Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 28/08/08):
De qué crisis hablamos cuando hablamos de crisis económica? ¿De una crisis cíclica, como tantas otras? ¿De una crisis financiera mundial? ¿De una crisis de ámbito nacional? ¿O de una crisis de modelo de desarrollo?
Hace poco más de un año empezó una crisis económica de alcance general a raíz de descubrirse la poca fiabilidad de determinados productos bancarios estadounidenses respaldados por las hipotecas denominadas subprime.Dada la estrecha interconexión de las finanzas mundiales, el tumor produjo una rápida metástasis en el conjunto del sistema y la desconfianza cundió en las relaciones entre entidades de crédito. Algunos opinaron entonces que se trataba de una situación pasajera, otros temieron que las implicaciones de la trama dificultarían la solución. Un año después, es obvio que estos últimos tenían razón y así lo acaba de confirmar el máximo dirigente de la Reserva Federal de Estados Unidos.
Pero al mismo tiempo, esta inesperada crisis financiera de alcance mundial tuvo una rápida repercusión en la economía española, donde el campo estaba abonado. En efecto, inmediatamente afloraron las viejas y conocidas debilidades de nuestra economía, con las cuales ni los gobiernos de Aznar ni los de Zapatero pudieron o supieron enfrentarse: el diferencial de inflación con la Unión Europea, la escasa productividad y el excesivo peso del sector de la construcción. Estos factores combinados producen un abultado déficit exterior, paliado sólo en parte por las divisas que proporciona el turismo y los beneficios derivados del aumento de la población debidos a la inmigración de los últimos diez años.
Un veterano y experimentado empresario me comentaba hace unas semanas: “Es cierto que estamos en crisis, pero también es cierto que hemos tenido catorce años de ininterrumpida expansión económica, el ciclo más largo que he visto en toda mi vida. Así pues, como se suele decir, ¡que nos quiten lo bailao!”. No dejaba de tener razón, pero es obvio que la fiesta se ha terminado y la única forma de enfrentarse a la situación es adoptando medidas estructurales que serán necesariamente impopulares. Ya se habla de unos nuevos pactos de la Moncloa, en recuerdo de los de 1977, que repartan de manera equitativa las cargas entre empresarios y trabajadores. El cambio en las relaciones entre PSOE y PP tras las elecciones de marzo hace posible estos pactos. También los sindicatos, piezas fundamentales en acuerdos de esta naturaleza, pueden ser útiles colaboradores.
Por tanto, hay dos crisis claras. Una de alcance mundial, cuyo origen está en Estados Unidos y que escapa de la esfera en la que pueden incidir decisivamente las autoridades españolas. Otra de ámbito nacional, que se arrastraba desde hacía tiempo, de la que se hablaba continuamente pero que nadie se atrevía a afrontar y que ahora, afortunadamente, no podremos eludir al estar situados en la zona euro, privados de las fáciles devaluaciones que permitían driblar cómodamente los envites sin mirar de cara a la realidad. El Gobierno ha empezado a tomar algunas medidas, en general bien orientadas, pero todavía escasas e inconcretas, que han sido debidamente comentadas en este periódico, entre otros, por economistas tan solventes como Alfredo Pastor y Xavier Sala i Martín.
Pero, además, probablemente hay otra crisis más profunda, de mayor calado y de repercusión histórica más trascendente, que, a la larga, será la decisiva: la crisis de modelo económico mundial. Desde el siglo XVI hasta 1914, el dominio económico del mundo correspondía a Europa. En el resto del siglo XX, se fueron añadiendo a este dominio, por ese orden, y de forma desigual, Estados Unidos, la URSS y Japón. En cierta manera, hace unos treinta años, también los más importantes países petroleros. Con la caída del muro de Berlín, muchos creyeron que la hegemonía de Estados Unidos en el mundo era incontestable y un nuevo orden mundial giraba en torno a su órbita.
Hoy, casi veinte años después, surgen más que dudas. No se pueden cerrar los ojos a las realidades del presente: el imprevisible crecimiento de China e India, los países económicamente emergentes como Brasil, México y Sudáfrica, las potencias petroleras del golfo Pérsico, la Rusia de Vladimir Putin. El desafío actual de esta en el Cáucaso muestra hasta qué punto han cambiado las cosas desde 1989 hasta hoy. Pero aún cambiarán más. Ahora, por ejemplo, el 60% del PIB mundial está en manos de países de la OCDE; según estimaciones fiables, dentro de veinte años estos países sólo poseerán el 40% y China se habrá convertido en el mayor poder económico del mundo.
Esta tercera crisis ya no es simplemente económica, sino política y geoestratégica. Plantea de nuevo algo que hace años parecía olvidado: la reforma de las instituciones internacionales, el fin de la ONU tal como está concebida desde 1945, el reparto de zonas de influencia. Las dos primeras crisis tienen una solución relativamente fácil. Esta tercera es más imprevisible. Pero si se conduce con inteligencia, tampoco debe producir miedo alguno: todo consiste en aceptar la realidad y adaptarse a las nuevas condiciones sin imponer viejos e injustos privilegios.
De qué crisis hablamos cuando hablamos de crisis económica? ¿De una crisis cíclica, como tantas otras? ¿De una crisis financiera mundial? ¿De una crisis de ámbito nacional? ¿O de una crisis de modelo de desarrollo?
Hace poco más de un año empezó una crisis económica de alcance general a raíz de descubrirse la poca fiabilidad de determinados productos bancarios estadounidenses respaldados por las hipotecas denominadas subprime.Dada la estrecha interconexión de las finanzas mundiales, el tumor produjo una rápida metástasis en el conjunto del sistema y la desconfianza cundió en las relaciones entre entidades de crédito. Algunos opinaron entonces que se trataba de una situación pasajera, otros temieron que las implicaciones de la trama dificultarían la solución. Un año después, es obvio que estos últimos tenían razón y así lo acaba de confirmar el máximo dirigente de la Reserva Federal de Estados Unidos.
Pero al mismo tiempo, esta inesperada crisis financiera de alcance mundial tuvo una rápida repercusión en la economía española, donde el campo estaba abonado. En efecto, inmediatamente afloraron las viejas y conocidas debilidades de nuestra economía, con las cuales ni los gobiernos de Aznar ni los de Zapatero pudieron o supieron enfrentarse: el diferencial de inflación con la Unión Europea, la escasa productividad y el excesivo peso del sector de la construcción. Estos factores combinados producen un abultado déficit exterior, paliado sólo en parte por las divisas que proporciona el turismo y los beneficios derivados del aumento de la población debidos a la inmigración de los últimos diez años.
Un veterano y experimentado empresario me comentaba hace unas semanas: “Es cierto que estamos en crisis, pero también es cierto que hemos tenido catorce años de ininterrumpida expansión económica, el ciclo más largo que he visto en toda mi vida. Así pues, como se suele decir, ¡que nos quiten lo bailao!”. No dejaba de tener razón, pero es obvio que la fiesta se ha terminado y la única forma de enfrentarse a la situación es adoptando medidas estructurales que serán necesariamente impopulares. Ya se habla de unos nuevos pactos de la Moncloa, en recuerdo de los de 1977, que repartan de manera equitativa las cargas entre empresarios y trabajadores. El cambio en las relaciones entre PSOE y PP tras las elecciones de marzo hace posible estos pactos. También los sindicatos, piezas fundamentales en acuerdos de esta naturaleza, pueden ser útiles colaboradores.
Por tanto, hay dos crisis claras. Una de alcance mundial, cuyo origen está en Estados Unidos y que escapa de la esfera en la que pueden incidir decisivamente las autoridades españolas. Otra de ámbito nacional, que se arrastraba desde hacía tiempo, de la que se hablaba continuamente pero que nadie se atrevía a afrontar y que ahora, afortunadamente, no podremos eludir al estar situados en la zona euro, privados de las fáciles devaluaciones que permitían driblar cómodamente los envites sin mirar de cara a la realidad. El Gobierno ha empezado a tomar algunas medidas, en general bien orientadas, pero todavía escasas e inconcretas, que han sido debidamente comentadas en este periódico, entre otros, por economistas tan solventes como Alfredo Pastor y Xavier Sala i Martín.
Pero, además, probablemente hay otra crisis más profunda, de mayor calado y de repercusión histórica más trascendente, que, a la larga, será la decisiva: la crisis de modelo económico mundial. Desde el siglo XVI hasta 1914, el dominio económico del mundo correspondía a Europa. En el resto del siglo XX, se fueron añadiendo a este dominio, por ese orden, y de forma desigual, Estados Unidos, la URSS y Japón. En cierta manera, hace unos treinta años, también los más importantes países petroleros. Con la caída del muro de Berlín, muchos creyeron que la hegemonía de Estados Unidos en el mundo era incontestable y un nuevo orden mundial giraba en torno a su órbita.
Hoy, casi veinte años después, surgen más que dudas. No se pueden cerrar los ojos a las realidades del presente: el imprevisible crecimiento de China e India, los países económicamente emergentes como Brasil, México y Sudáfrica, las potencias petroleras del golfo Pérsico, la Rusia de Vladimir Putin. El desafío actual de esta en el Cáucaso muestra hasta qué punto han cambiado las cosas desde 1989 hasta hoy. Pero aún cambiarán más. Ahora, por ejemplo, el 60% del PIB mundial está en manos de países de la OCDE; según estimaciones fiables, dentro de veinte años estos países sólo poseerán el 40% y China se habrá convertido en el mayor poder económico del mundo.
Esta tercera crisis ya no es simplemente económica, sino política y geoestratégica. Plantea de nuevo algo que hace años parecía olvidado: la reforma de las instituciones internacionales, el fin de la ONU tal como está concebida desde 1945, el reparto de zonas de influencia. Las dos primeras crisis tienen una solución relativamente fácil. Esta tercera es más imprevisible. Pero si se conduce con inteligencia, tampoco debe producir miedo alguno: todo consiste en aceptar la realidad y adaptarse a las nuevas condiciones sin imponer viejos e injustos privilegios.
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