Por J. A. Vela del Campo, crítico musical (EL PAÍS, 25/08/08):
Vive el mundo de la ópera prisionero de su propia historia, con sus complejos elitistas, sus ansias de democratización o el peso de la tradición a sus espaldas. En el verano se siente, en cualquier caso, más libre, y hasta echa una canita al aire al hilo de algunos festivales. Rejuvenece, por así decirlo. La separación entre la estación estival y el resto del año a la hora de afrontar aventuras estéticas no es tan acusada como hace unos años, donde los festivales marcaban las tendencias artísticas y las temporadas de invierno las imitaban. Ahora, las transiciones son más suaves y la cuestión es puramente psicoanalítica o, dicho de otra manera, el problema radica en que cada protagonista se acepte como es, sin querer jugar papeles extraños. La ópera goza hoy de buena salud, y puede tener en el siglo XXI una importancia en el campo del arte y del pensamiento como nunca ha tenido. ¿En qué me baso para sostener esta afirmación? Pues, sencillamente, en su carácter integrador de las artes visuales y sonoras, sostenido todo ello por la emoción de las voces y el testimonio de la palabra. En un mundo de destellos y mensajes fragmentados, la ópera puede ofrecer otro concepto del tiempo más liberador y, superando algunas limitaciones de la “obra de arte total” wagneriana, abrir horizontes hacia utopías artísticas y humanísticas, no por inalcanzables menos deseables.
De entrada, hay que dejarse de hipocresías y aceptar de una vez por todas que la ópera es un arte elitista -como la gran literatura, sin ir más lejos-, entre otras razones, porque exige esfuerzo y conocimientos para llegar a su sustancia. Andan teatros e instituciones públicas obsesionados con que la “ópera es de todos” o en que “hay que democratizar el género lírico” y otras variantes por el estilo, y se llenan los teatros de escolares que van sin ninguna preparación un día, y raramente vuelven, engordando estadísticas de supuestas acciones sociales, más aparentes que reales. La educación musical es imprescindible, sin duda, pero en cualquier proceso de descubrimiento y más aún de formación se necesita preparación previa, estudio, dedicación. La ópera tiene que estar al alcance de todos, pero sin demagogias. Hay que facilitar el acceso, pero sin desvirtuar contenidos. Informando con precisión, profundizando con humildad. La edad media del público que suele asistir a los espectáculos operísticos es elevada y los precios de las localidades son objetivamente caros, aunque no más que los de otros festejos cuyos costes se aceptan con naturalidad. Para la juventud, puede tener un atractivo potencial por sus dosis de misterio, fantasía e inmersión en el lado más oculto de los sentimientos. Basta, pues, de complejos de culpa. La ópera esta ahí, preparada para compartir complicidades.
¿Qué ópera? Todas. Las de siempre y las de hoy. Hay un hecho diferencial respecto a otras épocas. Se tienen hoy, gracias a las grabaciones discográficas y audiovisuales, todos los títulos de la historia al alcance de la mano. Ello da perspectiva y genera una sensibilidad particular para la percepción. Se escuchan, además, las obras líricas con oídos de hoy. Las más antiguas y las últimas creaciones. El repertorio se ha ampliado y la mentalidad de evaluación ha cambiado. Trazar las líneas fundamentales de continuidad es posible. Con curiosidad y un poquito de tenacidad, es más que factible el acceso a paraísos tantas veces extraviados. Existe, además, una historia de la interpretación paralela a la historia de la creación. El mismo título lírico tiene lecturas distintas según el momento en que se ha registrado, el estilo imperante en ese momento o el tipo de instrumentos que se han utilizado. Frente a la crisis de la creación, se ha producido un boom de la interpretación. Los protagonismos se han ido desplazando según las figuras, las modas y los condicionamientos sociológicos. De los divos de la voz, el punto de atención se trasladó a los directores de orquesta, y de éstos, a los directores de escena. Unos acertaron, llevando al espectador a visiones más complejas de las óperas de siempre, sin desvirtuarlas. Otros se enredaron en sus propias obsesiones. En líneas generales, han ampliado las perspectivas existentes.
¿Dónde? Los teatros de ópera tradicionales de herradura están resultando cada vez más limitados para las exigencias de la ópera de nuestros días. Se tiende hoy a arquitecturas modulares, capaces de adaptarse a las características de cada espectáculo. Así se está construyendo, pongamos por caso, el nuevo teatro de ópera de Lucerna, predestinado a ser una referencia en la próxima década. En paralelo, se han potenciado en los últimos años los espacios naturales e históricos como marco de representaciones operísticas. En ellos, el espacio juega como elemento escenográfico e impulsor de atmósferas. Es el caso del teatro romano de Mérida, las imponentes naves de arqueología industrial de la Jahrhunderthalle de Bochum en la Cuenca del Ruhr o las antiguas centrales eléctricas reconvertidas en recintos culturales de las afueras de Amsterdam. Quedan, como objetos de culto de escasa utilización, teatritos históricos como el Olímpico de Palladio en Vicenza o el Farnese de Parma, y resalta siempre el teatro de la verde colina de Bayreuth, que Wagner soñó para representar sus obras, y se mantiene como lugar de peregrinación y marco de los festivales de verano a él dedicados. Los espacios tienen una importancia cada vez mayor en el mundo de la ópera. Es un signo de los tiempos. Enriquecedor, desde luego. Y también liberador de modos rutinarios de comportamiento. La condición imprescindible es que se respeten las condiciones acústicas exigibles.
La ópera de creación actual utiliza también las nuevas posibilidades espaciales. Incluso necesita a veces salirse del tiesto y buscar soluciones acústicas y plásticas novedosas. Así lo sintió un director teatral como Marthaler encerrando a los espectadores en un cuadrado azul, con los músicos fuera del mismo, para crear un ambiente envolvente idóneo para Fama, de Beat Furrer. O Carlos Padrissa, de La Fura dels Baus, que se sirvió de un manicomio en las afueras de Viena para poner en escena uno de los actos de Licht, de Stockhausen. La utilización de las nuevas tecnologías es otra historia que tiene su aplicación natural en las creaciones más recientes, lo que no ha impedido a un artista como Bill Viola utilizar su experiencia videográfica al servicio de Tristan and Isolde. El espacio es clave en obras de Nono, Lachenmann o Sotelo. Pero los herederos de Debussy y Berg recurren a veces a la tradición como fuente de inspiración textual, tal vez para liberarse de ella, quién sabe. Y, así, Eötvös, Boesmans o Halffter se sumergen en Chéjov, Stringberg o Cervantes para explorar la modernidad más radical. Los caminos de la contemporaneidad son de lo más variado. Desde la búsqueda rabiosa de la actualidad más inmediata -John Adams planteó una ópera sobre Nixon en China- hasta la fusión de lenguajes o el misticismo más revelador. Se crea, que es lo que importa. En múltiples direcciones. Y con un público que sigue las innovaciones. En los circuitos tradicionales o en otros. ¿Optimismo? No crean. Este sector es muy vitalista.
¿Es el público soberano y tiene siempre la razón? Espinosa cuestión, y más aún en una actividad artística con fuertes dosis de participación económica pública. El actual director de la Ópera Nacional de París, Gérard Mortier, ha dicho en alguna ocasión que lo que habría que subvencionar preferentemente son los nuevos públicos, posicionándose claramente en contra de los espectadores tradicionales poco predispuestos a cualquier tipo de innovación. Sus afirmaciones causaron un gran revuelo, pero no son tan disparatadas. Lo que es una realidad es que el público operístico tradicional no acaba de asumir que ciertas renovaciones pueden ser estimulantes. Algo falla. Se tocan los puntos de partida y de llegada. ¿Qué es la ópera? ¿Cuáles son sus límites y fronteras? ¿Vale todo en el teatro musical de siempre y de hoy? ¿Supone la tradición un freno o un impulso? La ópera está, evidentemente, condicionada por su historia, pero no anquilosada. Tiene multitud de ventanas abiertas. Y hace en muchas ocasiones posible lo imposible en su búsqueda de utopías aplicando el sentido común. A veces sobrevive en la necesidad del riesgo, otras se reafirma como vehículo idóneo en el camino hacia una felicidad posible. La ópera transmite emociones. No hay que darle más vueltas. Mientras haya una gota de emoción, la ópera va a seguir palpitando.
Vive el mundo de la ópera prisionero de su propia historia, con sus complejos elitistas, sus ansias de democratización o el peso de la tradición a sus espaldas. En el verano se siente, en cualquier caso, más libre, y hasta echa una canita al aire al hilo de algunos festivales. Rejuvenece, por así decirlo. La separación entre la estación estival y el resto del año a la hora de afrontar aventuras estéticas no es tan acusada como hace unos años, donde los festivales marcaban las tendencias artísticas y las temporadas de invierno las imitaban. Ahora, las transiciones son más suaves y la cuestión es puramente psicoanalítica o, dicho de otra manera, el problema radica en que cada protagonista se acepte como es, sin querer jugar papeles extraños. La ópera goza hoy de buena salud, y puede tener en el siglo XXI una importancia en el campo del arte y del pensamiento como nunca ha tenido. ¿En qué me baso para sostener esta afirmación? Pues, sencillamente, en su carácter integrador de las artes visuales y sonoras, sostenido todo ello por la emoción de las voces y el testimonio de la palabra. En un mundo de destellos y mensajes fragmentados, la ópera puede ofrecer otro concepto del tiempo más liberador y, superando algunas limitaciones de la “obra de arte total” wagneriana, abrir horizontes hacia utopías artísticas y humanísticas, no por inalcanzables menos deseables.
De entrada, hay que dejarse de hipocresías y aceptar de una vez por todas que la ópera es un arte elitista -como la gran literatura, sin ir más lejos-, entre otras razones, porque exige esfuerzo y conocimientos para llegar a su sustancia. Andan teatros e instituciones públicas obsesionados con que la “ópera es de todos” o en que “hay que democratizar el género lírico” y otras variantes por el estilo, y se llenan los teatros de escolares que van sin ninguna preparación un día, y raramente vuelven, engordando estadísticas de supuestas acciones sociales, más aparentes que reales. La educación musical es imprescindible, sin duda, pero en cualquier proceso de descubrimiento y más aún de formación se necesita preparación previa, estudio, dedicación. La ópera tiene que estar al alcance de todos, pero sin demagogias. Hay que facilitar el acceso, pero sin desvirtuar contenidos. Informando con precisión, profundizando con humildad. La edad media del público que suele asistir a los espectáculos operísticos es elevada y los precios de las localidades son objetivamente caros, aunque no más que los de otros festejos cuyos costes se aceptan con naturalidad. Para la juventud, puede tener un atractivo potencial por sus dosis de misterio, fantasía e inmersión en el lado más oculto de los sentimientos. Basta, pues, de complejos de culpa. La ópera esta ahí, preparada para compartir complicidades.
¿Qué ópera? Todas. Las de siempre y las de hoy. Hay un hecho diferencial respecto a otras épocas. Se tienen hoy, gracias a las grabaciones discográficas y audiovisuales, todos los títulos de la historia al alcance de la mano. Ello da perspectiva y genera una sensibilidad particular para la percepción. Se escuchan, además, las obras líricas con oídos de hoy. Las más antiguas y las últimas creaciones. El repertorio se ha ampliado y la mentalidad de evaluación ha cambiado. Trazar las líneas fundamentales de continuidad es posible. Con curiosidad y un poquito de tenacidad, es más que factible el acceso a paraísos tantas veces extraviados. Existe, además, una historia de la interpretación paralela a la historia de la creación. El mismo título lírico tiene lecturas distintas según el momento en que se ha registrado, el estilo imperante en ese momento o el tipo de instrumentos que se han utilizado. Frente a la crisis de la creación, se ha producido un boom de la interpretación. Los protagonismos se han ido desplazando según las figuras, las modas y los condicionamientos sociológicos. De los divos de la voz, el punto de atención se trasladó a los directores de orquesta, y de éstos, a los directores de escena. Unos acertaron, llevando al espectador a visiones más complejas de las óperas de siempre, sin desvirtuarlas. Otros se enredaron en sus propias obsesiones. En líneas generales, han ampliado las perspectivas existentes.
¿Dónde? Los teatros de ópera tradicionales de herradura están resultando cada vez más limitados para las exigencias de la ópera de nuestros días. Se tiende hoy a arquitecturas modulares, capaces de adaptarse a las características de cada espectáculo. Así se está construyendo, pongamos por caso, el nuevo teatro de ópera de Lucerna, predestinado a ser una referencia en la próxima década. En paralelo, se han potenciado en los últimos años los espacios naturales e históricos como marco de representaciones operísticas. En ellos, el espacio juega como elemento escenográfico e impulsor de atmósferas. Es el caso del teatro romano de Mérida, las imponentes naves de arqueología industrial de la Jahrhunderthalle de Bochum en la Cuenca del Ruhr o las antiguas centrales eléctricas reconvertidas en recintos culturales de las afueras de Amsterdam. Quedan, como objetos de culto de escasa utilización, teatritos históricos como el Olímpico de Palladio en Vicenza o el Farnese de Parma, y resalta siempre el teatro de la verde colina de Bayreuth, que Wagner soñó para representar sus obras, y se mantiene como lugar de peregrinación y marco de los festivales de verano a él dedicados. Los espacios tienen una importancia cada vez mayor en el mundo de la ópera. Es un signo de los tiempos. Enriquecedor, desde luego. Y también liberador de modos rutinarios de comportamiento. La condición imprescindible es que se respeten las condiciones acústicas exigibles.
La ópera de creación actual utiliza también las nuevas posibilidades espaciales. Incluso necesita a veces salirse del tiesto y buscar soluciones acústicas y plásticas novedosas. Así lo sintió un director teatral como Marthaler encerrando a los espectadores en un cuadrado azul, con los músicos fuera del mismo, para crear un ambiente envolvente idóneo para Fama, de Beat Furrer. O Carlos Padrissa, de La Fura dels Baus, que se sirvió de un manicomio en las afueras de Viena para poner en escena uno de los actos de Licht, de Stockhausen. La utilización de las nuevas tecnologías es otra historia que tiene su aplicación natural en las creaciones más recientes, lo que no ha impedido a un artista como Bill Viola utilizar su experiencia videográfica al servicio de Tristan and Isolde. El espacio es clave en obras de Nono, Lachenmann o Sotelo. Pero los herederos de Debussy y Berg recurren a veces a la tradición como fuente de inspiración textual, tal vez para liberarse de ella, quién sabe. Y, así, Eötvös, Boesmans o Halffter se sumergen en Chéjov, Stringberg o Cervantes para explorar la modernidad más radical. Los caminos de la contemporaneidad son de lo más variado. Desde la búsqueda rabiosa de la actualidad más inmediata -John Adams planteó una ópera sobre Nixon en China- hasta la fusión de lenguajes o el misticismo más revelador. Se crea, que es lo que importa. En múltiples direcciones. Y con un público que sigue las innovaciones. En los circuitos tradicionales o en otros. ¿Optimismo? No crean. Este sector es muy vitalista.
¿Es el público soberano y tiene siempre la razón? Espinosa cuestión, y más aún en una actividad artística con fuertes dosis de participación económica pública. El actual director de la Ópera Nacional de París, Gérard Mortier, ha dicho en alguna ocasión que lo que habría que subvencionar preferentemente son los nuevos públicos, posicionándose claramente en contra de los espectadores tradicionales poco predispuestos a cualquier tipo de innovación. Sus afirmaciones causaron un gran revuelo, pero no son tan disparatadas. Lo que es una realidad es que el público operístico tradicional no acaba de asumir que ciertas renovaciones pueden ser estimulantes. Algo falla. Se tocan los puntos de partida y de llegada. ¿Qué es la ópera? ¿Cuáles son sus límites y fronteras? ¿Vale todo en el teatro musical de siempre y de hoy? ¿Supone la tradición un freno o un impulso? La ópera está, evidentemente, condicionada por su historia, pero no anquilosada. Tiene multitud de ventanas abiertas. Y hace en muchas ocasiones posible lo imposible en su búsqueda de utopías aplicando el sentido común. A veces sobrevive en la necesidad del riesgo, otras se reafirma como vehículo idóneo en el camino hacia una felicidad posible. La ópera transmite emociones. No hay que darle más vueltas. Mientras haya una gota de emoción, la ópera va a seguir palpitando.
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