Por Francisco Veiga, profesor de Historia Contemporánea en la UAB. Autor del libro El turco. Diez siglos a las puertas de Europa (EL PERIÓDICO, 20/08/08):
La reacción informativa ante el veredicto del Tribunal Constitucional turco, que renunció a ilegalizar el partido del Gobierno, ha sido, en líneas generales, de desconcierto. Muchos analistas occidentales han supuesto que el país y sus actores políticos no han cambiado en los últimos 20 años y que no solo se produciría la mencionada ilegalización, sino que incluso cabría la posibilidad de un golpe de Estado militar. Pero los países se transforman a lo largo del tiempo, porque lo hacen sus sociedades, sus economías, sus circunstancias internacionales. Incluso las grandes potencias actúan de forma diferente y cambian sus objetivos. Así, un golpe militar turco hubiera resultado azaroso en sus resultados sin conocer quién mandará en la Casa Blanca y qué objetivos perseguirá en la zona el nuevo presidente norteamericano. Por otra parte, la Unión Europea presionó lo suyo para que el Tribunal Constitucional turco no llevara a cabo la ilegalización del partido en el Gobierno.
Pero, sobre todo, ha quedado en el aire la falsa idea de que el Gobierno islamista moderado ha tenido parte de la culpa de lo sucedido por haber detenido las reformas modernizadoras que deberían llevar a Turquía al seno de la UE dentro de una década. Y en eso, muchos comentaristas occidentales se han dejado llevar por la campaña en los medios de la oposición derechista al Gobierno (la que se suele denominar “laica”).
Ciertamente, durante los cuatro meses que duró esta última crisis, el Gobierno detuvo algunas reformas en política interior, so pena de que el Tribunal Constitucional las considerara un ataque a la patria o a la laicidad del Estado, conceptos que el establishment autodefinido como “kemalista” tiende a identificar entre sí, según le conviene. Se ha mencionado mucho que el Gobierno provocó las iras de los jueces al aprobar en el Parlamento la ley que posibilitaba el acceso a la universidad de las estudiantes musulmanas con türban o pañoleta. En cambio, se evita mencionar que el Gobierno de Erdogan también impulsó la reforma del polémico artículo 301 del Código Penal, que establecía una pena de hasta tres años de cárcel por insultar la “identidad turca”, la República y los órganos e instituciones del Estado. Y esa medida, que nada tiene de islamista, sí que concitó las iras de los sectores nacionalistas laicos.
PERO, SOBRE todo, a lo largo de los últimos meses, el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan impulsó un cambio espectacular en política exterior. Se habló mucho del eficaz protagonismo turco en las negociaciones de paz entre sirios e israelís, precedido, en el 2006, por el reconocimiento diplomático de Israel por Pakistán, también promovido por la diplomacia de Ankara. Sin embargo, se ha pasado muy de puntillas sobre el desbloqueo del conflicto chipriota. Es cierto que en parte fue debido a la victoria del grecochipriota y comunista Christofias en las presidenciales de febrero. Pero los turcos reaccionaron con presteza, y lo que hace un par de años era contemplado como un escollo insalvable en el camino de Turquía hacia la UE, ahora está en vías de solución y, por lo tanto, ha sido olvidado por la prensa.
Algo muy similar ha sucedido con el conflicto armenio-turco, que solo algunos periodistas, como Andrés Mourenza, colaborador de este periódico, han seguido con atención desde Estambul. Al menos ya desde el pasado otoño, el Gobierno de Erdogan había iniciado contactos discretos con las autoridades de la República de Armenia. Desde entonces se mantuvieron reuniones diplomáticas secretas con armenios, georgianos y azerbaiyanos en febrero; y finalmente, en abril, el ministro turco de Asuntos Exteriores, Alí Babacan, dijo públicamente que Turquía abogaba por normalizar las relaciones bilaterales con Armenia. Por fin, ya en verano, el nuevo presidente armenio, Serge Sarkisian, cursó una invitación diplomática a su homólogo turco, Abdulá Gül, para que asistiera en Ereván al partido de clasificación para el Mundial de fútbol de Suráfrica del 2010 que enfrentará a las selecciones de ambos países el próximo 6 de septiembre.
POR LO TANTO, el Gobierno de Erdogan ha estado trabajando de firme en desbloquear el otro gran conflicto exterior de Turquía. Analistas occidentales poco favorables a la candidatura turca a la UE insisten en ligar esta cuestión al reconocimiento del genocidio armenio de 1915 por el Gobierno turco, aunque se trata de dos cuestiones diferentes. El restablecimiento de las buenas relaciones con Armenia sí que es un asunto que el Gobierno turco debe solucionar cara a Bruselas. No así la histórica polémica, muy utilizada por los intereses de las numerosas instituciones políticas de la diáspora armenia en Occidente, cada una con sus propios intereses.
En cualquier caso, debe recordarse que en los últimos meses, la diplomacia turca, muy bregada en situaciones difíciles, porque así es la posición geoestratégica de su país, ha demostrado a Bruselas dónde reside uno de los activos principales de la candidatura turca. Y quizás algún día se reconozca que contribuyó a evitar el descarrilamiento político del país en unos momentos muy delicados.
La reacción informativa ante el veredicto del Tribunal Constitucional turco, que renunció a ilegalizar el partido del Gobierno, ha sido, en líneas generales, de desconcierto. Muchos analistas occidentales han supuesto que el país y sus actores políticos no han cambiado en los últimos 20 años y que no solo se produciría la mencionada ilegalización, sino que incluso cabría la posibilidad de un golpe de Estado militar. Pero los países se transforman a lo largo del tiempo, porque lo hacen sus sociedades, sus economías, sus circunstancias internacionales. Incluso las grandes potencias actúan de forma diferente y cambian sus objetivos. Así, un golpe militar turco hubiera resultado azaroso en sus resultados sin conocer quién mandará en la Casa Blanca y qué objetivos perseguirá en la zona el nuevo presidente norteamericano. Por otra parte, la Unión Europea presionó lo suyo para que el Tribunal Constitucional turco no llevara a cabo la ilegalización del partido en el Gobierno.
Pero, sobre todo, ha quedado en el aire la falsa idea de que el Gobierno islamista moderado ha tenido parte de la culpa de lo sucedido por haber detenido las reformas modernizadoras que deberían llevar a Turquía al seno de la UE dentro de una década. Y en eso, muchos comentaristas occidentales se han dejado llevar por la campaña en los medios de la oposición derechista al Gobierno (la que se suele denominar “laica”).
Ciertamente, durante los cuatro meses que duró esta última crisis, el Gobierno detuvo algunas reformas en política interior, so pena de que el Tribunal Constitucional las considerara un ataque a la patria o a la laicidad del Estado, conceptos que el establishment autodefinido como “kemalista” tiende a identificar entre sí, según le conviene. Se ha mencionado mucho que el Gobierno provocó las iras de los jueces al aprobar en el Parlamento la ley que posibilitaba el acceso a la universidad de las estudiantes musulmanas con türban o pañoleta. En cambio, se evita mencionar que el Gobierno de Erdogan también impulsó la reforma del polémico artículo 301 del Código Penal, que establecía una pena de hasta tres años de cárcel por insultar la “identidad turca”, la República y los órganos e instituciones del Estado. Y esa medida, que nada tiene de islamista, sí que concitó las iras de los sectores nacionalistas laicos.
PERO, SOBRE todo, a lo largo de los últimos meses, el Gobierno de Recep Tayyip Erdogan impulsó un cambio espectacular en política exterior. Se habló mucho del eficaz protagonismo turco en las negociaciones de paz entre sirios e israelís, precedido, en el 2006, por el reconocimiento diplomático de Israel por Pakistán, también promovido por la diplomacia de Ankara. Sin embargo, se ha pasado muy de puntillas sobre el desbloqueo del conflicto chipriota. Es cierto que en parte fue debido a la victoria del grecochipriota y comunista Christofias en las presidenciales de febrero. Pero los turcos reaccionaron con presteza, y lo que hace un par de años era contemplado como un escollo insalvable en el camino de Turquía hacia la UE, ahora está en vías de solución y, por lo tanto, ha sido olvidado por la prensa.
Algo muy similar ha sucedido con el conflicto armenio-turco, que solo algunos periodistas, como Andrés Mourenza, colaborador de este periódico, han seguido con atención desde Estambul. Al menos ya desde el pasado otoño, el Gobierno de Erdogan había iniciado contactos discretos con las autoridades de la República de Armenia. Desde entonces se mantuvieron reuniones diplomáticas secretas con armenios, georgianos y azerbaiyanos en febrero; y finalmente, en abril, el ministro turco de Asuntos Exteriores, Alí Babacan, dijo públicamente que Turquía abogaba por normalizar las relaciones bilaterales con Armenia. Por fin, ya en verano, el nuevo presidente armenio, Serge Sarkisian, cursó una invitación diplomática a su homólogo turco, Abdulá Gül, para que asistiera en Ereván al partido de clasificación para el Mundial de fútbol de Suráfrica del 2010 que enfrentará a las selecciones de ambos países el próximo 6 de septiembre.
POR LO TANTO, el Gobierno de Erdogan ha estado trabajando de firme en desbloquear el otro gran conflicto exterior de Turquía. Analistas occidentales poco favorables a la candidatura turca a la UE insisten en ligar esta cuestión al reconocimiento del genocidio armenio de 1915 por el Gobierno turco, aunque se trata de dos cuestiones diferentes. El restablecimiento de las buenas relaciones con Armenia sí que es un asunto que el Gobierno turco debe solucionar cara a Bruselas. No así la histórica polémica, muy utilizada por los intereses de las numerosas instituciones políticas de la diáspora armenia en Occidente, cada una con sus propios intereses.
En cualquier caso, debe recordarse que en los últimos meses, la diplomacia turca, muy bregada en situaciones difíciles, porque así es la posición geoestratégica de su país, ha demostrado a Bruselas dónde reside uno de los activos principales de la candidatura turca. Y quizás algún día se reconozca que contribuyó a evitar el descarrilamiento político del país en unos momentos muy delicados.
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