Por Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, abogado y periodista (EL PAÍS, 27/08/08):
Cada país tiene una historia a la cual responde. Aún los vecinos que integramos hoy el Mercosur nos definimos mediante características peculiares a cada historia nacional. Sin ir más lejos, mientras Brasil celebra en este 2008 la llegada de la monarquía portuguesa a Brasil, que gobernaría casi un siglo, el resto comenzamos la evocación del proceso de la independencia, que se desencadenará dos años más tarde en una vasta rebelión armada. En esa mirada, el Paraguay luce singularísimo desde la época española, como centro de la colonización del Río de la Plata, más tarde república aislacionista y luego epicentro de una formidable tragedia militar, que aún pesa sobre su alma. En los estertores del siglo XX termina con un largo período dictatorial, abriéndose a una democracia incipiente que vive en estos días un cambio copernicano con el advenimiento del obispo Lugo al poder, luego de 61 años de gobierno del Partido Colorado.
Nada se puede entender sin esa historia. El proceso colonial tuvo su epicentro en Asunción “madre de ciudades”, desde la cual, a partir de 1537, se condujo la colonización del Río de la Plata, fundando nada menos que Santa Cruz de la Sierra (1561), Santa Fe (1573), Buenos Aires (1580) y Corrientes (1588). Una inédita amalgama del español y el indígena guaraní, es pacíficamente impulsada por su primer gobernante, Domingo Martínez de Irala. De ella nacería una nueva clase, los “mestizos” o “mancebos de la tierra”, que, además de adquirir un protagonismo impensable en otras partes de América, consolidaron un idioma, el guaraní, que hasta hoy convive con el castellano en una armónica dualidad.
Ya en el siglo XVI se ve a criollos encumbrados en el gobierno, como el célebre Hernandarias, o -en la vida intelectual- el cura asunceño Rui Díaz de Guzmán, el primer historiador del Río de la Plata. A esta particular historia ha de añadírsele la de las misiones jesuitas, que entre 1607 y 1767 desarrollaron una formidable experiencia de enculturación indígena, que mantuvo la frontera española frente al avance de los codiciosos bandeirantes portugueses. Desde la explotación económica de la yerba mate hasta la invención de instrumentos musicales, como el arpa paraguaya, desde la publicación de una gramática guaraní hasta la formación de un ejército disciplinado y eficaz, todo fue posible para aquellos pueblos asentados en lo que hoy son tierras paraguayas, brasileñas y argentinas.
La independencia también fue diferente a la del resto. Estuvo precedida de fuertes movimientos comuneros de autodeterminación y cuando finalmente se proclame, no es reconocida por Argentina hasta después dela caída de Juan Manuel de Rosas, que no se resignaba a ese desgajamiento. Allí, Gaspar Rodríguez de Francia -magistralmente descrito por Arturo Roa Bastos en su novela Yo el supremo- instaura una autocracia aislacionista, que separa al Paraguay de toda la región que había formado. Como un Robespierre criollo, conduce un Estado omnipresente hasta en la propiedad de la tierra y un pueblo encerrado en sus fronteras. Esa sensación de aislamiento, curiosamente, sobrevivirá hasta nuestros días, pese a toda el agua que pasó bajo los puentes. Ello se explica porque cuando Paraguay intentó retornar a la escena internacional con el despótico mariscal Solano López, terminó en una tragedia sin precedentes: le declaró la guerra a la Argentina y el Brasil, se sumó en su contra al Uruguay, y luego de una resistencia tan heroica como sin sentido, quedó económicamente destruido y demográficamente diezmado por las matanzas ocurridas en los sombríos años que van desde 1864 hasta 1870. Recuperado del desastre, otra guerra afrontaría aún el Paraguay, con Bolivia, a partir de 1933, por la posesión del Chaco, en la que una vez más demostraría la bravura de su gente, en esta ocasión, con más éxito y sentido.
El Paraguay contemporáneo registra un período de inestabilidad que culmina con el ascenso al poder del general Alfredo Stroessner, quien gobernó despóticamente 35 años, en nombre del Ejército y del Partido Colorado. Abroquelado en el viejo aislacionismo, su Gobierno fue de estabilidad y silencio, con una ráfaga de prosperidad cuando la construcción, en sociedad con los brasileños, de la gran represa de Itaipú. Derrocado Stroessner en 1989 por sus propios correligionarios, se sucederán varios gobiernos colorados hasta que la última elección marque una vuelta de campana sorprendente en la política paraguaya: gana un obispo (hoy relevado de su cargo), afecto a la Teología de la Liberación, asociado al viejo partido liberal, que vuelve al poder luego de casi 70 años.
Lugo obtuvo el 42% de los votos, frente a un 32% de Blanca Ovelar, la candidata colorada, y a un 23% del general Oviedo. Sin embargo, no tiene bancada parlamentaria propia y, como apoyo, cuenta con su vicepresidente, líder del Partido Liberal, y los parlamentarios de esa colectividad, importantes pero no suficientes. Precisará acuerdos, entonces. Y eso es lo que está intentando, al tiempo que marca una impronta personal en la constitución del gabinete, que no ha respondido a la expectativa de los liberales, incluso designando, como ministro de Economía, a quien ocupó ese cargo durante los primeros tiempos del anterior presidente colorado. Por cierto, ha sido una señal tranquilizadora para el empresariado, pero preocupante para los movimientos sociales de izquierda que le apoyaron y que todavía sueñan con cambios estructurales más bien intencionados que realizables.
En la campaña electoral, un punto clave fue la propuesta de renegociar el Tratado con Brasil sobre la represa de Itaipú, recurso fundamental del Paraguay. Conforme al Tratado, los dos países tienen derecho al 50% de la producción, pero el socio que no agote ese porcentaje está obligado a venderle al otro el excedente al precio de costo. Como Paraguay consume sólo el 5% del total, reclama que ese excedente que compra Brasil se haga a un verdadero valor de mercado. Se supone que Brasil no aceptará abrir el Tratado, pero sí buscar una solución que económicamente satisfaga al Paraguay. En cualquier caso, en este asunto, el nuevo Gobierno no sólo se juega importantes recursos, sino también su credibilidad.
Las expectativas de cambio, a partir del 15 de agosto, son muy grandes. Empiezan en Itaipú, pero siguen en el empleo y en toda una gama de reivindicaciones sociales que rodean la propia figura de Lugo. ¿Podrá colmar esa esperanza? ¿Podrá marcar un estilo diferente al del histórico Partido Colorado? Los primeros pasos han sido cautos. Necesitará de mucho más para que las inercias históricas no lo empantanen y la falta de experiencia política del propio presidente no le permita vadear los obstáculos que las propias expectativas han creado.
Cada país tiene una historia a la cual responde. Aún los vecinos que integramos hoy el Mercosur nos definimos mediante características peculiares a cada historia nacional. Sin ir más lejos, mientras Brasil celebra en este 2008 la llegada de la monarquía portuguesa a Brasil, que gobernaría casi un siglo, el resto comenzamos la evocación del proceso de la independencia, que se desencadenará dos años más tarde en una vasta rebelión armada. En esa mirada, el Paraguay luce singularísimo desde la época española, como centro de la colonización del Río de la Plata, más tarde república aislacionista y luego epicentro de una formidable tragedia militar, que aún pesa sobre su alma. En los estertores del siglo XX termina con un largo período dictatorial, abriéndose a una democracia incipiente que vive en estos días un cambio copernicano con el advenimiento del obispo Lugo al poder, luego de 61 años de gobierno del Partido Colorado.
Nada se puede entender sin esa historia. El proceso colonial tuvo su epicentro en Asunción “madre de ciudades”, desde la cual, a partir de 1537, se condujo la colonización del Río de la Plata, fundando nada menos que Santa Cruz de la Sierra (1561), Santa Fe (1573), Buenos Aires (1580) y Corrientes (1588). Una inédita amalgama del español y el indígena guaraní, es pacíficamente impulsada por su primer gobernante, Domingo Martínez de Irala. De ella nacería una nueva clase, los “mestizos” o “mancebos de la tierra”, que, además de adquirir un protagonismo impensable en otras partes de América, consolidaron un idioma, el guaraní, que hasta hoy convive con el castellano en una armónica dualidad.
Ya en el siglo XVI se ve a criollos encumbrados en el gobierno, como el célebre Hernandarias, o -en la vida intelectual- el cura asunceño Rui Díaz de Guzmán, el primer historiador del Río de la Plata. A esta particular historia ha de añadírsele la de las misiones jesuitas, que entre 1607 y 1767 desarrollaron una formidable experiencia de enculturación indígena, que mantuvo la frontera española frente al avance de los codiciosos bandeirantes portugueses. Desde la explotación económica de la yerba mate hasta la invención de instrumentos musicales, como el arpa paraguaya, desde la publicación de una gramática guaraní hasta la formación de un ejército disciplinado y eficaz, todo fue posible para aquellos pueblos asentados en lo que hoy son tierras paraguayas, brasileñas y argentinas.
La independencia también fue diferente a la del resto. Estuvo precedida de fuertes movimientos comuneros de autodeterminación y cuando finalmente se proclame, no es reconocida por Argentina hasta después dela caída de Juan Manuel de Rosas, que no se resignaba a ese desgajamiento. Allí, Gaspar Rodríguez de Francia -magistralmente descrito por Arturo Roa Bastos en su novela Yo el supremo- instaura una autocracia aislacionista, que separa al Paraguay de toda la región que había formado. Como un Robespierre criollo, conduce un Estado omnipresente hasta en la propiedad de la tierra y un pueblo encerrado en sus fronteras. Esa sensación de aislamiento, curiosamente, sobrevivirá hasta nuestros días, pese a toda el agua que pasó bajo los puentes. Ello se explica porque cuando Paraguay intentó retornar a la escena internacional con el despótico mariscal Solano López, terminó en una tragedia sin precedentes: le declaró la guerra a la Argentina y el Brasil, se sumó en su contra al Uruguay, y luego de una resistencia tan heroica como sin sentido, quedó económicamente destruido y demográficamente diezmado por las matanzas ocurridas en los sombríos años que van desde 1864 hasta 1870. Recuperado del desastre, otra guerra afrontaría aún el Paraguay, con Bolivia, a partir de 1933, por la posesión del Chaco, en la que una vez más demostraría la bravura de su gente, en esta ocasión, con más éxito y sentido.
El Paraguay contemporáneo registra un período de inestabilidad que culmina con el ascenso al poder del general Alfredo Stroessner, quien gobernó despóticamente 35 años, en nombre del Ejército y del Partido Colorado. Abroquelado en el viejo aislacionismo, su Gobierno fue de estabilidad y silencio, con una ráfaga de prosperidad cuando la construcción, en sociedad con los brasileños, de la gran represa de Itaipú. Derrocado Stroessner en 1989 por sus propios correligionarios, se sucederán varios gobiernos colorados hasta que la última elección marque una vuelta de campana sorprendente en la política paraguaya: gana un obispo (hoy relevado de su cargo), afecto a la Teología de la Liberación, asociado al viejo partido liberal, que vuelve al poder luego de casi 70 años.
Lugo obtuvo el 42% de los votos, frente a un 32% de Blanca Ovelar, la candidata colorada, y a un 23% del general Oviedo. Sin embargo, no tiene bancada parlamentaria propia y, como apoyo, cuenta con su vicepresidente, líder del Partido Liberal, y los parlamentarios de esa colectividad, importantes pero no suficientes. Precisará acuerdos, entonces. Y eso es lo que está intentando, al tiempo que marca una impronta personal en la constitución del gabinete, que no ha respondido a la expectativa de los liberales, incluso designando, como ministro de Economía, a quien ocupó ese cargo durante los primeros tiempos del anterior presidente colorado. Por cierto, ha sido una señal tranquilizadora para el empresariado, pero preocupante para los movimientos sociales de izquierda que le apoyaron y que todavía sueñan con cambios estructurales más bien intencionados que realizables.
En la campaña electoral, un punto clave fue la propuesta de renegociar el Tratado con Brasil sobre la represa de Itaipú, recurso fundamental del Paraguay. Conforme al Tratado, los dos países tienen derecho al 50% de la producción, pero el socio que no agote ese porcentaje está obligado a venderle al otro el excedente al precio de costo. Como Paraguay consume sólo el 5% del total, reclama que ese excedente que compra Brasil se haga a un verdadero valor de mercado. Se supone que Brasil no aceptará abrir el Tratado, pero sí buscar una solución que económicamente satisfaga al Paraguay. En cualquier caso, en este asunto, el nuevo Gobierno no sólo se juega importantes recursos, sino también su credibilidad.
Las expectativas de cambio, a partir del 15 de agosto, son muy grandes. Empiezan en Itaipú, pero siguen en el empleo y en toda una gama de reivindicaciones sociales que rodean la propia figura de Lugo. ¿Podrá colmar esa esperanza? ¿Podrá marcar un estilo diferente al del histórico Partido Colorado? Los primeros pasos han sido cautos. Necesitará de mucho más para que las inercias históricas no lo empantanen y la falta de experiencia política del propio presidente no le permita vadear los obstáculos que las propias expectativas han creado.
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