Por Juan Goytisolo, escritor (EL PAÍS, 13/01/09):
Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos”, leí en algún libro, no sé si de Todorov o de Carlos Fuentes. La frase se refería a gestas lejanas, como fueron la Conquista española de América o las guerras coloniales europeas del siglo XIX, cuando las crueldades de aquéllas, sufridas por pueblos “inferiores”, se revestían con un nimbo de altruismo y heroicidad: misión evangelizadora o aportación de las luces de la civilización a su barbarie y atraso.
Las cosas son hoy distintas. Ya se trate de guerras de agresión, ya de supuestamente defensivas e incluso preventivas, las imágenes del daño causadas por ellas nos llegan directamente a domicilio. Asistimos en nuestra casa a las atrocidades de los bombardeos, a la muerte casi en directo de mujeres y de niños, al martilleo continuo de poblaciones aterrorizadas. La vista sobrecogedora de ruinas, cadáveres, desesperación de los próximos a las víctimas, puede ser captada no obstante sin que imaginemos los sentimientos de impotencia, rabia o dolor ajenos, sin que nos pongamos en la piel de quienes los sufren. El rechazo voluntario o inducido al reconocimiento del daño que causamos es a menudo producto de la ansiedad, del horror a nuestro propio pasado, de temores ancestrales a su reiteración en lo por venir. Matamos por miedo, atrapados en una espiral de zozobra, recelo e impulsos agresivos de la que es difícil escapar. A causa de ello dejamos que la fuerza de la razón ceda paso a la razón de la fuerza. No nos sentimos culpables del mal que infligimos en función del que pudiera abatirse sobre nuestras cabezas. La lógica del temor / castigo / temor no tiene fin, pero la angustia y la confianza ciega en la propia fuerza son malas consejeras.
Escribo esto a propósito de Gaza. ¿Era necesaria tal exhibición de prepotencia militar para poner fin al lanzamiento de cohetes artesanales a Sdirot y a otras localidades israelíes cercanas a la franja? El asedio por tierra, mar y aire a un millón y medio de personas hambrientas y que claman venganza, ¿conduce a una resolución del problema securitario de Israel o, más previsiblemente, lo agrava? ¿Era la única opción sobre el tapete después del minigolpe de Estado de Hamás contra la desacreditada Autoridad Palestina, como repiten a diario los portavoces militares y gubernamentales del Estado hebreo? La comunidad internacional, salvo los halcones de Bush, piensa lo contrario.
Machacar, machacar y machacar no garantiza el futuro de Israel: lo enclaustra en una mentalidad asediada que a largo plazo juega contra él. Sembrar el odio y el afán de revancha refuerzan, al revés, a Hamás, Hezbolá, y a sus mentores iraníes y sirios. ¿No es contradictorio alegar la legítima defensa del Estado judío contra “los lobos” que le rodean (empleo la terminología de un conocido analista norteamericano) y fomentar al mismo tiempo la proliferación infinita de estos “lobos” con una política de asfixia y destrucción de todas las infraestructuras civiles de la franja, incluidas escuelas, mezquitas, edificios administrativos y centros de acogida para refugiados de Naciones Unidas?
No basta con ver el destrozo cruel en los noticiarios televisivos para ponerse en la piel del daño infligido al otro: a estos centenares de miles de jóvenes de la franja, indignados por la patética incapacidad de Abbás y la complicidad en su desdicha de supuestos países hermanos, como el Egipto de Mubarak. Cualquier observador extranjero comprobará el efecto inverso del encarnizamiento que convierte a este gueto infame en un auténtico infierno: desde la frase de un profesor, laico por más señas, reproducida en uno de mis reportajes sobre Gaza de la pasada década -”mire a los jóvenes de los campos. Viven apretujados, sin trabajo, distracciones, posibilidades de emigrar ni de fundar una familia. Poco a poco se sienten morir en vida y su corazón se transforma en bomba. Y un día, sin avisar a nadie, correrán con un arma cualquiera a una operación terrorista suicida. No les importa morir porque se sienten ya muertos”-, hasta la recogida por el corresponsal de este periódico el pasado día 5 -”la gente apoya más que nunca a Hamás porque ha llegado un punto en el que la vida y la muerte son casi lo mismo”-, los hechos confirman que el Plomo Endurecido no resuelve nada: dilata y dificulta inútilmente la ya compleja y ardua resolución del conflicto.
Confieso mi perplejidad ante un dislate como el que, tras la terrible frase de Sharon -”los palestinos deben sufrir mucho más”, formulada hace siete años a guisa de programa de acción-, un intelectual como Abraham Yehoshua la acepte hoy a su manera cuando, en estas mismas páginas, afirmaba sin rubor que “la capacidad de sufrimiento de los palestinos es mucho mayor”. ¿Se basa ello en un diagnóstico científico, en un psicómetro capaz de medir el dolor propio y ajeno? O ¿no será más bien reflejo de esta incapacidad de imaginar el padecimiento de los demás, ya fueren judíos, indoamericanos, negros o palestinos? Una oportuna lectura de Todorov nos sacaría de dudas.
El aplastamiento de Gaza no responde a una estrategia bien meditada: se funda más bien en una política oportunista de rentabilidad electoral de cara a las próximas elecciones parlamentarias, a costa de desvanecer las últimas ilusiones de quienes, desde Oslo a Annápolis, creyeron en la posibilidad de una solución dialogada, aunque desmentida año tras año, sobre el terreno, en los Territorios Ocupados: extensión imparable de la colonización, humillaciones diarias de los habitantes de Jerusalén Este y de Cisjordania, miseria y asfixia de Gaza, sobre todo después del triunfo electoral de Hamás, calificado de movimiento terrorista por Norteamérica y por una Unión Europea trágicamente desunida e incapaz de desempeñar el papel de mediador creíble que aconsejan las circunstancias.
El juego de separar el supuesto Estado palestino en dos entidades y de fragmentar el territorio cisjordano en bantustanes inviables perjudica ante todo al desacreditado Gobierno de Mahmud Abbás. Pues el radicalismo de una parte alimenta al de la otra y, con la excusa de no dialogar con los terroristas -obviando el hecho de que fueron democráticamente elegidos- el único “Estado democrático” de la región viola a diario las resoluciones de la ONU y desdeña olímpicamente la reprobación casi unánime de la opinión pública internacional.
Me vienen a la memoria la frase de alguien tan poco sospechoso de parcialidad antiisraelí como Marek Halter después de su visita a los Territorios Ocupados -"tengo miedo por Israel e Israel me da miedo"- y las reflexiones de mi amigo Jean Daniel sobre la paradoja histórica de que Israel -creado por los padres del movimiento sionista con el objetivo de constituir un Estado como los demás-, actúa desde 1967 como un Estado diferente de los demás, en la medida en que se sitúa deliberadamente al margen de la comunidad internacional que reconoció su existencia hace 60 años. La falta de imaginación respecto al dolor de los palestinos -la capacidad ética y, a fin de cuentas, humana de ponerse en su lugar- le encierra en un callejón sin salida: el de golpear más y más duro a sus enemigos, tanto a los que se niegan a aceptar la realidad con su infausta retórica e insostenibles bravatas -las de “arrojar a los judíos al mar”- como a los que aspiran a una paz y a un horizonte compartidos mediante el retorno a la llamada línea verde, conforme a la resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Escucho, con esperanza y alivio, la voz de sus intelectuales disidentes, de esos hombres y mujeres resueltos a distanciarse de la unanimidad clamorosa que señalan las encuestas por el éxito efímero de la devastadora operación militar en la franja. Son los disidentes laicos de uno y otro bando quienes abanderan la vuelta a la razón. Su aún quimérico anhelo de paz, se basa en la esperanza de alcanzar algún día un acuerdo pragmático y justo. Simples seres humanos, ven, imaginan y sienten el daño que infligen a los otros y que no quieren para sí mismos. En la línea ejemplar de Edward Said, desarraigado a la fuerza desde su niñez palestina, se niegan a echar raíces, como los árboles en el suelo de la opresión. Quieren ser el viento y el agua, como todas las cosas que fluyen en la constante mutabilidad del río de Heráclito. ¡Ojalá un día, más temprano que tarde, la historia les dé la razón!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos”, leí en algún libro, no sé si de Todorov o de Carlos Fuentes. La frase se refería a gestas lejanas, como fueron la Conquista española de América o las guerras coloniales europeas del siglo XIX, cuando las crueldades de aquéllas, sufridas por pueblos “inferiores”, se revestían con un nimbo de altruismo y heroicidad: misión evangelizadora o aportación de las luces de la civilización a su barbarie y atraso.
Las cosas son hoy distintas. Ya se trate de guerras de agresión, ya de supuestamente defensivas e incluso preventivas, las imágenes del daño causadas por ellas nos llegan directamente a domicilio. Asistimos en nuestra casa a las atrocidades de los bombardeos, a la muerte casi en directo de mujeres y de niños, al martilleo continuo de poblaciones aterrorizadas. La vista sobrecogedora de ruinas, cadáveres, desesperación de los próximos a las víctimas, puede ser captada no obstante sin que imaginemos los sentimientos de impotencia, rabia o dolor ajenos, sin que nos pongamos en la piel de quienes los sufren. El rechazo voluntario o inducido al reconocimiento del daño que causamos es a menudo producto de la ansiedad, del horror a nuestro propio pasado, de temores ancestrales a su reiteración en lo por venir. Matamos por miedo, atrapados en una espiral de zozobra, recelo e impulsos agresivos de la que es difícil escapar. A causa de ello dejamos que la fuerza de la razón ceda paso a la razón de la fuerza. No nos sentimos culpables del mal que infligimos en función del que pudiera abatirse sobre nuestras cabezas. La lógica del temor / castigo / temor no tiene fin, pero la angustia y la confianza ciega en la propia fuerza son malas consejeras.
Escribo esto a propósito de Gaza. ¿Era necesaria tal exhibición de prepotencia militar para poner fin al lanzamiento de cohetes artesanales a Sdirot y a otras localidades israelíes cercanas a la franja? El asedio por tierra, mar y aire a un millón y medio de personas hambrientas y que claman venganza, ¿conduce a una resolución del problema securitario de Israel o, más previsiblemente, lo agrava? ¿Era la única opción sobre el tapete después del minigolpe de Estado de Hamás contra la desacreditada Autoridad Palestina, como repiten a diario los portavoces militares y gubernamentales del Estado hebreo? La comunidad internacional, salvo los halcones de Bush, piensa lo contrario.
Machacar, machacar y machacar no garantiza el futuro de Israel: lo enclaustra en una mentalidad asediada que a largo plazo juega contra él. Sembrar el odio y el afán de revancha refuerzan, al revés, a Hamás, Hezbolá, y a sus mentores iraníes y sirios. ¿No es contradictorio alegar la legítima defensa del Estado judío contra “los lobos” que le rodean (empleo la terminología de un conocido analista norteamericano) y fomentar al mismo tiempo la proliferación infinita de estos “lobos” con una política de asfixia y destrucción de todas las infraestructuras civiles de la franja, incluidas escuelas, mezquitas, edificios administrativos y centros de acogida para refugiados de Naciones Unidas?
No basta con ver el destrozo cruel en los noticiarios televisivos para ponerse en la piel del daño infligido al otro: a estos centenares de miles de jóvenes de la franja, indignados por la patética incapacidad de Abbás y la complicidad en su desdicha de supuestos países hermanos, como el Egipto de Mubarak. Cualquier observador extranjero comprobará el efecto inverso del encarnizamiento que convierte a este gueto infame en un auténtico infierno: desde la frase de un profesor, laico por más señas, reproducida en uno de mis reportajes sobre Gaza de la pasada década -”mire a los jóvenes de los campos. Viven apretujados, sin trabajo, distracciones, posibilidades de emigrar ni de fundar una familia. Poco a poco se sienten morir en vida y su corazón se transforma en bomba. Y un día, sin avisar a nadie, correrán con un arma cualquiera a una operación terrorista suicida. No les importa morir porque se sienten ya muertos”-, hasta la recogida por el corresponsal de este periódico el pasado día 5 -”la gente apoya más que nunca a Hamás porque ha llegado un punto en el que la vida y la muerte son casi lo mismo”-, los hechos confirman que el Plomo Endurecido no resuelve nada: dilata y dificulta inútilmente la ya compleja y ardua resolución del conflicto.
Confieso mi perplejidad ante un dislate como el que, tras la terrible frase de Sharon -”los palestinos deben sufrir mucho más”, formulada hace siete años a guisa de programa de acción-, un intelectual como Abraham Yehoshua la acepte hoy a su manera cuando, en estas mismas páginas, afirmaba sin rubor que “la capacidad de sufrimiento de los palestinos es mucho mayor”. ¿Se basa ello en un diagnóstico científico, en un psicómetro capaz de medir el dolor propio y ajeno? O ¿no será más bien reflejo de esta incapacidad de imaginar el padecimiento de los demás, ya fueren judíos, indoamericanos, negros o palestinos? Una oportuna lectura de Todorov nos sacaría de dudas.
El aplastamiento de Gaza no responde a una estrategia bien meditada: se funda más bien en una política oportunista de rentabilidad electoral de cara a las próximas elecciones parlamentarias, a costa de desvanecer las últimas ilusiones de quienes, desde Oslo a Annápolis, creyeron en la posibilidad de una solución dialogada, aunque desmentida año tras año, sobre el terreno, en los Territorios Ocupados: extensión imparable de la colonización, humillaciones diarias de los habitantes de Jerusalén Este y de Cisjordania, miseria y asfixia de Gaza, sobre todo después del triunfo electoral de Hamás, calificado de movimiento terrorista por Norteamérica y por una Unión Europea trágicamente desunida e incapaz de desempeñar el papel de mediador creíble que aconsejan las circunstancias.
El juego de separar el supuesto Estado palestino en dos entidades y de fragmentar el territorio cisjordano en bantustanes inviables perjudica ante todo al desacreditado Gobierno de Mahmud Abbás. Pues el radicalismo de una parte alimenta al de la otra y, con la excusa de no dialogar con los terroristas -obviando el hecho de que fueron democráticamente elegidos- el único “Estado democrático” de la región viola a diario las resoluciones de la ONU y desdeña olímpicamente la reprobación casi unánime de la opinión pública internacional.
Me vienen a la memoria la frase de alguien tan poco sospechoso de parcialidad antiisraelí como Marek Halter después de su visita a los Territorios Ocupados -"tengo miedo por Israel e Israel me da miedo"- y las reflexiones de mi amigo Jean Daniel sobre la paradoja histórica de que Israel -creado por los padres del movimiento sionista con el objetivo de constituir un Estado como los demás-, actúa desde 1967 como un Estado diferente de los demás, en la medida en que se sitúa deliberadamente al margen de la comunidad internacional que reconoció su existencia hace 60 años. La falta de imaginación respecto al dolor de los palestinos -la capacidad ética y, a fin de cuentas, humana de ponerse en su lugar- le encierra en un callejón sin salida: el de golpear más y más duro a sus enemigos, tanto a los que se niegan a aceptar la realidad con su infausta retórica e insostenibles bravatas -las de “arrojar a los judíos al mar”- como a los que aspiran a una paz y a un horizonte compartidos mediante el retorno a la llamada línea verde, conforme a la resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Escucho, con esperanza y alivio, la voz de sus intelectuales disidentes, de esos hombres y mujeres resueltos a distanciarse de la unanimidad clamorosa que señalan las encuestas por el éxito efímero de la devastadora operación militar en la franja. Son los disidentes laicos de uno y otro bando quienes abanderan la vuelta a la razón. Su aún quimérico anhelo de paz, se basa en la esperanza de alcanzar algún día un acuerdo pragmático y justo. Simples seres humanos, ven, imaginan y sienten el daño que infligen a los otros y que no quieren para sí mismos. En la línea ejemplar de Edward Said, desarraigado a la fuerza desde su niñez palestina, se niegan a echar raíces, como los árboles en el suelo de la opresión. Quieren ser el viento y el agua, como todas las cosas que fluyen en la constante mutabilidad del río de Heráclito. ¡Ojalá un día, más temprano que tarde, la historia les dé la razón!
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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