Por Juan Luis de León Azcárate, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Deusto (EL CORREO DIGITAL, 12/04/09):
Todavía no habíamos salido de la polémica sobre los crucifijos en la escuela pública cuando otra noticia de contenido religioso suscitó de nuevo, esta vez en tono menor, un cierto revuelo mediático: la de los autobuses urbanos cuya publicidad nos anima o a disfrutar de la vida porque Dios no existe o, todo lo contrario, a creer y a confiar en Él. Procurando en lo posible no repetir lo que otros ya han dicho, sí me gustaría hacer una serie de reflexiones en torno a la misma. Tres en concreto.
La primera gira en torno al hecho mismo de esta publicidad. Sorprende que surgiera en primer lugar de quienes niegan la existencia de Dios (’Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida’), aunque sus promotores no parecen estar muy seguros de lo que afirman (o, más bien, niegan), lo que hace aún más sorprendente la iniciativa y su vehemencia. Parece que lo lógico sería que la iniciativa partiera de quienes consideran que la sociedad occidental ha perdido sus raíces religiosas y ha caído en un laicismo anticristiano, pero más bien ha partido de quienes parecen darnos a entender que estamos viviendo una especie de atosigante imposición religiosa de la que hay que liberarse. Sea como fuera, esta curiosa publicidad (que no me atrevería a considerar ‘lesiva’ ni de contenido blasfemo como sostiene la nota ad hoc de la Oficina de Información de la Conferencia Episcopal Española) me hace pensar que nuestra sociedad, aunque pretenda evitarlo, está necesitada de un debate serio y sosegado sobre las grandes cuestiones existenciales de la persona: sobre el sentido de la vida, sobre la dimensión trascendente de la persona, sobre la existencia (o no) de Dios… Un debate que va mucho más allá de las distintas cuestiones suscitadas en torno a las relaciones Iglesia-Estado. El mundo de la cultura, los medios de comunicación, los foros de debate, el ámbito académico universitario no debieran soslayar este tipo de cuestiones existenciales que siempre han formado parte de la reflexión humana.
La segunda reflexión tiene que ver con alguna de las afirmaciones hechas en respuesta a esta publicidad. En particular con aquella que, publicada en este diario, afirmaba rotundamente que la Ciencia ha demostrado que Dios no existe: «sabemos lo suficiente para decir, con muy poco miedo a equivocarnos, que el Dios de los cristianos, musulmanes, judíos… o los dioses de los griegos, romanos… son creaciones humanas, demasiado humanas. Me temo que la ciencia ya ha dado el golpe de gracia al Dios personal». ¿Es esta afirmación cierta? ¿Realmente la Ciencia (concepto complejo de definir), particularmente la empírico-experimental (ciencias naturales y matemáticas, principalmente), ha demostrado que Dios no existe y que es una mera invención humana? Rotundamente no. Una cosa es afirmar que lo que el hombre entiende por divinidad está mediatizado por la cultura y el devenir histórico, lo que es evidente y objeto de estudio, y otra muy distinta que la Ciencia haya demostrado que Dios no existe. Más aún, conviene recordar que el método científico, por sí mismo y por su condición empírico-experimental, no puede ni afirmar ni negar la existencia de Dios. Esta es una cuestión que se sale de su campo de estudio. Con otras palabras, el método científico por sí mismo debe ser agnóstico, es decir, debe reconocer que la cuestión de la existencia de Dios (como otras cuestiones de índole abstracta y metafísica) desborda los límites empírico experimentales que le son propios. Corresponde más bien a las tradicionalmente llamadas ciencias humanas (Filosofía, Antropología, Sociología, Historia…) y, por supuesto, en su medida (dado que suele ser confesante) a la Teología, la investigación relativa a las ideas religiosas del ser humano, pero tampoco ninguna de ellas podrá afirmar o negar empíricamente la existencia de Dios. Esto no impide que el científico, como persona que es, tenga sus propias opiniones al respecto, dado que no es incompatible creer en Dios y aceptar los postulados y avances de la Ciencia.
Finalmente, la tercera reflexión que quiero hacer concierne a si la creencia en Dios implica o no una merma para la felicidad humana o para el disfrute de la vida como insinúa el anuncio publicitario que ha dado pie a este debate. Si atendemos a lo que dice la Biblia, por ceñirnos a la cultura religiosa que nos es más próxima, ésta abunda en referencias a la felicidad y al disfrute gozoso de la vida, siempre entendidos como un don de Dios. No hay realidad humana que no quede transida de la felicidad y del placer: el banquete o las comidas suelen representar la alegría del compartir y el amor sensual de la pareja es enaltecido en el ‘Cantar de los Cantares’. La Biblia no habla sólo de felicidad escatológica, al final de los tiempos y después de la muerte, sino también de felicidad terrena y compartida, especialmente con los que sufren. Por no entrar en más detalles, baste una referencia al libro del ‘Eclesiastés’ o ‘Qohélet’ (’el que reúne a la asamblea’). Se trata de una obra escrita quizá en la segunda mitad del siglo III a. C.. Pese a su relativa antigüedad es una obra muy actual. Su anónimo autor manifiesta escepticismo y cierto pesimismo por los cuatro costados. Para él, todo lo que sucede bajo el Sol, es decir, todo lo que acontece en el mundo de los hombres, es pasajero, transitorio, incluso a veces absurdo (’vanidad’ traducen nuestras biblias servilmente más de la Vulgata que del original hebreo). Lamenta que el destino de todos los seres humanos sea el mismo, la muerte (en aquella época Israel no conocía o no asumía los conceptos de resurrección e inmortalidad), y que en muchas ocasiones el mal triunfe sobre el bien. Pero, no obstante su pesimismo existencial, no deja de creer en Dios y entiende que los pequeños placeres de la vida, efímeros también, son dones de Dios que debieran poder disfrutar todos los hombres: «Comprendo que no hay para el hombre más felicidad que alegrarse y buscar el bienestar en su vida. Y que todo hombre coma y beba y disfrute bien en medio de sus fatigas, eso es don de Dios». (Qoh 3, 12-13). Sí, una forma de ‘carpe diem’, pero religiosa y solidaria.
En 1516 Tomás Moro escribió su brillante ‘Utopía’. En una de las descripciones que hace de los ciudadanos de este imaginario lugar, Moro no se hace ningún problema al conjugar razón, creencia en Dios y disfrute compartido de la vida: «Sienten finalmente que la razón inflama a los hombres en el amor y veneración a la Divina Majestad, a la que se debe el ser que tenemos, y el que seamos capaces de la propia felicidad, y que nos alienta para que pasemos la vida alegre y sin trabajos. A este intento hemos de mostrarnos agradecidos a la naturaleza ayudando a los demás para que gocen de lo mismo».
No, no son incompatibles el disfrute de la vida y el avance científico (al menos en la medida en que éste sea humanizador) con la creencia razonable en Dios y una visión solidaria de la felicidad. Yo, al menos, creo que no lo son. ¿Y usted?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Todavía no habíamos salido de la polémica sobre los crucifijos en la escuela pública cuando otra noticia de contenido religioso suscitó de nuevo, esta vez en tono menor, un cierto revuelo mediático: la de los autobuses urbanos cuya publicidad nos anima o a disfrutar de la vida porque Dios no existe o, todo lo contrario, a creer y a confiar en Él. Procurando en lo posible no repetir lo que otros ya han dicho, sí me gustaría hacer una serie de reflexiones en torno a la misma. Tres en concreto.
La primera gira en torno al hecho mismo de esta publicidad. Sorprende que surgiera en primer lugar de quienes niegan la existencia de Dios (’Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida’), aunque sus promotores no parecen estar muy seguros de lo que afirman (o, más bien, niegan), lo que hace aún más sorprendente la iniciativa y su vehemencia. Parece que lo lógico sería que la iniciativa partiera de quienes consideran que la sociedad occidental ha perdido sus raíces religiosas y ha caído en un laicismo anticristiano, pero más bien ha partido de quienes parecen darnos a entender que estamos viviendo una especie de atosigante imposición religiosa de la que hay que liberarse. Sea como fuera, esta curiosa publicidad (que no me atrevería a considerar ‘lesiva’ ni de contenido blasfemo como sostiene la nota ad hoc de la Oficina de Información de la Conferencia Episcopal Española) me hace pensar que nuestra sociedad, aunque pretenda evitarlo, está necesitada de un debate serio y sosegado sobre las grandes cuestiones existenciales de la persona: sobre el sentido de la vida, sobre la dimensión trascendente de la persona, sobre la existencia (o no) de Dios… Un debate que va mucho más allá de las distintas cuestiones suscitadas en torno a las relaciones Iglesia-Estado. El mundo de la cultura, los medios de comunicación, los foros de debate, el ámbito académico universitario no debieran soslayar este tipo de cuestiones existenciales que siempre han formado parte de la reflexión humana.
La segunda reflexión tiene que ver con alguna de las afirmaciones hechas en respuesta a esta publicidad. En particular con aquella que, publicada en este diario, afirmaba rotundamente que la Ciencia ha demostrado que Dios no existe: «sabemos lo suficiente para decir, con muy poco miedo a equivocarnos, que el Dios de los cristianos, musulmanes, judíos… o los dioses de los griegos, romanos… son creaciones humanas, demasiado humanas. Me temo que la ciencia ya ha dado el golpe de gracia al Dios personal». ¿Es esta afirmación cierta? ¿Realmente la Ciencia (concepto complejo de definir), particularmente la empírico-experimental (ciencias naturales y matemáticas, principalmente), ha demostrado que Dios no existe y que es una mera invención humana? Rotundamente no. Una cosa es afirmar que lo que el hombre entiende por divinidad está mediatizado por la cultura y el devenir histórico, lo que es evidente y objeto de estudio, y otra muy distinta que la Ciencia haya demostrado que Dios no existe. Más aún, conviene recordar que el método científico, por sí mismo y por su condición empírico-experimental, no puede ni afirmar ni negar la existencia de Dios. Esta es una cuestión que se sale de su campo de estudio. Con otras palabras, el método científico por sí mismo debe ser agnóstico, es decir, debe reconocer que la cuestión de la existencia de Dios (como otras cuestiones de índole abstracta y metafísica) desborda los límites empírico experimentales que le son propios. Corresponde más bien a las tradicionalmente llamadas ciencias humanas (Filosofía, Antropología, Sociología, Historia…) y, por supuesto, en su medida (dado que suele ser confesante) a la Teología, la investigación relativa a las ideas religiosas del ser humano, pero tampoco ninguna de ellas podrá afirmar o negar empíricamente la existencia de Dios. Esto no impide que el científico, como persona que es, tenga sus propias opiniones al respecto, dado que no es incompatible creer en Dios y aceptar los postulados y avances de la Ciencia.
Finalmente, la tercera reflexión que quiero hacer concierne a si la creencia en Dios implica o no una merma para la felicidad humana o para el disfrute de la vida como insinúa el anuncio publicitario que ha dado pie a este debate. Si atendemos a lo que dice la Biblia, por ceñirnos a la cultura religiosa que nos es más próxima, ésta abunda en referencias a la felicidad y al disfrute gozoso de la vida, siempre entendidos como un don de Dios. No hay realidad humana que no quede transida de la felicidad y del placer: el banquete o las comidas suelen representar la alegría del compartir y el amor sensual de la pareja es enaltecido en el ‘Cantar de los Cantares’. La Biblia no habla sólo de felicidad escatológica, al final de los tiempos y después de la muerte, sino también de felicidad terrena y compartida, especialmente con los que sufren. Por no entrar en más detalles, baste una referencia al libro del ‘Eclesiastés’ o ‘Qohélet’ (’el que reúne a la asamblea’). Se trata de una obra escrita quizá en la segunda mitad del siglo III a. C.. Pese a su relativa antigüedad es una obra muy actual. Su anónimo autor manifiesta escepticismo y cierto pesimismo por los cuatro costados. Para él, todo lo que sucede bajo el Sol, es decir, todo lo que acontece en el mundo de los hombres, es pasajero, transitorio, incluso a veces absurdo (’vanidad’ traducen nuestras biblias servilmente más de la Vulgata que del original hebreo). Lamenta que el destino de todos los seres humanos sea el mismo, la muerte (en aquella época Israel no conocía o no asumía los conceptos de resurrección e inmortalidad), y que en muchas ocasiones el mal triunfe sobre el bien. Pero, no obstante su pesimismo existencial, no deja de creer en Dios y entiende que los pequeños placeres de la vida, efímeros también, son dones de Dios que debieran poder disfrutar todos los hombres: «Comprendo que no hay para el hombre más felicidad que alegrarse y buscar el bienestar en su vida. Y que todo hombre coma y beba y disfrute bien en medio de sus fatigas, eso es don de Dios». (Qoh 3, 12-13). Sí, una forma de ‘carpe diem’, pero religiosa y solidaria.
En 1516 Tomás Moro escribió su brillante ‘Utopía’. En una de las descripciones que hace de los ciudadanos de este imaginario lugar, Moro no se hace ningún problema al conjugar razón, creencia en Dios y disfrute compartido de la vida: «Sienten finalmente que la razón inflama a los hombres en el amor y veneración a la Divina Majestad, a la que se debe el ser que tenemos, y el que seamos capaces de la propia felicidad, y que nos alienta para que pasemos la vida alegre y sin trabajos. A este intento hemos de mostrarnos agradecidos a la naturaleza ayudando a los demás para que gocen de lo mismo».
No, no son incompatibles el disfrute de la vida y el avance científico (al menos en la medida en que éste sea humanizador) con la creencia razonable en Dios y una visión solidaria de la felicidad. Yo, al menos, creo que no lo son. ¿Y usted?
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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