Por Rosa María Artal, periodista y escritora (EL PAÍS, 21/08/08):
Nacemos de uno en uno y crecemos, nos estancamos o menguamos, tanto físicamente, como en sentidos y capacidades; una conjunción de múltiples variables nos convierte en únicos. Sin embargo, la sociedad se empeña en encasillarnos en cajas rotuladas por especies, texturas, formas, colores y -hoy, más que nunca- por cronología. Respetada en el pasado, la edad madura no había sufrido antes tal acoso discriminador. La ONU ha llamado la atención sobre la creciente tendencia de elegir empuje frente a experiencia -en realidad, sueldos baratos frente a remuneraciones dignas-. Acarrea, según sus estudios, consecuencias negativas en la economía, porque jóvenes y veteranos aportan elementos distintos y complementarios al proceso productivo. En la vida social, la brecha de la segregación, en función del calendario, se agranda en el silencio de la casilla donde nos han colocado.
Política, mercado, comunicación, modelos de referencia, apuestan por un icono de piel tersa. España -más que otros países- se ha convertido en paradigma del culto a la juventud. Veneración de fachada; hueca, como casi todo en la sociedad actual.
Los niños vienen henchidos de futuro. Pero los resultados de un inquietante sondeo llevado a cabo por una firma comercial aseguran que el 78% de los pequeños españoles aspiran a ser de mayores… “famosos”, sin vincularlo a ninguna actividad profesional. Alguien -y algo- los ha fabricado con esa mentalidad. Aunque, seguramente, en muchos late un más edificante espíritu.
Con un horizonte de trabajos inestables y sueldos mileuristas, los adolescentes no parecen confiar en disponer de verdaderas oportunidades, ni estímulos. Ni con apetito de lucha. Según un estudio del Instituto Aragonés de Estadística, más del 70% de los estudiantes de ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), de 12 a 16 años, preferiría cobrar el paro a tener un empleo. Añade que esa cifra es similar a la media española. La apatía parece reinar hasta la treintena y aún más allá, o de eso se les acusa. Hay excepciones que terminarán por dirigir su destino.
De los 30 a los 45 llega la plenitud, la consolidación. El suelo se mueve bajo sus pies, sin embargo. Seísmos investidos de inseguridad laboral o temor al futuro que -en forma de otros más jóvenes- les pisa los talones. El liberalismo brutal, como raíz del problema. O la insuficiente soberanía del mercado, según los contrarios al control mínimo o nulo del Estado, injusta desde el punto de vista social. También en ese tramo, los humanos aparecemos diferenciados, inimitables, capaces de demostrar que cualquier reto es posible.
Entretanto, un ingente número de mujeres y unos pocos hombres -embutidos en botox, cosidos y estirados- tratan de planchar las arrugas de cara y cuerpo aspirando a que alguien con dificultades visuales les confunda con un joven -supuesto salvoconducto para obtener éxito, dinero, poder e incluso amor-. Para la escritora norteamericana Naomi Wolf, el problema atañe a la capacidad de “estar orgullosos de nuestra propia vida”. En El mito de la belleza, Wolf declara: “Borrar los años de la cara de una mujer es borrar su identidad, su poder y su historia”. Y, aun así, surge la tentación teñida de contradicciones: sólo terso se es competitivo, ¿no será el bisturí la llave?
Porque la mujer, como siempre, se ve más perjudicada. Laboralmente… y en las relaciones personales. Buena parte de los hombres maduros que buscan estabilidad sentimental hurgan en estuches que ofertan parejas 5, 10, 20 años más jóvenes que ellos -la mujer sigue siendo un adorno estético-. Los cincuentones, por ejemplo, no comprenden que sus coetáneas ofrecen exactamente lo mismo que, en sus espejos, visualizan como atractivos propios: inteligencia, madurez, supuesta seguridad… y, eso sí, un físico deteriorado. A los 40, la mujer ya empieza a experimentar el vértigo: ha de mantenerse, como sea, en el tope máximo de la edad deseable. Las leyes del mercado sentimental se rigen, en parte, por modelos de temporada. Encontraremos quien se burle de la moda, mantenga su independencia y su razón, y se calce sus arrugas… y su soledad.
Voces muy autorizadas -Valentín Fuster en su último libro, La ciencia y la vida, con José Luis Sampedro y Olga Lucas- se alarman de la pasividad de la juventud actual, pero -tanto o más- del retiro social de los maduros. El manto del olvido cubre sobre todo a los jubilados. Domésticos de lujo en el cuidado de los nietos, no se les plantean oportunidades reales de desarrollo. Por fortuna, libres ya de ataduras y prejuicios, algunos se lanzan a vivir, tal vez, como nunca antes lo hicieron. Se zambullen en la Red -abierta a ignotos mundos-, descubren aficiones o hacen turismo. Los viajes mixtos de la tercera edad constituyen una “repesca” para poder experimentar el goce de sentir. No es más halagüeña la situación para la olvidada tierra de nadie entre la juventud y la senectud. Para aquellos que -plenos de facultades- hemos doblado el cabo de la vida, en donde, previsiblemente, es más corto el tramo por vivir que el ya vivido. Atacados por un imperceptible virus maligno, nuestros cuerpos parecen despedir olor a retiro.
Nos ha tocado vivir la más difícil etapa histórica: la del falso culto a la juventud. Pero los matices marcan diferencias. En los países serios, las noticias son difundidas, aún, por rostros curtidos, con más de 50 años. Gran parte de ellos son mujeres, sin que nadie vomite al verlos. En Francia, países escandinavos, sajones, o Estados Unidos, se busca la credibilidad, nacida de la experiencia aprovechada. Barbara Walters, todavía presenta, con 79 años, programas especiales en la televisión norteamericana. Diane Sawyer continúa, a los 63, en pantalla, altamente valorada. Aquí, la televisión pública estatal, TVE, ha mandado a casa a los mayores de 50 años. Mientras, se contrata la amnesia. Muchas grandes empresas se desprenden de los veteranos…. más caros, libres e incómodos. No es justo, aunque la libertad adquirida -con planes de prejubilación que aseguran un mínimo sustento- permite estrenar una vida nueva.
Para el sociólogo Fermín Bouza, catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense de Madrid, “prescindir de quien quiere trabajar, justo a la edad de conocimiento máximo, es un despilfarro incalculable de capital humano”. Sólo que “lo humano” no es una variable esencial a considerar en una sociedad mercantil y privatizada.
La feminista norteamericana Betty Friedan se preguntaba en Las fuentes de la edad: “¿Es la vejez un accidente o un avance evolutivo?”. Porque somos el único ser vivo que llega a sobrepasar, en 30 o 40 años, la edad reproductiva. Estamos aquí para algo más que asegurar la pervivencia de la especie -de sobra garantizada, y amenazada por peligros menos gratificantes-. La ciencia ha prolongado la vida, incluso la ha dotado de calidad; pero ya no sabemos con qué fin. A menos que lo encontremos, como siempre, de uno en uno.
Todo icono refleja a la sociedad que lo crea. Muchas buscaron -desde los griegos- armonía, equilibrio, perfección. El siglo XX se inicia con una explosión de creatividad y rebeldía. La misma que -algo más ingenua- impregnó los sesenta, exuberantes y coloridos. La mujer, entretanto, engordó y adelgazó al ritmo que le marcaban y siembre hubo de ser joven.
Nuestra sociedad de hoy parece querer borrar surcos y matices, peso. Allanar también el pensamiento. Compartimentar, para aislarnos y enfrentarnos. Su imagen -enjuta, sintética, plastificada- podría simbolizar su inconsistencia en los frágiles hilillos que constituyen las piernas de las modelos. No es casual. Los mismos entes que producen niños planos, aspirantes a famosos, consumidores desde ahora y para siempre, cercan a las demás generaciones. Planchar rostros genera beneficios económicos, contratar en el trabajo a jóvenes inexpertos, menos costo. La insatisfacción permanente, vulnerable desasosiego, o rendición. ¿Dignificar la escala de valores imperante es tarea imposible? ¿Será, aún, verdad que las ideas, la ilusión, la imaginación y el coraje cambian el mundo? Puede que haya llegado la apremiante hora de comprobarlo. A cualquier edad.
Nacemos de uno en uno y crecemos, nos estancamos o menguamos, tanto físicamente, como en sentidos y capacidades; una conjunción de múltiples variables nos convierte en únicos. Sin embargo, la sociedad se empeña en encasillarnos en cajas rotuladas por especies, texturas, formas, colores y -hoy, más que nunca- por cronología. Respetada en el pasado, la edad madura no había sufrido antes tal acoso discriminador. La ONU ha llamado la atención sobre la creciente tendencia de elegir empuje frente a experiencia -en realidad, sueldos baratos frente a remuneraciones dignas-. Acarrea, según sus estudios, consecuencias negativas en la economía, porque jóvenes y veteranos aportan elementos distintos y complementarios al proceso productivo. En la vida social, la brecha de la segregación, en función del calendario, se agranda en el silencio de la casilla donde nos han colocado.
Política, mercado, comunicación, modelos de referencia, apuestan por un icono de piel tersa. España -más que otros países- se ha convertido en paradigma del culto a la juventud. Veneración de fachada; hueca, como casi todo en la sociedad actual.
Los niños vienen henchidos de futuro. Pero los resultados de un inquietante sondeo llevado a cabo por una firma comercial aseguran que el 78% de los pequeños españoles aspiran a ser de mayores… “famosos”, sin vincularlo a ninguna actividad profesional. Alguien -y algo- los ha fabricado con esa mentalidad. Aunque, seguramente, en muchos late un más edificante espíritu.
Con un horizonte de trabajos inestables y sueldos mileuristas, los adolescentes no parecen confiar en disponer de verdaderas oportunidades, ni estímulos. Ni con apetito de lucha. Según un estudio del Instituto Aragonés de Estadística, más del 70% de los estudiantes de ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), de 12 a 16 años, preferiría cobrar el paro a tener un empleo. Añade que esa cifra es similar a la media española. La apatía parece reinar hasta la treintena y aún más allá, o de eso se les acusa. Hay excepciones que terminarán por dirigir su destino.
De los 30 a los 45 llega la plenitud, la consolidación. El suelo se mueve bajo sus pies, sin embargo. Seísmos investidos de inseguridad laboral o temor al futuro que -en forma de otros más jóvenes- les pisa los talones. El liberalismo brutal, como raíz del problema. O la insuficiente soberanía del mercado, según los contrarios al control mínimo o nulo del Estado, injusta desde el punto de vista social. También en ese tramo, los humanos aparecemos diferenciados, inimitables, capaces de demostrar que cualquier reto es posible.
Entretanto, un ingente número de mujeres y unos pocos hombres -embutidos en botox, cosidos y estirados- tratan de planchar las arrugas de cara y cuerpo aspirando a que alguien con dificultades visuales les confunda con un joven -supuesto salvoconducto para obtener éxito, dinero, poder e incluso amor-. Para la escritora norteamericana Naomi Wolf, el problema atañe a la capacidad de “estar orgullosos de nuestra propia vida”. En El mito de la belleza, Wolf declara: “Borrar los años de la cara de una mujer es borrar su identidad, su poder y su historia”. Y, aun así, surge la tentación teñida de contradicciones: sólo terso se es competitivo, ¿no será el bisturí la llave?
Porque la mujer, como siempre, se ve más perjudicada. Laboralmente… y en las relaciones personales. Buena parte de los hombres maduros que buscan estabilidad sentimental hurgan en estuches que ofertan parejas 5, 10, 20 años más jóvenes que ellos -la mujer sigue siendo un adorno estético-. Los cincuentones, por ejemplo, no comprenden que sus coetáneas ofrecen exactamente lo mismo que, en sus espejos, visualizan como atractivos propios: inteligencia, madurez, supuesta seguridad… y, eso sí, un físico deteriorado. A los 40, la mujer ya empieza a experimentar el vértigo: ha de mantenerse, como sea, en el tope máximo de la edad deseable. Las leyes del mercado sentimental se rigen, en parte, por modelos de temporada. Encontraremos quien se burle de la moda, mantenga su independencia y su razón, y se calce sus arrugas… y su soledad.
Voces muy autorizadas -Valentín Fuster en su último libro, La ciencia y la vida, con José Luis Sampedro y Olga Lucas- se alarman de la pasividad de la juventud actual, pero -tanto o más- del retiro social de los maduros. El manto del olvido cubre sobre todo a los jubilados. Domésticos de lujo en el cuidado de los nietos, no se les plantean oportunidades reales de desarrollo. Por fortuna, libres ya de ataduras y prejuicios, algunos se lanzan a vivir, tal vez, como nunca antes lo hicieron. Se zambullen en la Red -abierta a ignotos mundos-, descubren aficiones o hacen turismo. Los viajes mixtos de la tercera edad constituyen una “repesca” para poder experimentar el goce de sentir. No es más halagüeña la situación para la olvidada tierra de nadie entre la juventud y la senectud. Para aquellos que -plenos de facultades- hemos doblado el cabo de la vida, en donde, previsiblemente, es más corto el tramo por vivir que el ya vivido. Atacados por un imperceptible virus maligno, nuestros cuerpos parecen despedir olor a retiro.
Nos ha tocado vivir la más difícil etapa histórica: la del falso culto a la juventud. Pero los matices marcan diferencias. En los países serios, las noticias son difundidas, aún, por rostros curtidos, con más de 50 años. Gran parte de ellos son mujeres, sin que nadie vomite al verlos. En Francia, países escandinavos, sajones, o Estados Unidos, se busca la credibilidad, nacida de la experiencia aprovechada. Barbara Walters, todavía presenta, con 79 años, programas especiales en la televisión norteamericana. Diane Sawyer continúa, a los 63, en pantalla, altamente valorada. Aquí, la televisión pública estatal, TVE, ha mandado a casa a los mayores de 50 años. Mientras, se contrata la amnesia. Muchas grandes empresas se desprenden de los veteranos…. más caros, libres e incómodos. No es justo, aunque la libertad adquirida -con planes de prejubilación que aseguran un mínimo sustento- permite estrenar una vida nueva.
Para el sociólogo Fermín Bouza, catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense de Madrid, “prescindir de quien quiere trabajar, justo a la edad de conocimiento máximo, es un despilfarro incalculable de capital humano”. Sólo que “lo humano” no es una variable esencial a considerar en una sociedad mercantil y privatizada.
La feminista norteamericana Betty Friedan se preguntaba en Las fuentes de la edad: “¿Es la vejez un accidente o un avance evolutivo?”. Porque somos el único ser vivo que llega a sobrepasar, en 30 o 40 años, la edad reproductiva. Estamos aquí para algo más que asegurar la pervivencia de la especie -de sobra garantizada, y amenazada por peligros menos gratificantes-. La ciencia ha prolongado la vida, incluso la ha dotado de calidad; pero ya no sabemos con qué fin. A menos que lo encontremos, como siempre, de uno en uno.
Todo icono refleja a la sociedad que lo crea. Muchas buscaron -desde los griegos- armonía, equilibrio, perfección. El siglo XX se inicia con una explosión de creatividad y rebeldía. La misma que -algo más ingenua- impregnó los sesenta, exuberantes y coloridos. La mujer, entretanto, engordó y adelgazó al ritmo que le marcaban y siembre hubo de ser joven.
Nuestra sociedad de hoy parece querer borrar surcos y matices, peso. Allanar también el pensamiento. Compartimentar, para aislarnos y enfrentarnos. Su imagen -enjuta, sintética, plastificada- podría simbolizar su inconsistencia en los frágiles hilillos que constituyen las piernas de las modelos. No es casual. Los mismos entes que producen niños planos, aspirantes a famosos, consumidores desde ahora y para siempre, cercan a las demás generaciones. Planchar rostros genera beneficios económicos, contratar en el trabajo a jóvenes inexpertos, menos costo. La insatisfacción permanente, vulnerable desasosiego, o rendición. ¿Dignificar la escala de valores imperante es tarea imposible? ¿Será, aún, verdad que las ideas, la ilusión, la imaginación y el coraje cambian el mundo? Puede que haya llegado la apremiante hora de comprobarlo. A cualquier edad.
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