Por Félix de Azúa, escritor (EL PERIÓDICO, 11/01/09):
Nadie tiene ni idea de cómo será el mundo cuando comience de nuevo a girar y los medios de persuasión nos ordenen un cambio de lenguaje. Para explicar el final del actual expolio bancario suelen emplear una fórmula curiosa: “la salida de la crisis”. Los gerentes quieren dar a entender que eso llamado crisis es una enfermedad infantil: primero, grandes ataques de fiebre; luego, estabilidad, y, al poco, regresa la salud para cargar de energía a ese niño que ahora es un adulto. La metáfora, sin embargo, es beocia. Nada de enfermedad. A lo que más se parece es a una guerra, aunque de momento los muertos solo sean económicos.
NUNCA SE ha visto una súbita ruina que no vaya seguida por un notable cambio social. Las decadencias financieras graves suelen acompañarse de guerras devastadoras para la población, pero muy ventajosas para la élite de los negocios. Supongamos, sin embargo, que en este caso a la ruina no le suceda la inyección lucrativa de una guerra mundial. ¿Qué sucederá cuando cambie el vocabulario?
La crisis de los años 30 propició los totalitarismos fascista y comunista que se midieron en la segunda guerra mundial y cuyos efectos económicos dieron el poder global a EEUU en estudiado reparto con la URSS. Ha sido un largo ciclo: aún vivimos de los restos de aquella guerra (fría). La mayoría de políticos actuales mantienen el vocabulario del siglo pasado: nacionalismo, izquierda y derecha, rojos y azules, demócratas y fachas… No en vano, casi todos se educaron políticamente en el totalitarismo. Los más jóvenes carecen de lenguaje propio, y sorprende su escasa pericia para usar frases compuestas.
Mientras dure la así llamada crisis se va a forjar el vocabulario del futuro y, sin duda, los políticos de la próxima década se verán obligados a cambiar de retórica. Nadie sabe, por ejemplo, cómo podrán seguir amparando al sistema financiero que en último término controla los mecanismos democráticos. ¿Qué discurso pondrán en pie para justificar el fracaso financiero? ¿Y sus sueldos?
Un libro reciente (Jan de Vries, The industrious revolution, Cambridge UP) estudia un fenómeno similar que tuvo lugar en el comienzo de la edad moderna. Lo cierto es que todavía nadie puede explicar de un modo convincente por qué a mediados del siglo XVII se dio una mutación tan súbita y general. El caso es que en menos de cien años la sociedad tradicional que había vivido básicamente de lo que producían unas células familiares casi autárquicas, se convirtió en una sociedad que compraba fuera del hogar (en el mercado) multitud de objetos innecesarios. El proceso comenzó hacia 1650 en los Países Bajos, Gran Bretaña y las colonias americanas, pero se extendió luego al mundo entero.
Lo chocante es que esa transformación no tiene explicación racional alguna. De nuevo nos topamos con frases tan vacías como nuestra “crisis de confianza”, que no explica nada. En el caso barroco, la palabra es deseo. De pronto y sin razón discernible, las familias comenzaron a desear vajillas, cubertería, trajes más calientes y hermosos, cortinas en las ventanas, carruajes, lavabos, jabón, ropa interior, dieta variada… Lujos que habían sido considerados pecaminosos en las familias pobres o de clase media y que las iglesias habían combatido como caprichos impíos.
Para dejar de vivir con lo que producían y acceder a un excedente que permitiera comprar lujo y confort, las familias urbanas pusieron a trabajar a las mujeres y los hijos. Las hijas ingresaron en la servidumbre. Los hombres ampliaron sus jornadas laborales. Se redujo el horario dedicado a las prácticas religiosas. Las mujeres comenzaron a dominar algunas técnicas, sobre todo textiles. En fin, el conjunto de cambios fue extenso, y lo mejor será que lean al doctor De Vries. Lo que nos importa es que ese “impetuoso deseo” (una “crisis de confianza” a la inversa) se afianzó con la Revolución Francesa, y al poco la Revolución Industrial aumentaría exponencialmente un proceso que se alarga de 1650 a 1850.
LA CRISIS barroca no solo creó la llamada “edad moderna”: también hundió las cuentas del clero y el prestigio de los intelectuales, todos ellos enemigos feroces del dispendio y del lujo. Hay que esperar a Mandeville y a Adam Smith para oír hablar a favor del deseo, del dispendio, del mercado y del confort. Es asombroso que el primer relato de este proceso moderno aparezca en España. Don Quijote es un ilustrado tradicionalista (hoy estaría en Izquierda Unida) que quiere defender la poesía del mundo heroico, pero se rompe la crisma una y otra vez contra el mundo prosaico, moderno, práctico y ajeno a los milagros, los torneos, los gigantes y las doncellas desvalidas.
Nuestra crisis no parece muy distinta de la barroca, aunque solo estemos en su inicio. ¿Cómo será el mundo que emerja de esta mutación? ¿Y dónde tendrá el centro? ¿Seguirá hablando en inglés? ¿Y regalando teléfonos móviles a sus niños? ¿O quizá nos espera algo más interesante? ¿La unidad de los ciudadanos contra la casta bancaria y sus lacayos políticos? ¿Partidos que defiendan al votante en lugar de exprimirlo? ¿Reaparición de la guerrilla urbana? ¿La extinción del automóvil privado? ¿Un nuevo totalitarismo? En todo caso, hay algo seguro: dentro de cinco años no nos conocerá ni nuestra madre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Nadie tiene ni idea de cómo será el mundo cuando comience de nuevo a girar y los medios de persuasión nos ordenen un cambio de lenguaje. Para explicar el final del actual expolio bancario suelen emplear una fórmula curiosa: “la salida de la crisis”. Los gerentes quieren dar a entender que eso llamado crisis es una enfermedad infantil: primero, grandes ataques de fiebre; luego, estabilidad, y, al poco, regresa la salud para cargar de energía a ese niño que ahora es un adulto. La metáfora, sin embargo, es beocia. Nada de enfermedad. A lo que más se parece es a una guerra, aunque de momento los muertos solo sean económicos.
NUNCA SE ha visto una súbita ruina que no vaya seguida por un notable cambio social. Las decadencias financieras graves suelen acompañarse de guerras devastadoras para la población, pero muy ventajosas para la élite de los negocios. Supongamos, sin embargo, que en este caso a la ruina no le suceda la inyección lucrativa de una guerra mundial. ¿Qué sucederá cuando cambie el vocabulario?
La crisis de los años 30 propició los totalitarismos fascista y comunista que se midieron en la segunda guerra mundial y cuyos efectos económicos dieron el poder global a EEUU en estudiado reparto con la URSS. Ha sido un largo ciclo: aún vivimos de los restos de aquella guerra (fría). La mayoría de políticos actuales mantienen el vocabulario del siglo pasado: nacionalismo, izquierda y derecha, rojos y azules, demócratas y fachas… No en vano, casi todos se educaron políticamente en el totalitarismo. Los más jóvenes carecen de lenguaje propio, y sorprende su escasa pericia para usar frases compuestas.
Mientras dure la así llamada crisis se va a forjar el vocabulario del futuro y, sin duda, los políticos de la próxima década se verán obligados a cambiar de retórica. Nadie sabe, por ejemplo, cómo podrán seguir amparando al sistema financiero que en último término controla los mecanismos democráticos. ¿Qué discurso pondrán en pie para justificar el fracaso financiero? ¿Y sus sueldos?
Un libro reciente (Jan de Vries, The industrious revolution, Cambridge UP) estudia un fenómeno similar que tuvo lugar en el comienzo de la edad moderna. Lo cierto es que todavía nadie puede explicar de un modo convincente por qué a mediados del siglo XVII se dio una mutación tan súbita y general. El caso es que en menos de cien años la sociedad tradicional que había vivido básicamente de lo que producían unas células familiares casi autárquicas, se convirtió en una sociedad que compraba fuera del hogar (en el mercado) multitud de objetos innecesarios. El proceso comenzó hacia 1650 en los Países Bajos, Gran Bretaña y las colonias americanas, pero se extendió luego al mundo entero.
Lo chocante es que esa transformación no tiene explicación racional alguna. De nuevo nos topamos con frases tan vacías como nuestra “crisis de confianza”, que no explica nada. En el caso barroco, la palabra es deseo. De pronto y sin razón discernible, las familias comenzaron a desear vajillas, cubertería, trajes más calientes y hermosos, cortinas en las ventanas, carruajes, lavabos, jabón, ropa interior, dieta variada… Lujos que habían sido considerados pecaminosos en las familias pobres o de clase media y que las iglesias habían combatido como caprichos impíos.
Para dejar de vivir con lo que producían y acceder a un excedente que permitiera comprar lujo y confort, las familias urbanas pusieron a trabajar a las mujeres y los hijos. Las hijas ingresaron en la servidumbre. Los hombres ampliaron sus jornadas laborales. Se redujo el horario dedicado a las prácticas religiosas. Las mujeres comenzaron a dominar algunas técnicas, sobre todo textiles. En fin, el conjunto de cambios fue extenso, y lo mejor será que lean al doctor De Vries. Lo que nos importa es que ese “impetuoso deseo” (una “crisis de confianza” a la inversa) se afianzó con la Revolución Francesa, y al poco la Revolución Industrial aumentaría exponencialmente un proceso que se alarga de 1650 a 1850.
LA CRISIS barroca no solo creó la llamada “edad moderna”: también hundió las cuentas del clero y el prestigio de los intelectuales, todos ellos enemigos feroces del dispendio y del lujo. Hay que esperar a Mandeville y a Adam Smith para oír hablar a favor del deseo, del dispendio, del mercado y del confort. Es asombroso que el primer relato de este proceso moderno aparezca en España. Don Quijote es un ilustrado tradicionalista (hoy estaría en Izquierda Unida) que quiere defender la poesía del mundo heroico, pero se rompe la crisma una y otra vez contra el mundo prosaico, moderno, práctico y ajeno a los milagros, los torneos, los gigantes y las doncellas desvalidas.
Nuestra crisis no parece muy distinta de la barroca, aunque solo estemos en su inicio. ¿Cómo será el mundo que emerja de esta mutación? ¿Y dónde tendrá el centro? ¿Seguirá hablando en inglés? ¿Y regalando teléfonos móviles a sus niños? ¿O quizá nos espera algo más interesante? ¿La unidad de los ciudadanos contra la casta bancaria y sus lacayos políticos? ¿Partidos que defiendan al votante en lugar de exprimirlo? ¿Reaparición de la guerrilla urbana? ¿La extinción del automóvil privado? ¿Un nuevo totalitarismo? En todo caso, hay algo seguro: dentro de cinco años no nos conocerá ni nuestra madre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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