Por Monika Zgustova, escritora (EL PAÍS, 15/03/08):
Era tan sólo una niña durante la Primavera de Praga, pero a pesar de ello recuerdo mi ciudad, la desangelada Praga comunista de hace 40 años, llena de entusiasmo y efervescencia. Los checos, en aquella primavera del 68, estaban dispuestos a poner su eufórica energía al servicio de un país que se renovaba, de un Estado representado por un nuevo Gobierno, el de Alexander Dubcek, encargado de los cambios políticos que la sociedad exigía a gritos. Pero tras la sangrienta invasión soviética, que en agosto del mismo año puso fin a toda reforma, Checoslovaquia quedó inmersa en una profunda depresión colectiva que duraría dos décadas. Para los checos el 68 es hoy sinónimo de desaliento y desolación. Pero ¿qué significó la Primavera de Praga para el mundo occidental?
A lo largo y ancho de una Europa dividida en dos mitades enfrentadas por la guerra fría, en los círculos intelectuales occidentales se hablaba poco hasta entonces de las persecuciones que se vivían en el Este. La fe de dichos intelectuales resistía a las dudas: lo testimonia la correspondencia entre la filósofa judía alemana Hanna Arendt y la narradora norteamericana Mary McCarthy, o la relación epistolar entre el escritor ruso-estadounidense Vladímir Nabokov y el crítico literario americano Edmund Wilson. Ni Arendt ni Nabokov pudieron abrir los ojos de sus interlocutores sobre lo ocurrido en el Este (”Siempre me ha preocupado el concepto equivocado que tienes de la historia rusa, basado en la rancia propaganda bolchevique”, le dice Nabokov a Wilson).
La escritora rusa, exiliada primero en París y luego en Estados Unidos, Nina Berberova denuncia que muchos escritores del exilio del Este intentaron en aquella época dirigir un mensaje a los ciudadanos occidentales, aunque no lo consiguieron. Durante varias décadas, los intelectuales de Occidente se negaron a tener en cuenta las injusticias, ignorando, o fingiendo ignorar, hasta las conocidas resoluciones del vigésimo congreso del PC soviético. No estaban dispuestos a reconsiderar la ideología prosoviética que proclamaban a bombo y platillo. ¿Por qué los intelectuales occidentales de izquierdas, que dominaban la opinión pública, se negaban a admitir las denuncias, encarcelaciones y ejecuciones que se vivían en el Este de Europa?
Hoy en día, es difícil imaginar lo que para los checos significó poder celebrar, en 1963, un congreso internacional sobre Kafka, ese escritor checo hasta entonces prohibido por las autoridades comunistas. Tras esa primera rendija en el sólido muro del totalitarismo, las ansias de libertad de la gente empezaron paulatinamente a abrirse camino hasta que, en 1968, los propios comunistas checos decidieron que el país se hundía y necesitaba reformas. Intentaron introducir su propia tercera vía, que el pueblo recibió como el acontecimiento más importante del mundo. Las barricadas que, al mismo tiempo, se erigían en París, les parecían a los checos como una diversión estudiantil, mientras que los franceses miraban lo que sucedía en Praga con un distraído desdén. De nuevo, Este y Oeste se daban la espalda.
Tras el naufragio de la Primavera, la Praga invadida por los tanques soviéticos se llenó de polémicas sobre el significado de lo acontecido; entre ellas, la de dos prominentes escritores, Václav Havel y Milan Kundera. Con un pathos desacostumbrado en él, Kundera hablaba del destino trágico de los checos y del sentido que ese destino ofrecía universalmente a la posteridad: una lección sobre la esencia del socialismo real. Con un pragmatismo desdeñoso, Havel aseguraba que la invasión había sido el resultado de la mala gestión e inexperiencia de la clase dirigente de la Primavera de Praga, y de su incapacidad para prever las consecuencias de una política de abruptas reformas. En otras palabras, Kundera afirmaba: nuestra desgracia servirá para iluminar al mundo, mientras que Havel sostenía: tenemos lo merecido y basta de hablar. Ambos tenían razón.
El aplastamiento de la Primavera de Praga fue un duro golpe para la izquierda occidental. Bajo el impacto de la invasión soviética, que había sacudido al mundo entero, los partidos comunistas occidentales iban a verse obligados a distanciarse del discurso intransigente y prosoviético, a reciclarse. De forma sintomática, la ensayista Teresa Pàmies, una comunista española refugiada en Checoslovaquia, escribió en su Testamento en Praga que si la intervención soviética había sido justificada en el caso de las reformas húngaras del 56, la Primavera de Praga no mereció tal trato. Pàmies no se dio cuenta de que ambos movimientos liberadores eran parecidos, pero formuló lo que sintieron muchos: que tras la invasión de Praga resultaba inaceptable seguir coqueteando con lo soviético.
Tras la Primavera de Praga, el checo y otras lenguas eslavas se abrieron al mundo mediante una considerable cantidad de traducciones, incluso en la España franquista. Las obras traducidas dejaron al descubierto la barbarie comunista y, aunque durante un tiempo algunos intelectuales occidentales aún se mantuvieron en sus trece asegurando que la invasión soviética obedecía a una causa justa, la de proteger el comunismo de la vorágine capitalista, ese discurso tuvo que ceder ante la evidencia del Gulag y de las prácticas de la policía secreta. Una evidencia que ayudaría a que el discurso prosoviético quedara definitivamente obsoleto.
Era tan sólo una niña durante la Primavera de Praga, pero a pesar de ello recuerdo mi ciudad, la desangelada Praga comunista de hace 40 años, llena de entusiasmo y efervescencia. Los checos, en aquella primavera del 68, estaban dispuestos a poner su eufórica energía al servicio de un país que se renovaba, de un Estado representado por un nuevo Gobierno, el de Alexander Dubcek, encargado de los cambios políticos que la sociedad exigía a gritos. Pero tras la sangrienta invasión soviética, que en agosto del mismo año puso fin a toda reforma, Checoslovaquia quedó inmersa en una profunda depresión colectiva que duraría dos décadas. Para los checos el 68 es hoy sinónimo de desaliento y desolación. Pero ¿qué significó la Primavera de Praga para el mundo occidental?
A lo largo y ancho de una Europa dividida en dos mitades enfrentadas por la guerra fría, en los círculos intelectuales occidentales se hablaba poco hasta entonces de las persecuciones que se vivían en el Este. La fe de dichos intelectuales resistía a las dudas: lo testimonia la correspondencia entre la filósofa judía alemana Hanna Arendt y la narradora norteamericana Mary McCarthy, o la relación epistolar entre el escritor ruso-estadounidense Vladímir Nabokov y el crítico literario americano Edmund Wilson. Ni Arendt ni Nabokov pudieron abrir los ojos de sus interlocutores sobre lo ocurrido en el Este (”Siempre me ha preocupado el concepto equivocado que tienes de la historia rusa, basado en la rancia propaganda bolchevique”, le dice Nabokov a Wilson).
La escritora rusa, exiliada primero en París y luego en Estados Unidos, Nina Berberova denuncia que muchos escritores del exilio del Este intentaron en aquella época dirigir un mensaje a los ciudadanos occidentales, aunque no lo consiguieron. Durante varias décadas, los intelectuales de Occidente se negaron a tener en cuenta las injusticias, ignorando, o fingiendo ignorar, hasta las conocidas resoluciones del vigésimo congreso del PC soviético. No estaban dispuestos a reconsiderar la ideología prosoviética que proclamaban a bombo y platillo. ¿Por qué los intelectuales occidentales de izquierdas, que dominaban la opinión pública, se negaban a admitir las denuncias, encarcelaciones y ejecuciones que se vivían en el Este de Europa?
Hoy en día, es difícil imaginar lo que para los checos significó poder celebrar, en 1963, un congreso internacional sobre Kafka, ese escritor checo hasta entonces prohibido por las autoridades comunistas. Tras esa primera rendija en el sólido muro del totalitarismo, las ansias de libertad de la gente empezaron paulatinamente a abrirse camino hasta que, en 1968, los propios comunistas checos decidieron que el país se hundía y necesitaba reformas. Intentaron introducir su propia tercera vía, que el pueblo recibió como el acontecimiento más importante del mundo. Las barricadas que, al mismo tiempo, se erigían en París, les parecían a los checos como una diversión estudiantil, mientras que los franceses miraban lo que sucedía en Praga con un distraído desdén. De nuevo, Este y Oeste se daban la espalda.
Tras el naufragio de la Primavera, la Praga invadida por los tanques soviéticos se llenó de polémicas sobre el significado de lo acontecido; entre ellas, la de dos prominentes escritores, Václav Havel y Milan Kundera. Con un pathos desacostumbrado en él, Kundera hablaba del destino trágico de los checos y del sentido que ese destino ofrecía universalmente a la posteridad: una lección sobre la esencia del socialismo real. Con un pragmatismo desdeñoso, Havel aseguraba que la invasión había sido el resultado de la mala gestión e inexperiencia de la clase dirigente de la Primavera de Praga, y de su incapacidad para prever las consecuencias de una política de abruptas reformas. En otras palabras, Kundera afirmaba: nuestra desgracia servirá para iluminar al mundo, mientras que Havel sostenía: tenemos lo merecido y basta de hablar. Ambos tenían razón.
El aplastamiento de la Primavera de Praga fue un duro golpe para la izquierda occidental. Bajo el impacto de la invasión soviética, que había sacudido al mundo entero, los partidos comunistas occidentales iban a verse obligados a distanciarse del discurso intransigente y prosoviético, a reciclarse. De forma sintomática, la ensayista Teresa Pàmies, una comunista española refugiada en Checoslovaquia, escribió en su Testamento en Praga que si la intervención soviética había sido justificada en el caso de las reformas húngaras del 56, la Primavera de Praga no mereció tal trato. Pàmies no se dio cuenta de que ambos movimientos liberadores eran parecidos, pero formuló lo que sintieron muchos: que tras la invasión de Praga resultaba inaceptable seguir coqueteando con lo soviético.
Tras la Primavera de Praga, el checo y otras lenguas eslavas se abrieron al mundo mediante una considerable cantidad de traducciones, incluso en la España franquista. Las obras traducidas dejaron al descubierto la barbarie comunista y, aunque durante un tiempo algunos intelectuales occidentales aún se mantuvieron en sus trece asegurando que la invasión soviética obedecía a una causa justa, la de proteger el comunismo de la vorágine capitalista, ese discurso tuvo que ceder ante la evidencia del Gulag y de las prácticas de la policía secreta. Una evidencia que ayudaría a que el discurso prosoviético quedara definitivamente obsoleto.
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