Por Jorge Edwards, escritor chileno (EL PAÍS, 23/08/08):
Las imágenes del entierro solemne de Alexandr Solzhenitsin, con su ataúd descubierto, desbordante de flores, rodeado por el jefe de Estado de mano en el corazón, los grandes dignatarios eclesiásticos de la Rusia de hoy, la familia, los guardias militares uniformados, las banderas y los emblemas, son impresionantes para cualquiera, pero sobre todo para una persona de mi generación.
Yo me encontraba en Francia de recién estrenado tercer secretario de la Embajada chilena cuando se publicó en Occidente Un día en la vida de Iván Denisovitch. Esa novela, en aquellos días de comienzos de la década de los sesenta, fue una sorpresa extraordinaria: una indicación clara, cierta, de que detrás de la Cortina de Hierro, debajo de las capas de hielo del estalinismo en retroceso, había una vida que palpitaba, una humanidad que trataba de manifestarse. Ahora parece probable que sin la denuncia de los crímenes de Stalin, iniciada por Nikita Jruschov en 1957, y sin la primera apertura del propio Jruschov, sin lo que se llamó entonces el deshielo, esa obra de Solzhenitsin no habría podido salir nunca a la luz y leerse en todos los idiomas. Ese texto demostraba, con su veracidad, con su fuerza interna, con su honestidad indudable, que la gran tradición de la novela rusa del siglo XIX, la de Dostoievski y León Tolstói, la de Turgueniev y Antón Chéjov, no había desaparecido del todo.
Nadie creyó en el mundo literario europeo que Solzhenitsin alcanzara los niveles de Guerra y paz o de Crimen y castigo, es decir, los niveles más altos de la literatura de todos los tiempos, pero había un aire, una atmósfera, un clima emocional que eran reconocibles. Aunque fuera un personaje más modesto, más limitado, menos arrebatado, Iván Denisovitch pertenecía a la misma especie humana de un Raskolnikov, de un príncipe Mishkin, de un Pierre Bezujov. Las décadas del estalinismo, en buenas cuentas, no habían conseguido destruir las raíces de la espiritualidad rusa. De alguna manera, este fenómeno, esta comprobación esencial, anunciaban el inevitable cambio futuro. Se producía una situación mental paradójica: la vuelta del pasado, al menos en los terrenos del arte, anunciaba la aparición de tiempos enteramente nuevos.
Porque solíamos escuchar la voz de algunos poetas que habían conseguido sobrevivir o que habían aparecido de repente, no se sabía cómo, en las generaciones jóvenes -los Vozneziensky, los Evtuchenko-, pero daba la impresión de que la censura oficial, la represión generalizada, el imperio de las consignas, habían terminado con el género de la novela, género incorrecto, impertinente, provocativo por definición, para siempre. Y el insospechado relato de Alexandr Solzhenitsin, que llegaba desde el fondo de la vida cotidiana rusa, era una prueba impresionante, contundente, de lo contrario.
Me tocó asistir en Salzburgo, en la primavera de 1964, invitado por el editor y poeta Carlos Barral, a una encendida discusión acerca de los valores comparados de Nathalie Sarraute, de Jorge Luis Borges y del autor de Un día en la vida de Iván Denisovitch y de Pabellón de cancerosos, novela que ahora no sé si ya se anunciaba o si acababa de aparecer en las librerías occidentales.
Borges, el conservador, surgía en esos días como el gran renovador literario: la expresión más refinada, más original y a la vez más insólita de la nueva literatura latinoamericana. La francesa Nathalie Sarraute, a la cabeza del llamado nouveau roman, era la experimentación literaria encarnada, una etapa diferente de la gran vanguardia estética del siglo pasado. Solzhenitsin, en cambio, resultaba muy difícil de clasificar. Nadie podía negar su evidente interés político y hasta moral, pero su primera novela, en el ambiente crítico de aquellos días, parecía demasiado lineal, anacrónica, decimonónica.
No sé si los críticos de la reunión de Salzburgo, la gente como Roger Caillois o como Gabriel Ferrater, se equivocaban en sus juicios más bien severos acerca del novelista ruso. Quizá no erraban en las dimensiones narrativas, estéticas, puramente formales, pero creo que no prestaban la debida atención al aspecto más impuro, menos abstracto, menos exclusivamente verbal, que tiene y que siempre ha tenido la novela en comparación con la poesía. Alexandr Solzhenitsin, en efecto, era un novelista del siglo XIX extraviado en lo mejor del siglo XX.
Pero había otro aspecto digno de ser considerado: Sarraute era una delicada tejedora de lenguaje, una maestra indiscutible; Borges, un asombroso contador de historias, un filósofo desconcertante, un humorista, un bromista superior. Solzhenitsin, en cambio, admirado y vapuleado, aunque no fuera un novelista de la categoría de Dostoievski, era un auténtico personaje dostoievskiano, un Mishkin, un miembro de la familia Karamazov, una especie de pope iluminado y extraviado en las estepas y en las provincias de la vida soviética.
Desde una perspectiva exclusivamente formal, el formidable Archipiélago Gulag que vino más tarde es una aberración: mezcla de novela, investigación histórica, alegato, confesión, testimonio personal. Fue un libro excesivo, sin duda, pero a la vez absolutamente necesario en un siglo de excesos, de violencia desatada, de crueldades interminables. Muchos creen que su autor al final se equivocó y que terminó convertido en un santón, un integrista ruso más o menos sospechoso y hasta incómodo. El caso es que había propinado un mazazo feroz a algunos de los pilares ideológicos de su siglo, y el remezón, en definitiva, había sido saludable, redentor, incluso.
Recuerdo, ahora, a propósito de Solzhenitsin, una historia interesante de Pablo Neruda cuando era embajador en París durante el Gobierno de la Unidad Popular chilena. En su calidad de gran abanderado de la causa comunista en Occidente, el poeta sostenía que los golpes soviéticos en contra de sus disidentes se traducían en golpes equivalentes contra los intelectuales comunistas occidentales. Era un argumento equívoco, desequilibrado, por la sencilla razón de que los ataques occidentales no conducían al gulag o a la destrucción física.
Sea como sea, Leonid Bréznev, entonces jefe del Estado soviético, hizo un viaje oficial a Francia y le concedió una entrevista al poeta y embajador del Chile de Allende. “Pienso hablarle de Solzhenitsin y nosotros”, me aseguró Neruda. Lo acompañé en el automóvil nuestro y lo esperé en la antesala de la Embajada soviética en París. Poco después, cuando regresábamos a la Embajada chilena, situada al otro lado del edificio de los Inválidos, le pregunté si le había hablado a Bréznev, como había anunciado, del autor del Archipiélago Gulag. “Sí”, dijo Neruda, “le hablé”. ¿Y qué te respondió? “Absolutamente nada”, me dijo Neruda, “sin inmutarse: me escuchó con expresión de paciencia, y cuando terminé mi argumentación, cambió completamente de tema”.
Era imposible imaginar un silencio más elocuente, más terminante. En los años de Bréznev, Solzhenitsin, el sucesor de Dostoievski, había dejado de existir, y hasta fue privado de su nacionalidad y expulsado de su tierra. Nosotros también supimos de esas cosas, de esos destierros y esos silencios, en el tiempo que siguió. Y ahora me pregunto qué habría sucedido si Leonid Bréznev, el oscuro, el coleccionista de automóviles de lujo, el último de los secretarios generales a la antigua, hubiera sobrevivido y hubiera muerto en estos días. ¿Habría tenido los funerales de Estado, las banderas y las guardias militares del por él silenciado, ignorado, humillado Solzhenitsin? Supongo que no, y esto me lleva a reflexionar una vez más sobre el poder secreto, nunca entendido a tiempo, pero dominante en última instancia, de la literatura.
Las imágenes del entierro solemne de Alexandr Solzhenitsin, con su ataúd descubierto, desbordante de flores, rodeado por el jefe de Estado de mano en el corazón, los grandes dignatarios eclesiásticos de la Rusia de hoy, la familia, los guardias militares uniformados, las banderas y los emblemas, son impresionantes para cualquiera, pero sobre todo para una persona de mi generación.
Yo me encontraba en Francia de recién estrenado tercer secretario de la Embajada chilena cuando se publicó en Occidente Un día en la vida de Iván Denisovitch. Esa novela, en aquellos días de comienzos de la década de los sesenta, fue una sorpresa extraordinaria: una indicación clara, cierta, de que detrás de la Cortina de Hierro, debajo de las capas de hielo del estalinismo en retroceso, había una vida que palpitaba, una humanidad que trataba de manifestarse. Ahora parece probable que sin la denuncia de los crímenes de Stalin, iniciada por Nikita Jruschov en 1957, y sin la primera apertura del propio Jruschov, sin lo que se llamó entonces el deshielo, esa obra de Solzhenitsin no habría podido salir nunca a la luz y leerse en todos los idiomas. Ese texto demostraba, con su veracidad, con su fuerza interna, con su honestidad indudable, que la gran tradición de la novela rusa del siglo XIX, la de Dostoievski y León Tolstói, la de Turgueniev y Antón Chéjov, no había desaparecido del todo.
Nadie creyó en el mundo literario europeo que Solzhenitsin alcanzara los niveles de Guerra y paz o de Crimen y castigo, es decir, los niveles más altos de la literatura de todos los tiempos, pero había un aire, una atmósfera, un clima emocional que eran reconocibles. Aunque fuera un personaje más modesto, más limitado, menos arrebatado, Iván Denisovitch pertenecía a la misma especie humana de un Raskolnikov, de un príncipe Mishkin, de un Pierre Bezujov. Las décadas del estalinismo, en buenas cuentas, no habían conseguido destruir las raíces de la espiritualidad rusa. De alguna manera, este fenómeno, esta comprobación esencial, anunciaban el inevitable cambio futuro. Se producía una situación mental paradójica: la vuelta del pasado, al menos en los terrenos del arte, anunciaba la aparición de tiempos enteramente nuevos.
Porque solíamos escuchar la voz de algunos poetas que habían conseguido sobrevivir o que habían aparecido de repente, no se sabía cómo, en las generaciones jóvenes -los Vozneziensky, los Evtuchenko-, pero daba la impresión de que la censura oficial, la represión generalizada, el imperio de las consignas, habían terminado con el género de la novela, género incorrecto, impertinente, provocativo por definición, para siempre. Y el insospechado relato de Alexandr Solzhenitsin, que llegaba desde el fondo de la vida cotidiana rusa, era una prueba impresionante, contundente, de lo contrario.
Me tocó asistir en Salzburgo, en la primavera de 1964, invitado por el editor y poeta Carlos Barral, a una encendida discusión acerca de los valores comparados de Nathalie Sarraute, de Jorge Luis Borges y del autor de Un día en la vida de Iván Denisovitch y de Pabellón de cancerosos, novela que ahora no sé si ya se anunciaba o si acababa de aparecer en las librerías occidentales.
Borges, el conservador, surgía en esos días como el gran renovador literario: la expresión más refinada, más original y a la vez más insólita de la nueva literatura latinoamericana. La francesa Nathalie Sarraute, a la cabeza del llamado nouveau roman, era la experimentación literaria encarnada, una etapa diferente de la gran vanguardia estética del siglo pasado. Solzhenitsin, en cambio, resultaba muy difícil de clasificar. Nadie podía negar su evidente interés político y hasta moral, pero su primera novela, en el ambiente crítico de aquellos días, parecía demasiado lineal, anacrónica, decimonónica.
No sé si los críticos de la reunión de Salzburgo, la gente como Roger Caillois o como Gabriel Ferrater, se equivocaban en sus juicios más bien severos acerca del novelista ruso. Quizá no erraban en las dimensiones narrativas, estéticas, puramente formales, pero creo que no prestaban la debida atención al aspecto más impuro, menos abstracto, menos exclusivamente verbal, que tiene y que siempre ha tenido la novela en comparación con la poesía. Alexandr Solzhenitsin, en efecto, era un novelista del siglo XIX extraviado en lo mejor del siglo XX.
Pero había otro aspecto digno de ser considerado: Sarraute era una delicada tejedora de lenguaje, una maestra indiscutible; Borges, un asombroso contador de historias, un filósofo desconcertante, un humorista, un bromista superior. Solzhenitsin, en cambio, admirado y vapuleado, aunque no fuera un novelista de la categoría de Dostoievski, era un auténtico personaje dostoievskiano, un Mishkin, un miembro de la familia Karamazov, una especie de pope iluminado y extraviado en las estepas y en las provincias de la vida soviética.
Desde una perspectiva exclusivamente formal, el formidable Archipiélago Gulag que vino más tarde es una aberración: mezcla de novela, investigación histórica, alegato, confesión, testimonio personal. Fue un libro excesivo, sin duda, pero a la vez absolutamente necesario en un siglo de excesos, de violencia desatada, de crueldades interminables. Muchos creen que su autor al final se equivocó y que terminó convertido en un santón, un integrista ruso más o menos sospechoso y hasta incómodo. El caso es que había propinado un mazazo feroz a algunos de los pilares ideológicos de su siglo, y el remezón, en definitiva, había sido saludable, redentor, incluso.
Recuerdo, ahora, a propósito de Solzhenitsin, una historia interesante de Pablo Neruda cuando era embajador en París durante el Gobierno de la Unidad Popular chilena. En su calidad de gran abanderado de la causa comunista en Occidente, el poeta sostenía que los golpes soviéticos en contra de sus disidentes se traducían en golpes equivalentes contra los intelectuales comunistas occidentales. Era un argumento equívoco, desequilibrado, por la sencilla razón de que los ataques occidentales no conducían al gulag o a la destrucción física.
Sea como sea, Leonid Bréznev, entonces jefe del Estado soviético, hizo un viaje oficial a Francia y le concedió una entrevista al poeta y embajador del Chile de Allende. “Pienso hablarle de Solzhenitsin y nosotros”, me aseguró Neruda. Lo acompañé en el automóvil nuestro y lo esperé en la antesala de la Embajada soviética en París. Poco después, cuando regresábamos a la Embajada chilena, situada al otro lado del edificio de los Inválidos, le pregunté si le había hablado a Bréznev, como había anunciado, del autor del Archipiélago Gulag. “Sí”, dijo Neruda, “le hablé”. ¿Y qué te respondió? “Absolutamente nada”, me dijo Neruda, “sin inmutarse: me escuchó con expresión de paciencia, y cuando terminé mi argumentación, cambió completamente de tema”.
Era imposible imaginar un silencio más elocuente, más terminante. En los años de Bréznev, Solzhenitsin, el sucesor de Dostoievski, había dejado de existir, y hasta fue privado de su nacionalidad y expulsado de su tierra. Nosotros también supimos de esas cosas, de esos destierros y esos silencios, en el tiempo que siguió. Y ahora me pregunto qué habría sucedido si Leonid Bréznev, el oscuro, el coleccionista de automóviles de lujo, el último de los secretarios generales a la antigua, hubiera sobrevivido y hubiera muerto en estos días. ¿Habría tenido los funerales de Estado, las banderas y las guardias militares del por él silenciado, ignorado, humillado Solzhenitsin? Supongo que no, y esto me lleva a reflexionar una vez más sobre el poder secreto, nunca entendido a tiempo, pero dominante en última instancia, de la literatura.
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