Por Mariann Fischer Boel, Comisaria Europea de Africultura y Desarrollo Rural (EL CORREO DIGITAL, 12/04/09):
Los europeos despilfarran cada año ingentes cantidades de alimentos. El hecho de tirar una manzana por aquí o un litro de leche por allá posiblemente parezca insignificante. Sin embargo, todo ello se va acumulando y va adquiriendo dimensiones casi inconcebibles. Según el Grupo Europeo de Ética, la cantidad de alimentos desperdiciados en Francia podría alimentar a las personas desnutridas de la República Democrática del Congo y con los de Italia se podría poner fin al hambre en Etiopía.
El despilfarro generalizado de alimentos no es un problema exclusivamente francés o italiano. Se trata de un fenómeno derivado de nuestra forma de vida, que se ha extendido a todos los países desarrollados. En Reino Unido, de acuerdo a los cálculos de un organismo gubernamental, en torno a la tercera parte del total de los alimentos se tira de forma innecesaria, lo que supone un coste de más de 13.000 millones de euros al año para el consumidor británico. Sin embargo, el coste no sólo lo paga el consumidor, sino también el medio ambiente, ya que nuestros residuos alimentarios vierten cada año en la atmósfera miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero.
La responsabilidad de este despilfarro corresponde en parte al sector de la venta al por menor. Si bien alrededor de un tercio de la población europea vive sola en hogares unipersonales, la mayor parte de los artículos de los supermercados vienen en envases previstos para familias de cuatro personas. La escasa capacidad de almacenamiento y la confusión en torno al etiquetado de la fecha añaden aún más desechos a las enormes cantidades de alimentos despilfarrados procedentes de los supermercados. Debemos mejorar las directrices y la información relativa a los aspectos citados y, a este respecto, corresponde a los minoristas desempeñar el papel que les incumbe.
No obstante, el principal responsable es el consumidor. Debemos preguntarnos por qué cocinamos más de lo que podemos comer; por qué compramos tres pollos por el precio de dos aun cuando en realidad sólo necesitamos uno; por qué padecemos amnesia colectiva en relación con el buen gobierno de la casa de generaciones anteriores, las cuales sabían cómo planificar la compra y cocinar con las sobras.
Con un poco de reflexión y algo de moderación se podrían lograr grandes avances. En estos tiempos de crisis económica, son muchas las personas dispuestas a aprovechar cualquier oportunidad para disponer de un mayor margen de maniobra en el presupuesto de su hogar, si bien, lamentablemente, son muy pocas las que se dan cuenta de lo mucho que cuesta el despilfarro de alimentos. Se está tomando ya una serie de iniciativas interesantes en toda Europa, a menudo a escala local. En Reino Unido, el despilfarro de alimentos constituye una de las prioridades políticas y la campaña de las autoridades británicas titulada ‘LoveFood, HateWaste’ (’Apreciar los alimentos, odiar el despilfarro’) ha dado muy buenos resultados.
Desde que se puso en marcha, hace dos años, se calcula que ha conseguido convencer a 1,8 millones de personas de que hay que reducir el despilfarro de alimentos. Concretamente, la campaña ha permitido evitar que se desperdicien 137.000 toneladas, lo que ha supuesto al consumidor británico un ahorro de 325 millones de euros. También ha evitado la emisión de 600.000 toneladas de gases de efecto invernadero; es decir, el equivalente a las emisiones de 600.000 vuelos de ida y vuelta de Madrid a Nueva York. Así pues, sin lugar a dudas, la reducción del despilfarro de alimentos tiene una incidencia tanto presupuestaria como medioambiental.
Sin embargo, existen también razones éticas para resistir al frenesí consumista, especialmente si se tiene en cuenta el considerable aumento de la población mundial, la cual, según Naciones Unidas, alcanzará 9.000 millones de habitantes en 2050. Ello va a suponer una enorme presión en la producción de alimentos. Debemos producir más, ejerciendo no obstante una menor incidencia en el medio ambiente. Los agricultores tendrán que adoptar nuevas técnicas y tecnologías de cultivo y, por otro lado, la investigación e innovación deben plasmarse en resultados concretos en la explotación.
Sin embargo, no tiene ningún sentido aumentar la producción de alimentos si seguimos despilfarrando enormes cantidades al principio de la cadena alimenticia. Esto sería equivalente a resolver el problema del abastecimiento energético construyendo un mayor número de centrales en vez de mejorar el aislamiento de nuestras casas. Son muchas las personas que se han dado cuenta de las ventajas que supone el ahorro de energía, tanto en lo que atañe a la factura de electricidad como a las emisiones de gases de efecto invernadero. Lo mismo ocurre con los alimentos, por lo que quizá deberíamos llorar por la leche derramada, sobre todo si se ha echado a perder.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Los europeos despilfarran cada año ingentes cantidades de alimentos. El hecho de tirar una manzana por aquí o un litro de leche por allá posiblemente parezca insignificante. Sin embargo, todo ello se va acumulando y va adquiriendo dimensiones casi inconcebibles. Según el Grupo Europeo de Ética, la cantidad de alimentos desperdiciados en Francia podría alimentar a las personas desnutridas de la República Democrática del Congo y con los de Italia se podría poner fin al hambre en Etiopía.
El despilfarro generalizado de alimentos no es un problema exclusivamente francés o italiano. Se trata de un fenómeno derivado de nuestra forma de vida, que se ha extendido a todos los países desarrollados. En Reino Unido, de acuerdo a los cálculos de un organismo gubernamental, en torno a la tercera parte del total de los alimentos se tira de forma innecesaria, lo que supone un coste de más de 13.000 millones de euros al año para el consumidor británico. Sin embargo, el coste no sólo lo paga el consumidor, sino también el medio ambiente, ya que nuestros residuos alimentarios vierten cada año en la atmósfera miles de millones de toneladas de gases de efecto invernadero.
La responsabilidad de este despilfarro corresponde en parte al sector de la venta al por menor. Si bien alrededor de un tercio de la población europea vive sola en hogares unipersonales, la mayor parte de los artículos de los supermercados vienen en envases previstos para familias de cuatro personas. La escasa capacidad de almacenamiento y la confusión en torno al etiquetado de la fecha añaden aún más desechos a las enormes cantidades de alimentos despilfarrados procedentes de los supermercados. Debemos mejorar las directrices y la información relativa a los aspectos citados y, a este respecto, corresponde a los minoristas desempeñar el papel que les incumbe.
No obstante, el principal responsable es el consumidor. Debemos preguntarnos por qué cocinamos más de lo que podemos comer; por qué compramos tres pollos por el precio de dos aun cuando en realidad sólo necesitamos uno; por qué padecemos amnesia colectiva en relación con el buen gobierno de la casa de generaciones anteriores, las cuales sabían cómo planificar la compra y cocinar con las sobras.
Con un poco de reflexión y algo de moderación se podrían lograr grandes avances. En estos tiempos de crisis económica, son muchas las personas dispuestas a aprovechar cualquier oportunidad para disponer de un mayor margen de maniobra en el presupuesto de su hogar, si bien, lamentablemente, son muy pocas las que se dan cuenta de lo mucho que cuesta el despilfarro de alimentos. Se está tomando ya una serie de iniciativas interesantes en toda Europa, a menudo a escala local. En Reino Unido, el despilfarro de alimentos constituye una de las prioridades políticas y la campaña de las autoridades británicas titulada ‘LoveFood, HateWaste’ (’Apreciar los alimentos, odiar el despilfarro’) ha dado muy buenos resultados.
Desde que se puso en marcha, hace dos años, se calcula que ha conseguido convencer a 1,8 millones de personas de que hay que reducir el despilfarro de alimentos. Concretamente, la campaña ha permitido evitar que se desperdicien 137.000 toneladas, lo que ha supuesto al consumidor británico un ahorro de 325 millones de euros. También ha evitado la emisión de 600.000 toneladas de gases de efecto invernadero; es decir, el equivalente a las emisiones de 600.000 vuelos de ida y vuelta de Madrid a Nueva York. Así pues, sin lugar a dudas, la reducción del despilfarro de alimentos tiene una incidencia tanto presupuestaria como medioambiental.
Sin embargo, existen también razones éticas para resistir al frenesí consumista, especialmente si se tiene en cuenta el considerable aumento de la población mundial, la cual, según Naciones Unidas, alcanzará 9.000 millones de habitantes en 2050. Ello va a suponer una enorme presión en la producción de alimentos. Debemos producir más, ejerciendo no obstante una menor incidencia en el medio ambiente. Los agricultores tendrán que adoptar nuevas técnicas y tecnologías de cultivo y, por otro lado, la investigación e innovación deben plasmarse en resultados concretos en la explotación.
Sin embargo, no tiene ningún sentido aumentar la producción de alimentos si seguimos despilfarrando enormes cantidades al principio de la cadena alimenticia. Esto sería equivalente a resolver el problema del abastecimiento energético construyendo un mayor número de centrales en vez de mejorar el aislamiento de nuestras casas. Son muchas las personas que se han dado cuenta de las ventajas que supone el ahorro de energía, tanto en lo que atañe a la factura de electricidad como a las emisiones de gases de efecto invernadero. Lo mismo ocurre con los alimentos, por lo que quizá deberíamos llorar por la leche derramada, sobre todo si se ha echado a perder.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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