Por David Grossman, escritor israelí. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 03/03/09):
Como los zorros de la historia bíblica de Sansón, unidos en parejas por la cola con una antorcha en llamas entre ellos, los palestinos y nosotros, los israelíes, nos arrastramos al desastre, a pesar de la fuerza que tiene cada uno, e incluso cuando tratamos por todos los medios de separarnos. Y al hacerlo, quemamos al otro que está ligado a nosotros, nuestro doble, nuestra némesis, nosotros mismos.
Por eso, en medio de la ola de invectivas nacionalistas que inunda Israel, convendría no olvidar que la última operación en Gaza no fue, al fin y al cabo, sino una etapa más en una vía de una sola dirección, asfaltada con fuego, violencia y odio. En esa vía, a veces se gana y a veces se pierde, pero el final siempre es la ruina.
Mientras los israelíes nos felicitamos porque esa campaña rectificó los errores militares de la segunda guerra de Líbano, deberíamos hacer caso a las voces que dicen que los triunfos de las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) no son la prueba indudable de que Israel tenía razón al emprender una operación de semejantes proporciones; y, desde luego, no justifican la forma de llevar a cabo la misión. Los logros de las FDI sólo confirman que Israel es mucho más fuerte que Hamás y que, en ciertas circunstancias, puede ser muy duro y cruel.
Sin embargo, con el fin de las operaciones, ahora que todos conocen la magnitud de las matanzas y la destrucción, quizá la sociedad israelí sea capaz de controlar por un momento sus complejos mecanismos de represión y superioridad moral. Y quizá entonces se imprima en la conciencia israelí algún tipo de enseñanza. Tal vez entonces comprenderemos, por fin, algo profundo y fundamental: que nuestra conducta en esta región es, desde hace mucho tiempo, errónea, inmoral e imprudente. En concreto, que aviva sin cesar las llamas que nos consumen.
Desde luego, no puede absolverse a los palestinos de sus errores y sus crímenes. Sería una muestra de desprecio y condescendencia hacia ellos, como si no fueran adultos racionales, responsables de cada una de sus faltas y equivocaciones.
Es cierto que los habitantes de la Franja de Gaza estaban, en gran medida, “estrangulados” por Israel, pero también ellos tenían otras opciones, otras formas de protestar, de dar a conocer su difícil situación. Disparar miles de cohetes contra civiles inocentes en Israel no era la única posibilidad que tenían. No debemos olvidarlo. No debemos perdonar a los palestinos, como si fuera lo más natural que, cuando ellos están en dificultades, su respuesta casi automática tenga que ser la violencia.Pero, incluso cuando los palestinos actúan con una beligerancia temeraria -con atentados suicidas y misiles Qassam-, Israel, que es mucho más fuerte que ellos, tiene una inmensa capacidad de controlar el nivel de violencia en el conflicto en general. Y, por tanto, puede tener una profunda influencia a la hora de aplacar los ánimos y arrancar a ambas partes de esta espiral violenta. La última acción militar en Gaza indica que entre las autoridades israelíes no parece haber nadie que comprenda ese hecho, este aspecto fundamental de la disputa.
Al fin y al cabo, llegará un día en el que querremos tratar de restañar las heridas que acabamos de infligir. ¿Cómo puede llegar ese día si los israelíes no asumimos que nuestro poderío militar no puede ser nuestra principal herramienta para establecer nuestra presencia aquí, con las naciones árabes enfrente? ¿Cómo puede llegar ese día si no comprendemos la grave responsabilidad que nos imponen nuestros variopintos y fatídicos vínculos, pasados y futuros, con la nación palestina en Cisjordania, la Franja de Gaza y el propio Israel?
Cuando se despejen las nubes de humo de las declaraciones de los políticos sobre una victoria amplia y decisiva, cuando comprendamos lo que consiguió verdaderamente la operación en Gaza y cuánta diferencia hay entre esas declaraciones y lo que de verdad necesitamos saber para vivir una vida normal en esta región, cuando reconozcamos que toda una nación se dejó hipnotizar porque necesitaba creer como fuera que Gaza iba a curar la enfermedad de Líbano, entonces, podremos volver nuestra atención hacia quienes, una y otra vez, han instigado la soberbia y la euforia de poder de la sociedad israelí. Hacia quienes, desde hace tantos años, nos han enseñado a despreciar la fe en la paz y cualquier esperanza de cambio en nuestras relaciones con los árabes. Hacia quienes nos han convencido de que los árabes sólo entienden la fuerza y que, por tanto, sólo podemos hablarles en ese lenguaje. Como tantas veces les hemos hablado así, y sólo así, nos hemos olvidado de que existen otros lenguajes que pueden emplearse para hablar con otros seres humanos, incluso con los enemigos, incluso con enemigos tan acérrimos como Hamás; unos lenguajes que son tan propios de nosotros, los israelíes, como el lenguaje del avión y el carro de combate.
Hablar con los palestinos. Ésa debe ser la conclusión fundamental de este último y sangriento estallido bélico. Hablar incluso con quienes no reconocen nuestro derecho a existir aquí. En vez de ignorar a Hamás, conviene aprovechar la nueva situación y entablar un diálogo que haga posible un acuerdo con el pueblo palestino en su conjunto. Hablar, para comprender que la realidad no es sólo el relato herméticamente sellado que los palestinos y nosotros nos contamos desde hace generaciones y que, en buena parte, está formado por fantasías, deseos y pesadillas. Hablar para crear, en esta realidad opaca y sorda, una oportunidad de diálogo, de tener esa alternativa hoy tan despreciada y olvidada, que, en la tempestad de la guerra, casi no dispone de hueco, esperanza ni creyentes.
Hablar como estrategia muy meditada, iniciar el diálogo, insistir en la comunicación, hablar a las paredes, hablar aunque parezca que no sirve de nada. A largo plazo, ese tesón puede ayudar más a nuestro futuro que cientos de aviones arrojando bombas sobre una ciudad y sus habitantes. Hablar a partir de la comprensión, nacida de los horrores que acabamos de ver, de que la destrucción que somos capaces de infligirnos unos a otros, cada pueblo a su manera, es una fuerza inmensa y corruptora. Si nos rendimos a ella y su lógica, al final, nos destruirá a todos.
Hablar porque lo que ocurrió en la Franja de Gaza durante tres semanas de este invierno coloca ante nosotros, los israelíes, un espejo que refleja un rostro que nos horrorizaría si lo viéramos por un momento desde fuera o si lo observáramos en otro país. Entonces comprenderíamos que nuestra victoria no es una victoria auténtica y que la guerra de Gaza no nos ha ayudado a curar nada de lo que necesitábamos desesperadamente curar.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Como los zorros de la historia bíblica de Sansón, unidos en parejas por la cola con una antorcha en llamas entre ellos, los palestinos y nosotros, los israelíes, nos arrastramos al desastre, a pesar de la fuerza que tiene cada uno, e incluso cuando tratamos por todos los medios de separarnos. Y al hacerlo, quemamos al otro que está ligado a nosotros, nuestro doble, nuestra némesis, nosotros mismos.
Por eso, en medio de la ola de invectivas nacionalistas que inunda Israel, convendría no olvidar que la última operación en Gaza no fue, al fin y al cabo, sino una etapa más en una vía de una sola dirección, asfaltada con fuego, violencia y odio. En esa vía, a veces se gana y a veces se pierde, pero el final siempre es la ruina.
Mientras los israelíes nos felicitamos porque esa campaña rectificó los errores militares de la segunda guerra de Líbano, deberíamos hacer caso a las voces que dicen que los triunfos de las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) no son la prueba indudable de que Israel tenía razón al emprender una operación de semejantes proporciones; y, desde luego, no justifican la forma de llevar a cabo la misión. Los logros de las FDI sólo confirman que Israel es mucho más fuerte que Hamás y que, en ciertas circunstancias, puede ser muy duro y cruel.
Sin embargo, con el fin de las operaciones, ahora que todos conocen la magnitud de las matanzas y la destrucción, quizá la sociedad israelí sea capaz de controlar por un momento sus complejos mecanismos de represión y superioridad moral. Y quizá entonces se imprima en la conciencia israelí algún tipo de enseñanza. Tal vez entonces comprenderemos, por fin, algo profundo y fundamental: que nuestra conducta en esta región es, desde hace mucho tiempo, errónea, inmoral e imprudente. En concreto, que aviva sin cesar las llamas que nos consumen.
Desde luego, no puede absolverse a los palestinos de sus errores y sus crímenes. Sería una muestra de desprecio y condescendencia hacia ellos, como si no fueran adultos racionales, responsables de cada una de sus faltas y equivocaciones.
Es cierto que los habitantes de la Franja de Gaza estaban, en gran medida, “estrangulados” por Israel, pero también ellos tenían otras opciones, otras formas de protestar, de dar a conocer su difícil situación. Disparar miles de cohetes contra civiles inocentes en Israel no era la única posibilidad que tenían. No debemos olvidarlo. No debemos perdonar a los palestinos, como si fuera lo más natural que, cuando ellos están en dificultades, su respuesta casi automática tenga que ser la violencia.Pero, incluso cuando los palestinos actúan con una beligerancia temeraria -con atentados suicidas y misiles Qassam-, Israel, que es mucho más fuerte que ellos, tiene una inmensa capacidad de controlar el nivel de violencia en el conflicto en general. Y, por tanto, puede tener una profunda influencia a la hora de aplacar los ánimos y arrancar a ambas partes de esta espiral violenta. La última acción militar en Gaza indica que entre las autoridades israelíes no parece haber nadie que comprenda ese hecho, este aspecto fundamental de la disputa.
Al fin y al cabo, llegará un día en el que querremos tratar de restañar las heridas que acabamos de infligir. ¿Cómo puede llegar ese día si los israelíes no asumimos que nuestro poderío militar no puede ser nuestra principal herramienta para establecer nuestra presencia aquí, con las naciones árabes enfrente? ¿Cómo puede llegar ese día si no comprendemos la grave responsabilidad que nos imponen nuestros variopintos y fatídicos vínculos, pasados y futuros, con la nación palestina en Cisjordania, la Franja de Gaza y el propio Israel?
Cuando se despejen las nubes de humo de las declaraciones de los políticos sobre una victoria amplia y decisiva, cuando comprendamos lo que consiguió verdaderamente la operación en Gaza y cuánta diferencia hay entre esas declaraciones y lo que de verdad necesitamos saber para vivir una vida normal en esta región, cuando reconozcamos que toda una nación se dejó hipnotizar porque necesitaba creer como fuera que Gaza iba a curar la enfermedad de Líbano, entonces, podremos volver nuestra atención hacia quienes, una y otra vez, han instigado la soberbia y la euforia de poder de la sociedad israelí. Hacia quienes, desde hace tantos años, nos han enseñado a despreciar la fe en la paz y cualquier esperanza de cambio en nuestras relaciones con los árabes. Hacia quienes nos han convencido de que los árabes sólo entienden la fuerza y que, por tanto, sólo podemos hablarles en ese lenguaje. Como tantas veces les hemos hablado así, y sólo así, nos hemos olvidado de que existen otros lenguajes que pueden emplearse para hablar con otros seres humanos, incluso con los enemigos, incluso con enemigos tan acérrimos como Hamás; unos lenguajes que son tan propios de nosotros, los israelíes, como el lenguaje del avión y el carro de combate.
Hablar con los palestinos. Ésa debe ser la conclusión fundamental de este último y sangriento estallido bélico. Hablar incluso con quienes no reconocen nuestro derecho a existir aquí. En vez de ignorar a Hamás, conviene aprovechar la nueva situación y entablar un diálogo que haga posible un acuerdo con el pueblo palestino en su conjunto. Hablar, para comprender que la realidad no es sólo el relato herméticamente sellado que los palestinos y nosotros nos contamos desde hace generaciones y que, en buena parte, está formado por fantasías, deseos y pesadillas. Hablar para crear, en esta realidad opaca y sorda, una oportunidad de diálogo, de tener esa alternativa hoy tan despreciada y olvidada, que, en la tempestad de la guerra, casi no dispone de hueco, esperanza ni creyentes.
Hablar como estrategia muy meditada, iniciar el diálogo, insistir en la comunicación, hablar a las paredes, hablar aunque parezca que no sirve de nada. A largo plazo, ese tesón puede ayudar más a nuestro futuro que cientos de aviones arrojando bombas sobre una ciudad y sus habitantes. Hablar a partir de la comprensión, nacida de los horrores que acabamos de ver, de que la destrucción que somos capaces de infligirnos unos a otros, cada pueblo a su manera, es una fuerza inmensa y corruptora. Si nos rendimos a ella y su lógica, al final, nos destruirá a todos.
Hablar porque lo que ocurrió en la Franja de Gaza durante tres semanas de este invierno coloca ante nosotros, los israelíes, un espejo que refleja un rostro que nos horrorizaría si lo viéramos por un momento desde fuera o si lo observáramos en otro país. Entonces comprenderíamos que nuestra victoria no es una victoria auténtica y que la guerra de Gaza no nos ha ayudado a curar nada de lo que necesitábamos desesperadamente curar.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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