Por Nicole Muchnik, periodista y pintora (EL PAÍS, 02/03/09):
Hace algunos siglos, la Iglesia dirigía su atención al problema, diríase poético, del sexo de los ángeles. ¿Tiene hoy Benedicto XVI algún problema con el sexo de los mortales?
Nadie en su sano juicio espera que el Papa aliente la libertad sexual de los gays y las lesbianas, se sienta cómodo con los travestis o firme un manifiesto en favor del Orgullo Gay. No obstante, su toma de posiciones sobre estos asuntos, unas ampliamente difundidas, otras prácticamente desapercibidas, dan que pensar.
El reciente llamamiento del Vaticano a boicotear la despenalización universal de la homosexualidad propuesta el 18 de diciembre por 66 países es clara en su argumentación. Según L’Osservatore Romano, órgano de prensa del Vaticano, para el arzobispo Celestino Migliore, observador permanente de la Santa Sede en la ONU y autor del llamamiento al boicot, el documento presentado “va más allá”. Según Migliore, los autores de la proposición no se preocupan sólo de “condenar toda forma de violencia contra los homosexuales”, sino que buscan “cancelar la diferencia entre sexos”. El diario católico lo explica así: “Lo que este documento promueve es la ideología de la identidad de género y de la orientación sexual”.
Ya en 2000 y en 2004, Joseph Ratzinger, como jefe de la Congregación de la Doctrina de la Fe, había afirmado que “la inclinación particular de la persona homosexual constituye una tendencia, más o menos marcada, a un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral”. El entonces cardenal y futuro Papa también había afirmado que la transexualidad no existe sino como “un trastorno mental”.
Y menos de dos meses antes de morir, Juan Pablo II había estimado que el matrimonio homosexual forma parte de “una nueva ideología del mal”.
Esta reiteración en el ostracismo de los homosexuales no puede sino recordar las viejas persecuciones de todo tipo de infieles. Desde la separación del judaísmo y el cristianismo y el consiguiente paso desde un cristianismo primitivo judaizado a la instauración de una Iglesia católica, apostólica y romana, esta institución no ha cesado de perseguir a todo tipo de cristianos y no cristianos, cátaros, albigenses, relapsos, apóstatas y tantos otros. En una palabra, todo lo que no respeta el dogma de la Santa Iglesia o, más banalmente, lo que ésta quiere erigir como norma.
Es innegable que sobre la religión católica pesan muchas amenazas. La ciencia, desde luego. Desde Galileo hasta la biología moderna, pasando por Darwin y sus descubrimientos sobre la evolución de las especies, la ciencia le plantea rompecabezas permanentemente. Y desde hace menos tiempo, la escasez de vocaciones sacerdotales, la deserción de las Iglesias y hasta la competencia de las demás religiones del mundo -musulmana, protestante o budista, esta última considerada por muchos más adecuada a nuestras sociedades liberales avanzadas- contribuyen sin duda a su declive.
Pero he aquí que el papa Benedicto XVI encuentra una nueva razón para intentar levantar cabeza en la corriente de estudios de género, unos estudios que consisten en la búsqueda de una explicación de las desigualdades sociales entre hombres y mujeres y de la dominación de un sexo por el otro.
Es así que, el 22 de diciembre de 2008, durante la sesión tradicional de presentación de votos de felicidad a la Curia romana, Benedicto XVI declaró: “Lo que a menudo se expresa y se entiende por género se resuelve en definitiva en la autoemancipación del hombre respecto de la creación y del Creador. El hombre quiere construirse él solo y decidir, siempre y exclusivamente él solo, acerca de lo que le atañe. Pero de esta manera vive contra la verdad, contra el Espíritu creador”.
El Papa agregó en esa ocasión: “Si las forestas tropicales merecen nuestra protección, el hombre no la merece menos”.
Así que ya no es únicamente la familia la que corre hoy un riesgo, sino el mismísimo hombre.
Sobre el nuevo problema planteado por los estudios de género, vale la pena recordar que la última declaración del Papa evoca las precedentes. Por ejemplo, en la Carta a los Obispos de 2004, dirigida a la Congregación de la Doctrina de la Fe y aprobada por Juan Pablo II, en la que el asunto de la mujer y de la homosexualidad se halla ampliamente comentado, Joseph Ratzinger escribía: “La mujer, para ser ella misma, se yergue como rival del hombre… La dimensión puramente cultural llamada género se acentúa al máximo. Semejante antropología ha hecho que se sitúe en un mismo plano la homosexualidad y la heterosexualidad”.
Esta intrusión de la Iglesia en las disciplinas universitarias ha sido señalada, entre otros, por Jean-François Staszak, director del Departamento de Geografía de la Universidad de Ginebra: “Razonablemente no es posible creer y hacer creer que si los niños van vestidos de azul y las niñas de rosa, y si hay tan pocas mujeres en puestos directivos, todo ello es fruto de una voluntad divina”.
Amén de su fina ironía, Staszak encuentra inquietante que la Iglesia condene de nuevo una disciplina científica aduciendo que es una amenaza para la religión.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hace algunos siglos, la Iglesia dirigía su atención al problema, diríase poético, del sexo de los ángeles. ¿Tiene hoy Benedicto XVI algún problema con el sexo de los mortales?
Nadie en su sano juicio espera que el Papa aliente la libertad sexual de los gays y las lesbianas, se sienta cómodo con los travestis o firme un manifiesto en favor del Orgullo Gay. No obstante, su toma de posiciones sobre estos asuntos, unas ampliamente difundidas, otras prácticamente desapercibidas, dan que pensar.
El reciente llamamiento del Vaticano a boicotear la despenalización universal de la homosexualidad propuesta el 18 de diciembre por 66 países es clara en su argumentación. Según L’Osservatore Romano, órgano de prensa del Vaticano, para el arzobispo Celestino Migliore, observador permanente de la Santa Sede en la ONU y autor del llamamiento al boicot, el documento presentado “va más allá”. Según Migliore, los autores de la proposición no se preocupan sólo de “condenar toda forma de violencia contra los homosexuales”, sino que buscan “cancelar la diferencia entre sexos”. El diario católico lo explica así: “Lo que este documento promueve es la ideología de la identidad de género y de la orientación sexual”.
Ya en 2000 y en 2004, Joseph Ratzinger, como jefe de la Congregación de la Doctrina de la Fe, había afirmado que “la inclinación particular de la persona homosexual constituye una tendencia, más o menos marcada, a un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral”. El entonces cardenal y futuro Papa también había afirmado que la transexualidad no existe sino como “un trastorno mental”.
Y menos de dos meses antes de morir, Juan Pablo II había estimado que el matrimonio homosexual forma parte de “una nueva ideología del mal”.
Esta reiteración en el ostracismo de los homosexuales no puede sino recordar las viejas persecuciones de todo tipo de infieles. Desde la separación del judaísmo y el cristianismo y el consiguiente paso desde un cristianismo primitivo judaizado a la instauración de una Iglesia católica, apostólica y romana, esta institución no ha cesado de perseguir a todo tipo de cristianos y no cristianos, cátaros, albigenses, relapsos, apóstatas y tantos otros. En una palabra, todo lo que no respeta el dogma de la Santa Iglesia o, más banalmente, lo que ésta quiere erigir como norma.
Es innegable que sobre la religión católica pesan muchas amenazas. La ciencia, desde luego. Desde Galileo hasta la biología moderna, pasando por Darwin y sus descubrimientos sobre la evolución de las especies, la ciencia le plantea rompecabezas permanentemente. Y desde hace menos tiempo, la escasez de vocaciones sacerdotales, la deserción de las Iglesias y hasta la competencia de las demás religiones del mundo -musulmana, protestante o budista, esta última considerada por muchos más adecuada a nuestras sociedades liberales avanzadas- contribuyen sin duda a su declive.
Pero he aquí que el papa Benedicto XVI encuentra una nueva razón para intentar levantar cabeza en la corriente de estudios de género, unos estudios que consisten en la búsqueda de una explicación de las desigualdades sociales entre hombres y mujeres y de la dominación de un sexo por el otro.
Es así que, el 22 de diciembre de 2008, durante la sesión tradicional de presentación de votos de felicidad a la Curia romana, Benedicto XVI declaró: “Lo que a menudo se expresa y se entiende por género se resuelve en definitiva en la autoemancipación del hombre respecto de la creación y del Creador. El hombre quiere construirse él solo y decidir, siempre y exclusivamente él solo, acerca de lo que le atañe. Pero de esta manera vive contra la verdad, contra el Espíritu creador”.
El Papa agregó en esa ocasión: “Si las forestas tropicales merecen nuestra protección, el hombre no la merece menos”.
Así que ya no es únicamente la familia la que corre hoy un riesgo, sino el mismísimo hombre.
Sobre el nuevo problema planteado por los estudios de género, vale la pena recordar que la última declaración del Papa evoca las precedentes. Por ejemplo, en la Carta a los Obispos de 2004, dirigida a la Congregación de la Doctrina de la Fe y aprobada por Juan Pablo II, en la que el asunto de la mujer y de la homosexualidad se halla ampliamente comentado, Joseph Ratzinger escribía: “La mujer, para ser ella misma, se yergue como rival del hombre… La dimensión puramente cultural llamada género se acentúa al máximo. Semejante antropología ha hecho que se sitúe en un mismo plano la homosexualidad y la heterosexualidad”.
Esta intrusión de la Iglesia en las disciplinas universitarias ha sido señalada, entre otros, por Jean-François Staszak, director del Departamento de Geografía de la Universidad de Ginebra: “Razonablemente no es posible creer y hacer creer que si los niños van vestidos de azul y las niñas de rosa, y si hay tan pocas mujeres en puestos directivos, todo ello es fruto de una voluntad divina”.
Amén de su fina ironía, Staszak encuentra inquietante que la Iglesia condene de nuevo una disciplina científica aduciendo que es una amenaza para la religión.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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