intrigas de palacio, a nuevos planes de estudio (de inspiración boloñesa) que eliminaban las asignaturas de Teoría Literaria y Literatura Comparada y, finalmente, a una cierta decepción ante la actitud que el propio Llovet creía encontrar en los nuevos estudiantes, más interesados en ganarse la vida que en saber. Leyendo sus declaraciones, resultaba poco menos que inevitable formularse la pregunta: ¿cómo hemos venido a parar hasta aquí?
Echar la vista atrás y dedicarse a ir señalando con el dedo los momentos en los que se fueron adoptando las decisiones equivocadas puede resultar, sin duda, tan falaz como ventajista. Quizá no valga la pena a estas alturas del partido esforzarse en reconstruir con precisión de cartógrafo la geografía del error, especialmente cuando queda tan poco margen para la enmienda.
Bastará con señalar que es posible que la institución universitaria está recogiendo los frutos de su particular transición, del específico cambio de modelo llevado a cabo en los años 80. Alguien argumentará –y estoy dispuesto a reconocer la parte de razón que pudiera tener– que con aquellos mimbres no se podía hacer un cesto muy diferente al que terminó elaborándose. Pero parece claro que a aquella población, hoy avejentada, de penenes (profesores no numerarios) que empujó hacia determinados cambios le corresponde una severa responsabilidad sobre lo que ha terminado por ocurrir.
PORQUE, UNA VEZ alcanzada la estabilidad profesional a la que tenían derecho muchos de aquellos profesores –instalados en la precariedad durante años y a merced del dedo, a veces caprichoso, del catedrático jefe de departamento– fueron ellos mismos los protagonistas –y, por tanto, en buena medida los responsables– del encanallamiento de la vida en esos mismos departamentos. Los cuales pronto se transformaron en el campo de batalla de una guerra sin cuartel por cátedras y titularidades, así como por las comisiones destinadas a dictaminarlas.
No intento referir en este contexto detalles muy particulares, que no vendrían al caso, o aludir a cuitas internas. No se trata de eso. Se trata de que fue esa misma lógica la que, una vez ocupadas todas las plazas de profesorado disponibles, provocó que la energía de muchos (presuntos vocacionales de la docencia universitaria) se aplicara a otros objetivos, convirtiéndose la política institucional y sus cargos en el nuevo objeto del deseo.
Pues bien, no parece demasiado aventurado (ni injusto) suponer que algo tendrán que ver tantas sucesivas autoridades académicas en una situación como la actual, dominada por la burocracia, el ordenancismo pedagogista, la atonía de una parte significativa del estudiantado y la rampante precarización del escaso profesorado joven que ha podido incorporarse en los últimos años a nuestras facultades.
A buen seguro, este apresurado análisis omitirá vectores que permitirían comprender mejor lo que está pasando. Pero enredarnos en debatir eso nos distraería de lo más importante. Es lo que queda, a mi entender sobradamente ilustrado, a partir de la anécdota de una decisión en el seno de la Universitat de Barcelona con la que arrancaba el presente artículo, la de que la medida-estrella sobre la que se apoya el proyecto de regeneración del profesorado universitario sea la jubilación anticipada de los docentes que cumplan determinados requisitos (una cierta edad y no sé cuántos años de servicio). Significativa, ciertamente, la mentalidad que parece traslucir la propuesta: como si la cuestión a resolver fuera un simple hagan sitio, y no la calidad de la enseñanza o la excelencia investigadora.
AHORA QUE hacen mutis por el foro profesores de la valía de Jordi Llovet (o Felipe Martínez Marzoa, catedrático de la Facultad de Filosofía, acogido también a la prejubilación sin el menor detalle de reconocimiento a su tarea por parte de quien corresponda), lo menos que podemos hacer es dejar constancia de la situación, plantearnos por qué prefieren irse los mejores, agradecer a quienes tanto han hecho por su especialidad el generoso esfuerzo, asumir cada cual la cuota de responsabilidad que le corresponda y, qué menos, intentar que esta caída libre, en las formas y en el fondo, se detenga.
Cuanto antes, por favor.
Probablemente este texto apenas interese a unos pocos: a fin de cuentas se refiere a un ámbito, el de la cultura superior, y a una institución, la universitaria, que, a pesar de la retórica oficial, hace tiempo que perdieron protagonismo e importancia en la vida colectiva. El detonante de las consideraciones que siguen fue la lectura en un diario barcelonés de una noticia que, he de confesarlo, me impresionó.
Uno de los intelectuales más brillantes de este país, Jordi Llovet, había decidido acogerse a la posibilidad de jubilación anticipada que ofrece la Universitat de Barcelona, abandonando la primera línea de la docencia. Si la decisión hubiera respondido a motivos personales, quizá me habría limitado a lamentar la sensible pérdida que sufrirán los estudiantes de su facultad en los próximos años.
Pero fue la explicación que el propio interesado proporcionaba lo que más llamó mi atención. Se aludía en la noticia a intrigas de palacio, a nuevos planes de estudio (de inspiración boloñesa) que eliminaban las asignaturas de Teoría Literaria y Literatura Comparada y, finalmente, a una cierta decepción ante la actitud que el propio Llovet creía encontrar en los nuevos estudiantes, más interesados en ganarse la vida que en saber. Leyendo sus declaraciones, resultaba poco menos que inevitable formularse la pregunta: ¿cómo hemos venido a parar hasta aquí?
Echar la vista atrás y dedicarse a ir señalando con el dedo los momentos en los que se fueron adoptando las decisiones equivocadas puede resultar, sin duda, tan falaz como ventajista. Quizá no valga la pena a estas alturas del partido esforzarse en reconstruir con precisión de cartógrafo la geografía del error, especialmente cuando queda tan poco margen para la enmienda.
Bastará con señalar que es posible que la institución universitaria está recogiendo los frutos de su particular transición, del específico cambio de modelo llevado a cabo en los años 80. Alguien argumentará –y estoy dispuesto a reconocer la parte de razón que pudiera tener– que con aquellos mimbres no se podía hacer un cesto muy diferente al que terminó elaborándose. Pero parece claro que a aquella población, hoy avejentada, de penenes (profesores no numerarios) que empujó hacia determinados cambios le corresponde una severa responsabilidad sobre lo que ha terminado por ocurrir.
PORQUE, UNA VEZ alcanzada la estabilidad profesional a la que tenían derecho muchos de aquellos profesores –instalados en la precariedad durante años y a merced del dedo, a veces caprichoso, del catedrático jefe de departamento– fueron ellos mismos los protagonistas –y, por tanto, en buena medida los responsables– del encanallamiento de la vida en esos mismos departamentos. Los cuales pronto se transformaron en el campo de batalla de una guerra sin cuartel por cátedras y titularidades, así como por las comisiones destinadas a dictaminarlas.
No intento referir en este contexto detalles muy particulares, que no vendrían al caso, o aludir a cuitas internas. No se trata de eso. Se trata de que fue esa misma lógica la que, una vez ocupadas todas las plazas de profesorado disponibles, provocó que la energía de muchos (presuntos vocacionales de la docencia universitaria) se aplicara a otros objetivos, convirtiéndose la política institucional y sus cargos en el nuevo objeto del deseo.
Pues bien, no parece demasiado aventurado (ni injusto) suponer que algo tendrán que ver tantas sucesivas autoridades académicas en una situación como la actual, dominada por la burocracia, el ordenancismo pedagogista, la atonía de una parte significativa del estudiantado y la rampante precarización del escaso profesorado joven que ha podido incorporarse en los últimos años a nuestras facultades.
A buen seguro, este apresurado análisis omitirá vectores que permitirían comprender mejor lo que está pasando. Pero enredarnos en debatir eso nos distraería de lo más importante. Es lo que queda, a mi entender sobradamente ilustrado, a partir de la anécdota de una decisión en el seno de la Universitat de Barcelona con la que arrancaba el presente artículo, la de que la medida-estrella sobre la que se apoya el proyecto de regeneración del profesorado universitario sea la jubilación anticipada de los docentes que cumplan determinados requisitos (una cierta edad y no sé cuántos años de servicio). Significativa, ciertamente, la mentalidad que parece traslucir la propuesta: como si la cuestión a resolver fuera un simple hagan sitio, y no la calidad de la enseñanza o la excelencia investigadora.
AHORA QUE hacen mutis por el foro profesores de la valía de Jordi Llovet (o Felipe Martínez Marzoa, catedrático de la Facultad de Filosofía, acogido también a la prejubilación sin el menor detalle de reconocimiento a su tarea por parte de quien corresponda), lo menos que podemos hacer es dejar constancia de la situación, plantearnos por qué prefieren irse los mejores, agradecer a quienes tanto han hecho por su especialidad el generoso esfuerzo, asumir cada cual la cuota de responsabilidad que le corresponda y, qué menos, intentar que esta caída libre, en las formas y en el fondo, se detenga.
Cuanto antes, por favor.
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